En el madrileño barrio de Lavapiés, existe una plaza con el nombre de Xosé Tarrío; esta vez, el nombre no lo ha elegido el Ayuntamiento de turno, sino la propia gente en oposición, como no puede ser de otra manera, a los que mandan y deciden el diseño urbano. Para los que lo desconozcan, Tarrío, ya fallecido, fue un activista anticarcelario de ideas libertarias; su origen fue muy humilde y conflictivo, en un barrio deprimido de La Coruña. Los graves problemas familiares y sociales le llevaro a pasar gran parte de su infancia y adolescencia en internados y reformatorios, de los que escapaba con frecuencia. En 1987, debido a un pequeño robo que llevó a cabo por su adicción a la droga, ingresó en prisión para cumplir una pena de dos años, cuatro meses y un día; su condición rebelde llevó a que esa condena se extendiera a nada menos que 71 años de condena, además de pedírsele un centenar más de años y ser catalogado como preso especial FIES. Recuerdo haberme impresionado hace años con la lectura del libro de Tarrío, Huye, hombre, huye, donde describe la condición de este régimen como una cárcel aún más terrible dentro de la cárcel; no pocos colectivos y personalidades han denunciado esta situación, como un castigo y tortura añadidos a los presos, y ha pedido su eliminación.
Xosé Tarrío, de quién se ha querido recuperar la memoria en Madrid a nivel popular mediante el nombre de esa plaza constantemente hostigada por la administración, realizó un verdadero alegato anticarcelario en el que, desde un punto de vista personal, describió el submundo de la prisión y la condición de los presos más desfavorecidos con constantes abusos y vejaciones. Del mismo modo, reflejó en su obra el desarraigo de los encarcelados, producto de esa política de dispersión, todavía hoy vigente, que les alejaba de sus famliares y que llevó a cabo Antoni Asunción, un ministro del interior supuestamente socialista. Denunciaba también los maltratos y condiciones deshumanizadas, especialmente de los presos aquejados de graves enfermedades. Me pregunto cómo es posible, aceptando la situación de que ciertas personas peligrosas para los demás deban ser privadas de libertad física, que podamos aceptar estas situaciones infrahumanas en tantas cárceles del mundo, alguna de las cuales es posible que no la tengamos a excesiva distancia. Recomiendo también la emotiva película Horas de luz, donde se narra la historia de Juan José Garfía, un hombre de carácter problemático, con tres asesinatos en su conciencia que ni él mismo sabe por qué cometió, catalogado como FIES y el film se convierte en una denuncia de esa condición; a pesar de un profundo cambio en este preso, gracias en gran medida a encontrar el amor en una emotiva trabajadora sanitaria, le fue denegada la libertad hasta pasar más de media vida prisión. Tarrío, amigo de Garfia en cautividad, no tuvo tanta suerte y nunca pudo reconstruir verdaderamente su vida; convivió con el horror y el embrutecimiento entre los barrotes, pero pudo encontrar un contrapeso con la lectura y el conocimiento en los largos días de aislamiento. Así fue como abrazó las ideas anarquistas y se convirtió en un activista anticarcelario.
Tarrío, estuvo 17 años en prisión, de los cuales 12 fueron en aislamiento, y solo se le dejó en libertad tras un infarto cerebral mal diagnosticado en prisión; fue un largo calvario en hospitales hasta su fallecimiento en 2005, lo cual provocó numerosas manifestaciones en este indescriptible país llamado España. A principios de 2009, familiares, amigos y otras personas que conocieron a este hombre decidieron inagurar en Madrid la plaza Xosé Tarrío; no pretendieron con ello ensalzar su figura, solo realizar un recordatorio permanente a una persona y a aquellas otras también encerradas y silenciadas. Desde entonces, como no podía ser de otra manera, el Ayuntamiento ha retirado una y otra vez la plaza, pero el nombre de Tarrío ha sido una vez más restaurado hace pocas semanas y la plaza se ha convertido ya en un espacio reivindicativo. Fueron siempre los anarquistas los que cuestionaron radicalmente las prisiones, señalaron el origen social mayoritario de los crímenes y apostaron por la justicia y el trato fraternal para frenar actos delictivos. Hoy, sus propuestas se reciben con una mueca de desprecio o son tildadas, con una sonrisa despectiva, como una utopía irrealizable. Habría que recordar, en primer lugar, que los derechos humanos siguen siendo a menudo papel mojado en el mundo moderno. En segundo, que cuando se ha intentado construir una sociedad libre, justa y solidaria, no ha tardado en intervenir de un modo u otro la fuerza autoritaria de la ley.
Juan Cáspar