Si uno sabe algo de psicología social, comprenderá hasta qué punto nos nuestro comportamiento se ve condicionado en sociedad. Particularmente, es algo que digno de reflexión, e incluso debería obsesionarnos un poco, cómo actuamos de una u otra manera dependiendo quién esté presente; cómo se produce, además, esa influencia. Ojo, es algo que nos pasa a todos, por muy conscientes que creamos ser, o por mucho que presumamos de independencia de criterio y de conducta, en mayor o menor medida. Lo que ocurre es que en ciertas personas, y creo que esto puede decirse así, parece algo cercano a lo patológico. No hay que hacer una lectura simplista, las personas no son esencialmente falsas y/o pusilánimes, hay otras explicaciones psicológicas. Además, están las dos posturas extremas: el que se acomoda al pensamiento de grupo y el que tiende a llevar la contraria allá donde se encuentre. Sí, creo que es más común la primera postura. Detrás se encuentra la necesidad, lógica por un lado, terrible por otro, de ser aprobado por los demás.
Desgraciadamente, lo que caracteriza a nuestra sociedad no es precisamente la profundidad de pensamiento y una actitud, mínimamente consecuente al menos (la duda), con el conocimiento científico. Así, las frases grandilocuentes que exhaltan la libertad y al individuo, que poco o nada significan si no hay un análisis detrás, y sobre todo una indagación en por qué las cosas son como son, tantas veces maquillan una realidad en donde se sigue produciendo el papanatismo y la manipulación más atroces. Al desaparecido, e irritantemente admirado (también, de forma inexplicable, por cuestiones ajenas a lo tecnológico y comercial), Steve Jobs se le atribuye la frase «No permitas que el ruido de las opiniones de los demás ahogue tu voz interior». Bonita frase, de gran tirón popular, que por otra parte seguro que ya la dijeron muchos otros antes; viniendo de quien viene, podemos tener la sospecha que detrás de ella está esa fantasía económica (neoliberal) del hombre capaz de todo con su voluntad e iniciativa. La cosa no funciona así. Para bien y para mal, vivimos en sociedad, necesitamos y nos vemos influenciados por los demás; la cuestión es cómo lograr, en primer lugar la consciencia de estas situaciones, posteriormente un razonable independencia en nuestros actos y decisiones.
Centrémonos en la necesidad de aprobación. Todos la necesitamos, en cierto grado, es algo muy humano. La cuestión es cómo mantenernos a salvo del, llamémosle así para entendernos mejor, borreguismo. Hay quién dice que esta necesidad de aprobación se remonta a la niñez, la buscamos en primer lugar en la familia y cuando no se produce, y no es sustituida en otros ámbitos de la vida del crío, puede dar lugar a graves problemas de autoestima en la edad adulta. Es muy posible que esto sea así. También lo es que la excesiva dependencia de los demás en la vida adulta esté originada en estos problemas de la infancia. Sin embargo, siendo conscientes de ello, y como tal vez la indagación psicológica en los problemas de la niñez no siempre da buen resultado, resulta muy interesante tratar de que sea el adulto el que cambie mediante una visión del mundo, una actitud y un comportamiento menos perniciosos. A mi modo de ver es incluso una extensión del campo de la libertad, ya que podemos tener el adiestramiento necesario para no vernos determinados por problemas del pasado.
Particularmente, me he encontrado con personas que presumen de esa deseada independencia de criterio y, delante de ciertos individuos, ser incapaces de mostrar un desacuerdo. No hay que confundir la amabilidad con el prójimo, y eso creo que es muy habitual en las relaciones humanas, con mostrar un desacuerdo y opinar diferente. La excesiva corrección en el trato social es también una forma de dependencia y ausencia de criterio. No creo que sea tampoco necesario ofender en la forma de expresar nuestras opiniones discordantes, pero también hay que tener en cuenta que demasiadas personas se ofenden ya porque no se opine igual que ellos (e, incluso, tantas veces quieran ver en el otro al «intransigente»). Ejemplos recurrentes son las creencias de cada persona (y todas deben ser susceptibles de crítica, aunque las haya más irracionales que otras); cuando se ven cuestionadas, el «creyente» suele enojarse. Así, cuando entran en juego los sentimientos, la cosa es incluso más delicada. Hay personas que son especialmente sensibles, tanto a la crítica, como al halago de los demás; así, su estado de ánimo varía en función de una cosa u otra. Personalmente, soy partidario de no atender excesivamente a los sentimientos y al estado del ánimo, ya que podemos acabar esclavizados por ellos, hay que aprender a contenerlos de alguna manera mediante la razón y la inteligencia. Los halagos y las críticas del prójimos es bueno colocarlos en su justa medida, comprender si hay o no una base sólida detrás de ellos. Es cierto que, en un caso o en otro, también tendemos a racionalizar en beneficio de nuestros propios intereses; por eso es igualmente importante la autocrítica y comprender que nuestra posición no siempre es inapelable (obviamente, la de los demás tampoco).
Algo también muy importante, además de expresar adecuadamente una opinión propia que se opone a la mayoría, es saber decir «no». Cuántas veces respondemos afirmativamente por miedo a la aprobación, por una presión constante a nuestro alrededor para que hagamos tal cosa. Igualmente, y relacionado con lo anterior, hay que diferenciar entre el loable deseo de ayudar al prójimo, y obviamente unas personas tienen una tendencia evidente a ello (y no siempre hay que buscar ocultos intereses o hipocresías detras), con el hecho de anteponer los deseos de los demás a los propios. Es un terreno igualmente delicado; tal vez, la solución para mantenernos a salvo del papanatismo y la dependencia es que, si deseas ayudar, hazlo sin crear una deuda al respecto, sin esperar nada a cambio. Lógicamente, si estamos reflexionando sobre la independencia de cada uno, habría que procurar que esta ayuda no sea paternalista ni esté originada en posiciones de poder. Es decir, ayuda a los demás, pero especialmente a ser tan independientes como tú o, al menos, a comprender todo esto sobre lo que estamos reflexionando para que tiendan a una razonable actitud. En definitiva, eliminar el deseo de aprobación, que es una dependencia de los demás inasumible (es decir, irracional), pasa necesariamente por modificar nuestro pensamiento y nuestras creencias: es imposible, y nada saludable, que nuestra personalidad y opiniones sean del agrado de todos; deberíamos mantenernos a salvo, tanto del pensamiento dogmático propio, como de la creencia ciega en el de los demás; tendríamos que ser siempre autocríticos e indagar en por qué tomamos una u otra decisión (para dilucidar si detrás puede estar ese papanatismo de marras o alguna suerte de creencia irracional); hay que comprender que puede haber personas más preparadas para según qué cosas, pero ello no las convierte necesariamente en una autoridad moral que debamos seguir de manera acrítica; no hay que buscar, en suma, la aprobación de los demás, no hay que preocuparse tanto por lo externo, ni mucho menos vernos esclavizados por ello (ni a nivel estético, ni ético).