Teníamos razón. Pero no ha servido para nada. Dijimos lo que iba a causar la globalización y nuestras previsiones se han confirmado puntualmente.
Hemos combatido la globalización desde el momento en que trataba de imponerse, a caballo del cambio de milenio, en Seattle, en Génova y allí donde hubiera ocasión.
Hemos pagado un altísimo precio en términos de muertos, heridos, detenciones, torturas y represión; pero no hemos conseguido impedirla. Y hoy vivimos en un mundo que está pagando las consecuencias.
En un mundo basado en el comercio global, lo único que cuenta es vender más artículos que los demás. Han empeorado tanto la calidad de los productos como las condiciones de vida y trabajo de quienes los realizan. Para mantener bajos los costes de producción se han considerado superfluos el respeto por el medio ambiente, la seguridad en el trabajo, los derechos de los trabajadores, los salarios y los derechos de acceso a la sanidad y a la educación. Esto ha llegado tanto al Norte como al Sur del mundo, creando por todas partes una situación de devastación y desesperación.
Tres mil millones y medio de personas en el mundo viven con menos de dos dólares y medio al día.
La economía es un «juego a suma cero», como el póker; si uno pierde, otro gana.
Mientras que la mayor parte de la población del planeta se ha empobrecido, hay quien se ha enriquecido muchísimo. Los multimillonarios, esos que tienen más de mil millones de euros a su disposición, han aumentado en la década de 2004-2014 un 81,9 por ciento. Quienes poseen más de un millón de euros han aumentado en un 55 por ciento. En general, con la globalización, el que tenía dinero se ha hecho cada vez más rico, y el que no lo tenía, es cada vez más pobre.
Las 62 personas más ricas del mundo poseen tanto como la mitad de la población mundial: desde que existe el homo sapiens sobre el planeta Tierra, jamás ha habido tanta diferencia entre los más ricos y los más pobres de la especie humana.
La globalización ha transformado la pirámide social en un embudo, con la mayor parte de la población empujada hacia lo estrecho y una pequeña parte en lo ancho.
Mientras la globalización hace de la libre circulación de mercancías su propio dogma de fe, se obstaculiza por todos los medios la libre circulación de personas. En el mundo globalizado las mercancías pueden viajar, ¡pero las personas no! Y todo el mundo sabe que el proceso de la migración no se puede parar.
Hasta hace pocos años, en la Unión Europea, con el Programa Agrícola Comunitario se concedían a los ganaderos alrededor de 600 euros por cada vaca (1). En Europa, las vacas «ganan» más que tres mil millones de habitantes de la Tierra. Con estas diferencias de riqueza, ¿cómo se puede pensar en construir un muro que corte el paso a los movimientos de masas de los países más pobres a los países más ricos del planeta?
El motivo por el que la migración es calificada de emergencia no es detener a las masas que llegan. Lo que se pretende es constreñir a los migrantes a la marginalidad social, a la supervivencia, a la necesidad de aceptar trabajos en negro e infrapagados.
De ese modo, el dominio alcanza dos objetivos. Obtiene mano de obra a bajo coste y fácil de despedir, y divide a los explotados entre inmigrados y autóctonos, atribuyendo a los primeros la culpa de las peores condiciones de vida de los segundos.
Este proceso viene acompañado de una modificación en los modelos de producción.
Al principio, la producción manufacturera se realizaba en grandes establecimientos en los que, en la cadena de montaje, todos eran iguales y se desarrollaban casi automáticamente entre mecanismos de solidaridad y de conciencia colectiva. Ahora, en los países occidentales, la producción se ha atomizado. La gran producción manufacturera ya no existe, y en los sectores productivos en los que todavía es necesaria se han trasladado las fábricas al Extremo Oriente. Incluso el sector servicios se ha modificado, el modelo de producción tiende a ser cada vez más individual y menos colectivo.
Se busca la diferenciación entre trabajadores, no solo entre inmigrantes y autóctonos, sino también entre precarios y estables, entre jóvenes y viejos.
Todos los países han introducido contratos de trabajo que, con la excusa de combatir el paro, han servido solo para crear mano de obra precaria, fácil de despedir y pagada con sueldos de miseria, a contraponer contra quien, manteniendo algún derecho heredado de años precedentes, tiene miedo de que le sea suprimido.
En la Unión Europea, entre 2005 y 2015, el empleo ha aumentado el 1,4 por ciento. Mientras los contratos a tiempo completo han disminuido en un uno por ciento, los de tiempo parcial han aumentado un trece por ciento. Este proceso ha sido aún mayor en los países más afectados por la crisis. En Grecia, el total de empleados (a tiempo completo y a tiempo parcial) ha disminuido el veinte por ciento (de 4,4 millones a 3,5), pero el número de contratos a tiempo parcial ha aumentado un 37 por ciento (de 245.000 a 332.000). Se han constatado evoluciones análogas en Italia, Portugal y España. El empeoramiento no se ha dado solo en términos de tiempo de trabajo, sino también en cuanto a la precariedad de los contratos. En Italia, con el «Jobs act», en Francia con la «Loi travail», en Alemania con la «Hartz IV», y en general en todos los países europeos, se han creado, con la excusa del aumento de la tasa de empleo, nuevos esclavos, sobre todo jóvenes, mal pagados y sin ningún derecho.
Este proceso es fruto del cambio de las modalidades en el ejercicio del poder.
Durante décadas, y también por la Guerra Fría, hemos vivido un dominio que basaba el ejercicio de la propia autoridad en el consenso de los dominados. Utilizaba la deuda pública para evitar la exasperación de los conflictos. Cuando alguna situación social se hacía crítica y demasiado conflictiva, intervenía el Estado para impedir que la lucha estallase. Ahora, el dominio basa el ejercicio de la propia autoridad en la represión de los dominados. Si no puedes prometer a alguno que estará mejor, le debes poner al lado de alguno que esté peor y decirle que se arriesga a acabar igual si la situación cambia.
El disminuir la búsqueda de consenso por parte del poder ha hecho saltar todas las instancias socialdemócratas y reformistas que han impedido, en la segunda mitad del siglo pasado, la transformación de la sociedad en sentido revolucionario. De sujetos políticos que decían querer cambiar la sociedad a través de «reformas» y distribuían las migajas que caían de la mesa de los explotadores, se han convertido en entidades que buscan sobrevivirse a sí mismas trapicheando el mantenimiento de sus propias instituciones con la aprobación de cualquier política de masacre social.
Desde el punto de vista de la deuda pública, el Estado ha pasado del Estado del bienestar al Estado de guerra. Se han recortado los gastos sociales (privatizando, suprimiendo o aumentando las tarifas para acceder a los servicios) y han aumentado (o no se han tocado, en un periodo de recortes en los Presupuestos Generales del Estado) los gastos militares y los referidos a la industria bélica.
Si uno compra armas después las debe usar: en los últimos años, la «paz» globalizada ha producido millares de muertos. La guerra necesita tener enemigos: se ha financiado a la componente fundamental del mundo musulmán y se ha creado al enemigo para combatir por las guerras más allá de las propias fronteras, agrediendo a la población además de con bombas, con la opresión religiosa.
Hay necesidad también de enemigos «internos» para poder justificar la represión y el control social: además de quienes luchan por la propia emancipación social, ahora los inmigrantes, sobre todo los «clandestinos», se han convertido en el nuevo fantasma a combatir.
En algunos países, el euro ha agravado la situación, ya de por sí pésima.
El euro funciona en los países como una divisa externa. Los Estados que lo utilizan tienen que tener un saldo activo de balanza de pagos o tener flujos financieros de entrada que compensen un eventual déficit. Quien estuviera ya penalizado por un alto déficit en su balanza y por altas tasas de interés a pagar, no ha podido hacer otra cosa más que bajar los costes laborales para competir en los mercados: recortes salariales (también prolongación de la edad de jubilación), recortes en el gasto sanitario, de educación y de servicios sociales. Con el «fiscal compact» han obligado a incluir en las constituciones de los Estados que utilizan el euro la obligación de priorizar la balanza de pagos del Estado (haciendo inconstitucional a Keynes).
Con el euro se ha concedido un poder enorme a la banca. El Banco Central Europeo presta dinero a los bancos, y los bancos, eventualmente, valores del Estado.
Incluso fuera de Europa, el capital financiero es el que dicta las reglas en la nueva economía globalizada.
La globalización ha supuesto también la homologación del consumo. Se viste de la misma manera de Tokio a Londres, se come lo mismo de Pekín a Roma.
En el mundo se dan cerca de cinco mil tipos diferentes de uva, que trabajados y combinados entre sí dan origen a millares de vinos diferentes, cada uno con sus características de aroma, sabor y color.
Con la globalización del consumo se cultivan y venden en el mundo una docena (las consideradas uvas internacionales) y se elaboran todas de la misma forma (preferentemente en barril). De decenas de miles de posibles sabores, el vino tiende a tener uno solo: el del capital.
Esta homologación de comportamientos ha creado la necesidad de uniformidad para garantizar la tranquilidad del propio estatus social. Se combate al «diferente»: por el color de la piel, por la indumentaria, por el acento, por la orientación sexual, por la opción alimentaria.
Además de la discriminación social, ha aumentado también la discriminación cultural.
La verdadera victoria del capital globalizado no se ha producido en el modelo de producción y comercio, sino en la percepción que los explotados tienen de la propia explotación.
Se ha aceptado la propaganda que culpabiliza de la situación al inmigrante (que «roba el trabajo», «comete delitos», «no se quiere integrar» y «encima se lamenta»), a los jóvenes (que «no quieren trabajar» y «no quieren sacrificarse»), a los ancianos (que «quieren mantener sus privilegios»), a las mujeres (con «todas estas ventajas por la maternidad»), a los diferentes ramos de trabajadores objeto una y otra vez de reestructuración («los empleados públicos no trabajan», «los profesores tienen demasiadas vacaciones», «los obreros industriales enferman demasiado»), los jubilados («son demasiado jóvenes para no trabajar»). Se invocan inexistentes «raíces culturales» para agredir a quien no está homologado.
Esta aceptación social es sin embargo el punto débil de la economía globalizada.
La globalización ha hecho el mundo más «pequeño». Si se consigue invertir este proceso, incluso en una pequeña realidad local, demostrando cómo la unión de los explotados, a través de la lucha, puede obtener la emancipación de la explotación, esa lucha puede ser la piedrecita que cause la avalancha bajo la que sepultar el capitalismo globalizado.
El Congreso Anarquista Internacional de Fráncfort (2) ha servido para esto: para crear relaciones, confrontar análisis y construir recorridos de lucha en común para llevar a cabo la emancipación social por un camino sin fronteras ni autoridad.
Fricche
Notas:
1.- Con los recortes operados en el PAC ahora son 340 euros al año por cada vaca (a los que hay que añadir la contribución de cada Estado miembro).
2.- Ver información sobre el Congreso en el número de septiembre de Tierra y Libertad.