La moral, fundada en lo humano

Einstein dijo: «Si la gente es buena solo porque teme el castigo y espera una recompensa, somos efectivamente un grupo lamentable». Esa es la «moral» que está detrás de la tradición religiosa, por muchas vueltas o adornos que quieran poner los teólogos actuales, el comportamiento supuestamente correcto se realiza para obtener beneficios de la deidad de turno. No hay moralidad real, se trata de una especie de comportamiento conductista con una permanente vigilancia sobrenatural (ficticia) y/o terrenal (bien internamente, en la cabeza de la misma persona religiosa, bien externamente, mediante alguna clase mediadora).

Si profundizamos algo, la cosa es bastante descabellada, si se admite que necesitas la vigilancia de Dios para ser bueno es lo mismo que decir que eres en realidad una mala persona (el sentimiento de culpa y la condición pecaminosa inherentes a la tradición monoteísta, factores claramente ficticios si los analizamos con atención). Desgraciadamente, gracias a la explotación de esos factores, es posible que muchas personas crean verdaderamente que si actúan «correctamente» es gracias a la religión. Muy conocida es la frase de Dostoievski en Los hermanos Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido», que según él, muy pesimista (y reduccionista) acerca de la condición humana, haría la vida imposible. Sin embargo, ¿puede afirmarse que sin ninguna clase de vigilancia nos lanzaríamos todos a destruir la convivencia? No me limito ya a hablar de una vigilancia sobrenatural (religión), también a una regulación política (Estado). Es más, los sesudos defensores del Estado ponen los ejemplos en los que las personas se lanzan al saqueo cuando se debilita la vigilancia gubernamental. Tal vez, como afirma irónicamente Richard Dawkins, no hay que decir que la gente necesite religión para ser buenos, en realidad lo que necesitan son policías.

Por supuesto, estamos de nuevo ante una visión extremadamente simple. En primer lugar, no todas las personas se lanzan al robo y la destrucción en ciertos contextos. Después, hay que observar todos los factores influyentes en esas circunstancias, como son los sociales y la opresión política. Viene al caso la popular novela El señor de las moscas, de William Golding; toda la vida escuchando que se trata de una visión tremendamente pesimista de la condición humana (recordemos que se trata del caso de unos adolescentes que naufragan en una isla desierta, no tardando demasiado en organizarse en clanes y lanzarse a la guerra), cuando es posible que profundizando se trate de todo lo contrario: ante la ausencia de la autoridad, los chavales reproducen, y exacerban, la educación autoritaria que han recibido (se trata de alumnos de… ¡una escuela militar!). No, no podemos considerar simplemente que la gente es malvada (generalizando, además) cuando no hay una vigilancia externa, simplemente porque resulta una visión simplista. En cualquier caso, volviendo al tema de la religión, son fácilmente desmontables sus postulados tradicionales. Habría que observar las estadísticas al respecto, pero es fácil creer que las personas ateas poseen una moralidad más sólida, ya que alguna clase de humanismo ha substituido el frágil y artificioso credo religioso. Podemos hacer un paralelismo con la política: los anarquistas pensamos que podemos, y además resulta más positivo, desenvolvernos en un contexto no autoritario, que la jerarquización social resulta perniciosa también para el comportamiento del ser humano.

En lo que hay que insistir es en que hay poca relación entre el comportamiento moral y la afiliación, práctica o creencia religiosa (aquí, parece que las estadísticas acompañan), que existen factores biológicos y sociales que explican el sentido que tenemos sobre lo que es bueno o malo. Estaremos de acuerdo, una mayoría al menos y al margen de las ideas que tengamos, que una moralidad en ausencia de vigilancia es más verdadera que esa que se desvanece cuando no está presente el vigilante, divino o terrenal. Sin embargo, hay cuestiones todavía espinosas, como el hecho de considerar la moral como incondicional (recuerdo un profesor de filosofía, claramente religioso, que insistía en ello). Sin un estándar, sin una especie de manual de instrucciones, cada uno puede decidir cómo se desenvuelve en la vida y, supuestamente, pueden acabar justificándose los actos más abyectos en nombre de una moral propia. En este caso, la persona religiosa justificará a Dios como garante de un concepto de lo absoluto en materia de lo bueno y de lo malo. Naturalmente, en este caso, ese no es un argumento a favor de la existencia de Dios, sino de su (supuesta) necesidad como idea o concepto. Pienso que esta visión está profundamente arraigada en nuestra herencia cultural (al margen de que vayan apartándose las creencias religiosas que la fundaron), algo que resulta importante desmontar. Desde la Antigua Grecia (cuya concepción religiosa nada tenía que ver con el posterior cristianismo) hasta Kant, ha habido muchos intentos de derivar la moral de fuentes no religiosas. Los famosos imperativos categóricos de Kant se fundan en el deber, por el bien del deber, dejando a Dios a un lado (hay quien cree que Kant, aunque no podía admitirlo en la sociedad de su tiempo, era en realidad ateo). En cualquier caso, la universalidad de los principios morales, que es lo que está también detrás de los imperativos kantianos, es válida en algunos casos, pero plantea problemas en otros. No todo el mundo estará de acuerdo en según qué comportamientos, como son los más evidente los casos de la moral sexual o del aborto. Afortunadamente, y a pesar de los ataques a un relativismo mal entendido, la moral no tiene por qué ser absoluta.

En el caso de la moral de tipo kantiano, podemos hablar de «deontología» o «ciencia del deber», es decir «obediencia a reglas». No tiene que ser una visión plenamente identificable con el absolutismo moral, el cual reclama imperativos cuya rectitud no hace demasiado caso a sus consecuencias. Entre las visiones morales modernas, están además los llamados «consecuencialistas», más pragmáticos, según los cuales la moralidad de una acción debe juzgarse por sus consecuencias (los utilitaristas, a menudo mal entendidos también, pueden considerarse como un tipo de consecuencialistas). Como afirma Richard Dawkins, no todo absolutismo deriva de la religión, pero es muy difícil defenderlo en otros campos. Según el genial Luis Buñuel: «Dios y Patria son un equipo imbatible; baten todos los récords de la opresión y el derramamiento de sangre». Desgraciadamente, hoy en día todavía, el patriotismo se observa como una virtud absoluta (por supuesto, yo no es que matice tal afirmación, es que pienso que es uno de los males, muy humanos, del mundo). En este caso, el del patriotismo y la guerra que lo acompaña, hay ejemplos muy jugosos. Según el absolutismo fundado en el patriotismo, el soldado debe acabar con el enemigo. Según un absolutismo religioso, y lo digo muy entre comillas (ya que podemos estar ante una de las grandes falacias imperativas de la tradición religiosa), el deber del soldado sería «no matar». Esto demuestra varias cosas, la fuerza irracional de los principios absolutistas, el no contemplar las consecuencias (también, morales) de esos actos fundados en el absolutismo e incluso la debilidad de los imperativos categóricos cuando están originados en abstracciones (pudiendo más, en los casos prácticos, la defensa de un Estado o una religión, creaciones por supuesto del hombre). Es un tema, en cualquier caso, complicado, ya que los defensores de ciertos absolutos acaban acusándonos de defender una moral arbitraria y relativa. La cuestión importante es que los principios morales se defienden mejor en un plano humano, no desde el absolutismo o la trascendencia, y pienso que la razón debe intervenir en su defensa (una razón amplia, directamente vinculada a la moral).

Deja un comentario