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Elecciones y estado de excepción en Turquía

Las elecciones generales anticipadas celebradas en Turquía el pasado mes de noviembre han restituido la mayoría de los escaños al Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) del presidente Recep Tayyip Erdogan. El pasado mes de junio, el partido religioso AKP, que gobierna Turquía desde 2002, no había alcanzado la mayoría y ningún partido había logrado formar un gobierno de coalición. En junio, la fuerte pérdida de consenso sufrida por el AKP y al mismo tiempo el avance de los fascistas panturcos del Partido del Movimiento Nacionalista (MHP), aparte del histórico resultado del Partido Democrático de los Pueblos (HDP) que representa las instancias del movimiento kurdo reuniendo varias tendencias de la izquierda turca y kurda, han sido signos del fracaso de la política conducida por Erdogan y por el primer ministro Davutoglu. El resultado de las elecciones de junio dibujaba también una compleja situación política y social que intentaremos reconstruir a continuación.

El AKP de Erdogan y Gul había alcanzado el poder a comienzos del año 2000, presentándose como fuerza de renovación, portadora de libertad religiosa, liberalizaciones y democratización de Turquía. Durante una década, Erdogan ha construido su propio poder sustituyendo las cúspides y los niveles intermedios del Ejército y de los demás aspectos estatales con sus propios hombres, elevándose sobre el boom económico trazado por la especulación en el sector de la construcción y por los llamados “Tigres de Anatolia”, que han sido los símbolos por excelencia del crecimiento de Turquía en los últimos años. Ha creado un consenso de masas, un pueblo de seguidores, gracias a una amplia red clientelar presente en todos los ámbitos sociales: desde el aparato del Estado a la nueva clase obrera no sindicada del boom económico. El AKP de Erdogan ha intentado después asegurarse el poder con una reforma constitucional.

Para ello ha desarrollado la considerada como política neo-otomana, una revolución de la ideología del Estado turco, de nacionalista-étnico según la tradición kemalista a multiétnico islámica, como era el Imperio otomano. Esto debía servir por un lado para proponerse como país de referencia para el Islam sunita y adquirir un nuevo papel protagonista a nivel internacional, por otra parte para garantizar mayores derechos a las minorías e iniciar tentativas con la cúspide del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) para un proceso de paz. El bienio 2011-2012 parece sellar el triunfo del AKP: victoria aplastante en las elecciones de junio de 2011, pacificación de las manifestaciones del Primero de Mayo en Estambul (con decenas de miles de policías), inicio del “proceso de solución” a la “cuestión kurda”. Todavía se preparan para estallar enormes contradicciones sociales: al crecimiento económico y la modernización de las grandes ciudades corresponde un empeoramiento de las condiciones de trabajo, una brecha social cada vez más profunda, y políticas autoritarias y de conservadurismo religioso.

En 2013, el bloque de poder del AKP ha entrado en crisis. Hay que señalar como comienzo de esa crisis la revuelta masiva iniciada en Gezi Park contra la violencia policial de fines de mayo de 2013 y difundida en toda Turquía; la revuelta no comporta la caída del Gobierno solo porque finalmente el AKP se alía con la vieja clase dominante. Desde ese momento, la política del AKP se encamina al fracaso. Los enfrentamientos en las regiones kurdas contra las nuevas instituciones militares que violarían el proceso de paz, la rebelión juvenil contra la violencia de la policía, la tragedia en la mina de Soma, el desarrollo de las luchas obreras y el amplio movimiento de solidaridad a la Rojava desatado durante el asedio a Kobane, han hecho naufragar los planes del AKP. La recuperación de la política de guerra contra el pueblo kurdo, el intervencionismo en Siria y el apoyo al Estado islámico en función antikurda y contrarrevolucionaria, han encontrado una fuerte oposición. En este contexto, el AKP no solo tuvo que renunciar a sus planes sino que también perdió su papel de garante del orden social y político en la región, encaminándose al fracaso electoral del pasado junio.

El presidente turco Erdogan ha intentado ahora presentar de nuevo su partido y en particular su bloque de poder como el garante internacional en una situación explosiva política y socialmente, con una revolución en desarrollo muy cerca de sus fronteras, en la Rojava, que amenaza con extenderse en territorio turco y poner en entredicho las políticas de los Estados que quieren asegurar sus propios intereses en el área. El AKP no solo ha puesto de su parte los caracteres ideológicos que habían identificado al partido durante años, haciendo guiños a los nacionalistas kemalistas, sino que definitivamente se ha quitado la máscara de la democracia creando a través del terror las condiciones para la propia reelección. Para ello, Erdogan ha desencadenado una auténtica guerra en las fronteras de Turquía contra la población civil, contra el movimiento kurdo y los revolucionarios. La guerra ha sido conducida con los atentados de Amed, Suruç y Ankara, con los ataques del Ejército en ciudades, barrios y pueblos alzados contra la autoridad estatal para evitar detenciones, torturas y desapariciones, pero también para relanzar el proyecto revolucionario que viene de la Rojava. Con los bombardeos contra las posiciones del PKK y de las YPG/YPJ dentro de territorio turco, iraquí y sirio. Con la militarización, el toque de queda, el estado de excepción continuo, con los tanques en las calles.

En este contexto, el AKP ha obtenido el 1 de noviembre el 49,5 por ciento de los votos y 317 escaños (sobre 550). Han caído a la vez los votos para el MHP y para el HDP, que no ha podido entrar en el Parlamento. Tras las elecciones, nada ha cambiado, continúa el estado de guerra; basta pensar en los recientes sucesos de Silvan.
Han denunciado irregularidades los partidos de la oposición, se ha hablado también de pucherazo. En efecto, en el estado de guerra en el que se han celebrado las elecciones, con los militares en los escaños, con las ciudades bajo el toque de queda, con los barrios hasta pocas horas antes de la consulta asediados por los francotiradores y bombardeados con morteros, ¿cómo se puede pensar que las votaciones hayan sido regulares?
Además, los sucesos de los últimos meses en Turquía demuestran el engaño del sistema electoral, como forma de legitimación y al mismo tiempo de justificación de la arrogancia del Estado.

Ante los resultados de las elecciones del pasado mes de junio, que no posibilitaban la creación de un gobierno fuerte, el Estado ha desencadenado una guerra sin cuartel contra los revolucionarios, ha emprendido una política de terror y ha militarizado la sociedad, convocando nuevas elecciones para formar un gobierno que garantice el orden.
Los hechos acaecidos en Turquía en los últimos meses demuestran cómo un partido puede reservar totalmente su ideología y las características de su propia identidad para vencer en las elecciones, hasta dónde puede llegar el gobierno para mantenerse en el poder, a qué medios puede recurrir un Estado para que no se discuta su ordenamiento político y social.

No podemos correr el riesgo de mirar lo que ocurre en Turquía a través de las lentes de un “orientalismo” que presenta los acontecimientos de aquella región como algo distante y que responden a otros baremos. El poder, el Estado, el capital, son los mismos en todas partes. No se trata de una tendencia al “despotismo oriental”. La guerra, los estragos, no son un plato típico del llamado Oriente Medio. No solo porque la OTAN, los Estados europeos, las potencias regionales, las monarquías árabes, Rusia o China intervengan en la zona alimentando la guerra. También porque el escenario en los países “occidentales” no es muy diferente.
Los gobiernos europeos han adoptado durante años un cariz autoritario y militar para imponer sin concesiones las políticas de austeridad. La “solidaridad” nacional, la cohesión social, la seguridad, el recorte de los servicios han minimizado el debate público, y la militarización ha intentado acallar las protestas. Los militares en la calle, que aumentan tras cada atentado terrorista, son el auténtico vehículo del terror y constituyen un estado de excepción permanente. La guerra se ha introducido en el lenguaje de los medios de comunicación como una banalidad, ha sido normalizada, legitimada de hecho para garantizar la seguridad de los intereses del país.

Los sucesos de París nos muestran cómo la gente puede morir no solo en las calles de Kobane o de Cizre. El enfrentamiento entre los Estados y las clases dominantes, ya se practique con la guerra abierta o con la guerra asimétrica y el terrorismo, siembra siempre la muerte entre la población de forma indiscriminada.
Lo que sucede en Turquía nos muestra la necesidad de oponerse a las políticas bélicas de los Estados europeos y de la OTAN, al fascismo de los gobiernos, relanzando el internacionalismo. Porque el estado de excepción, la guerra, el terror no son una condición excepcional sino que representan la verdadera naturaleza del Estado.

Dario Antonelli

Publicado en Tierra y libertad núm.330 (enero de 2016)

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