Ante la previsible caída (y constatada huída, en un ejercicio propio de la ‘ficción’ creada por mis admirados Azcona y Berlanga) del monarca emérito, ese prohombre que ‘trajo’ la democracia a este inefable paìs, resulta repulsiva, a la par que inquietante, la defensa que algunos todavía hacen de su figura sin el menor asomo de vergüenza. «Es posible que cobrara comisiones, pero trajo mucho dinero a este país”, he escuchado hoy mismo por casualidad en cierto medio televisivo (que rima también con repulsivo). Claro que si el mismo tipo que está al frente Gobierno, ese que preside un partido que todavía se autodenomina socialista, apuntala a la monarquía afirmando que “se juzga a las personas y no a las instituciones”, pues qué podemos esperar. Solo sus socios gubernamentales, los que creo que todavía se llaman Unidas Podemos, mantienen una postura aparentemente crítica con el sistema, veremos por cuánto tiempo. Sin embargo, el hecho de que el rey Juan Carlos haya resultado un corrupto en lo económico, y no solo en lo moral como corresponde a todos los de su especie, no debería resultar tan sorprendente para todo el que tenga la conciencia y el cerebro bien oxigenados. Al fin y al cabo, los libertarios somos conscientes de que el Estado, cualquier forma de Estado, supone un saqueo constante.
Nos gusta pensar, gracias a esa ilusión todavía vigente que llamamos progreso, que todas las monarquías están destinadas a la obsolescencia. Para cualquiera que tenga la más mínima sensibilidad democrática, y no entramos todavía en visiones revolucionarias de mayor calado, debería resultarle rechazable una institución basada en el privilegio de cuna. No es así en este indescriptible país, cuando tanto personaje mediático, a pesar de considerarse republicano, afirma que la monarquía ha sido y es un garante de la democracia. Ha sido un discurso tan manido, desde esa farsa que fue la llamada Transición, un peloteo tan recurrente hacia la figura del borbón, que seguir escuchándolo en estos momentos entra en el terreno del esperpento patrio. Debemos, una vez más, hacer un saludable ejercicio de memoria en un país donde ha sido manipulada hasta el hastío. El denominado rey emérito, aunque no hubiera robado ni un céntimo más allá del saqueo que ya supone la institución monárquica, no ha sido nada ejemplar. Conviene recordar que no fue solo amamantado por un dictador repugnante, sino que poco antes de su muerte todavía estaba ensalzando su figura como un ejemplo de virtudes.
Que se haya alabado hasta la nausea a Juan Carlos de Borbón es un insulto para todos aquellos que lucharon contra el régimen franquista y tuvieron que soportar, no solo que el dictador falleciera en la cama, sino todo un proceso fraudulento de transacción democrática. Si a partir de 1975, el monarca junto a muchos franquistas, con la connivencia de partidos que se llaman democráticos e incluso progresistas, decidió que un sistema autárquico no tenía ya cabida en Europa fue por pura conveniencia. Más aún seis años después, cuando el intento de golpe de Estado, por lo que insistir en la figura del rey como defensor de la democracia es una insultante broma. Esto se viene haciendo desde hace más de 40 años, desde que Adolfo Suárez afirmara que «sin monarquía, no hay democracia». Claro que este indescriptible país llamado España necesitaba una profunda transformación tras la dictadura, fue consciente Juan Carlos junto a muchos otros privilegiador líderes políticos y económicos. Si ese proceso lo lideraba una fuerza supuestamente progresista, con ese inicuo personaje al frente que fue y es Felipe González, estaba asegurado un apaciguamiento y un papanatismo, que llegan hasta hoy. La monarquía tiene con seguridad los años contados, pero tal vez lo sustituya un régimen republicano, que solo suponga algún cambio cosmético. Frente a esta mediocre realidad, seguiremos criticando, profundizando y haciendo memoria libertaria.