El anarquista es un escéptico o incrédulo. Hay quien afirma que (casi) toda la historia de la filosofía política ha sido un esfuerzo para justificar la «autoridad de la coacción legítima». La mayoría de las personas creen en el Estado sin cuestionarse de donde mana la obligación de obedecer la ley.
Eduardo Colombo, en el prólogo de En defensa del anarquismo (cuyo autor es Robert Paul Wolff), afirma que una filosofía política normativa, preocupada por los valores, por decidir sobre lo mejor para una comunidad humana, debe dar respuesta al conflicto entre la autonomía individual y la autoridad del Estado (que califica de «putativa»). La democracia aparece hoy en día como única solución a ese conflicto, aparente construcción por parte de los gobernados de las instituciones que les gobiernan. Dejando a un lado la coacción, la ignorancia o el conformismo, el ciudadano obedece la ley, tal vez, porque la encuentra justa o porque siente que ha participado en su formulación. Sin embargo, según los teóricos liberales, hay dos razones más que obligan a la obediencia: la justicia de la estructura de base, que supone un avance frente al autoritarismo tradicional, y la ley de la mayoría, transmutada de una pluralidad de personas en el sujeto único del Estado (representante de la soberanía general).
La teoría liberal del contrato social, en cualquiera de sus formas, presupone individuos libres, iguales y racionales, los cuales deciden, en una situación previa a la creación de la sociedad civil, los principios del pacto que los vinculará y la forma en que se gobernarán. En esa situación hipotética, la pluralidad de personas implicadas deciden por unanimidad, pero la realidad justificatoria del Estado será que las minorías son arrastradas por las mayorías. Esta búsqueda de legitimidad en una situación imaginaria, con sentido únicamente en la teoría política, que ninguno de los afectados en el presente ha vivido es algo insostenible. Wolff, en En defensa del anarquismo, argumenta que todo ser humano tiene el deber de tomar sus propias decisiones y seguirlas (autonomía), por lo que acatar las leyes simplemente porque son leyes es insuficiente, debe apelarse a un principio moral superior para someter en parte nuestra voluntad frente a la voluntad de otros. Dejando a un lado la tiranía (inadmisible), podemos abandonar ya las creencias en cualquier tipo de legislador externo a la sociedad para buscar el origen de toda obligación en la participación de todos en las leyes. Puede decirse que la democracia directa por unanimidad sería el único régimen compatible con la autonomía. Como ello es francamente dificultoso en cualquier sociedad compleja, la única solución aparente es la ley de mayorías y la representación. Aparece aquí el conflicto entre la legitimidad de obligación política, evidente en la democracia directa por unanimidad, y el subterfugio que necesita la democracia representativa de acudir al mito del contrato inicial.
El libro de Wolff se centra en ese interrogante sobre la autoridad del Estado, si resulta compatible con la soberanía del pueblo supuestamente conservada en la forma representativa y mayoritaria. La conclusión es que toda transferencia de soberanía (o autonomía) a una instancia construida (asamblea de representantes, poder legislativo) anula la autonomía de los individuos, y la «voluntad del pueblo», cuya única expresión de libertad sería entonces la de elegir a sus representantes. Wolff cita al propio Rousseau, para confirmar su razonamiento: «En los cortos momentos de su libertad, el uso que el pueblo hace de ella bien merece que la pierda». El argumento de la voluntad de la mayoría no resuelve el problema a nivel moral, ya que la adición de voluntades individuales no justifica la abdicación de las minorías en sus opiniones. Wolff recuerda que la democracia directa por unanimidad no es presentada siquiera como una situación ideal a la que hay que tender, sino como algo irrealizable. No hay justificación posible para legitimar el Estado o la autoridad. Si el propósito de la filosofía política es encontrar una solución para ese oxímoron que es la «autoridad legítima», el empeño está condenado al fracaso. En defensa del anarquismo no es una obra, necesariamente, sobre la actividad política del anarquismo, aunque hay un bello párrafo que parece decir lo contrario, tomando como premisa esa imposibilidad de buscar legitimidad a la autoridad: «En su lugar deberíais poner la acción política, guiada por la razón y dirigida hacia los fines colectivos a los cuales vosotros y vuestros compañeros habéis dedicado vuestro empeño. Y si no tenéis compañeros, entonces este pequeño libro no puede hacer nada por vosotros».
Eduardo Colombo recuerda que la crítica de Wolff a la teoría de la democracia representativa, con su falta de legitimación y de justificación moral, está hecha a un nivel abstracto. En la práctica, la mejor de las democracias no deja de ser un sistema oligárquico de limitada participación gobernado por una clase político-financiera. La realidad nos dice que es una minoría la que dicta la ley, aunque se presente justificada por una supuesta mayoría. La democracia es la ideología de la legimitación. En una sociedad heterónoma, gobernada por leyes jurídicas, resulta imposible la autonomía del individuo. Una igualdad formal, supuestamente asegurada por el derecho positivo, encubre la desigualdad social. Colombo lo expresa de la siguiente manera: «el individuo concreto situado en el contexto de sus vínculos sociales» resulta la antítesis de «el individuo abstracto de derecho, entronizado por la revolución burguesa y hoy en día al servicio del sistema representativo y de la economía burguesa». El anarquismo no concibe el mito de un hombre libre previo a la sociedad política, solo es posible la libertad plena en la construcción de una sociedad libre, sin individuos atomizados socialmente y alienados políticamente.
Bertrand Russell expresó de la siguiente forma los propósitos de un trabajo de filosofía: «Debería empezar con proposiciones incuestionables y concluir con proposiciones inaceptables». Ese es el propósito que se puso Robert Paul Wolff para su libro En defensa del anarquismo, publicado en 1970 y reeditado en 1998. Me gustaría pensar que es indiscutible la premisa de la que se parte, «cada uno de nosotros tiene la obligación primordial de ser moralmente autónomo», y al menos reflexionar sobre sus conclusiones, «un Estado moralmente legítimo es una imposibilidad lógica». Se trata de una obra profundamente subversiva, a la que puede denominarse incluso antidemocrática, pero es inadmisible cualquier lectura desde una perspectiva reaccionaria, Wolff es un intelectual preocupado por los problemas sociales. Criticar la autoridad, socavar directamente su fundamento, y preocuparse por la autonomía moral de todos los individuos solo puede mirar hacia adelante. Hacerse esas preguntas, y llegar a la conclusión lógica de lo irresoluble del problema de la legitimidad moral del Estado, es ya haberse transformado nuestra manera de pensar. Podemos estar de acuerdo o no sobre la posibilidad, o factibilidad, de una sociedad anarquista, pero estaremos de acuerdo en que el anarquismo es la única forma sociopolítica moralmente legítima, siendo sus propuestas eminentemente éticas (y recordaré que la ética es, o debería ser, incondicional).
Capi Vidal