Entre los años 1989 y 1991, con el hundimiento del bloque soviético, se ha determinado un cambio de era en el equilibrio y perspectivas del capitalismo moderno y de la humanidad entera que, tras más de setenta años, ponía fin a otro cambio de era: el nacimiento de la Unión Soviética.
Se concluía, de forma poco gloriosa y poco digna, un experimento sociopolítico y económico que, al menos al principio, había suscitado expectativas y esperanzas en la clase trabajadora del mundo entero.
No fueron pocos los que pensaron, o se ilusionaron, que se estaba dando vida a la realización de una utopía: una sociedad de libres, iguales y solidarios, de trabajadores y para los trabajadores, autoproclamada socialista o, forzando el pensamiento de Karl Marx, del que se reclamaban los constructores de la nueva realidad, incluso comunista.
No obstante, los motivos de duda no faltaron, desde el principio.
Si de hecho fueron sin duda numerosas, complejas e intrincadas las causas de la Revolución de Octubre y del nacimiento de la Unión Soviética, por otro lado sin lugar a dudas se situó en el origen de tales acontecimientos el apoyo determinante que el imperialismo alemán prestó a las fuerzas revolucionarias.
Admitiendo sin ningún género de dudas que la Alemania imperial no pudiera albergar, por mínima que fuera, simpatía por las ideas socialistas y comunistas de Lenin, Trotski y compañía, está acreditado que la decisión de financiar y armar a los bolcheviques fue el fruto de un cálculo oportunista y fuertemente obligado, puede que incluso desesperado, del Imperio alemán, que de todas formas se mostró perdedor.
En cualquier caso, de la revolución soviética y su continuación en el segundo conflicto mundial y la llamada guerra fría, se origina un ordenamiento mundial bipolar en bloques contrapuestos que, de alguna forma, operó para relativa ventaja de las clases bajas. Entre el bloque occidental, o mejor dicho el estadounidense, y el oriental, o mejor dicho el soviético, se establece una especie de competición cuyo objetivo era, a fin de cuentas, el control de las respectivas clases trabajadoras. Estas podían ser, y eran, explotadas, engañadas, reprimidas en cada uno de los dos bloques, pero hasta cierto límite, no tanto como para correr el riesgo de que se alinearan con la parte contraria.
De hecho, los trabajadores aprovechaban de ambas partes una especie de rédito de posición, que comportaba condiciones verdaderamente muy limitadas y nada óptimas en bienestar y seguridad, pero incomparablemente mejores de las que se han creado con la desaparición del bloque oriental.
Por parte de los vencedores de la denominada guerra fría, los derrotados, además de ser objeto de toda suerte de juicios negativos, incluso de orden moral, fueron presentados como portadores de ideologías políticas, sociales y económicas insostenibles y sin posibilidades de aguantar hasta un cierto límite el choque con la dura realidad.
En resumen, prevalece la tesis de que el adversario o, mejor dicho, el enemigo, había perdido porque era portador de conceptos utópicos fuera de la realidad, mientras que lo que se define como capitalismo moderno o régimen de mercado o sistema de empresa resultó triunfador por ser expresión de realismo, racionalidad y eficiencia.
Y, sin embargo, bastaría un mínimo de reflexión para darse cuenta de cómo la Historia ha demostrado ampliamente cuán ficticias son estas reconstrucciones y estas presuntas calidades.
Parece, no obstante, que el asunto no haya sido tomado en consideración, ni siquiera por el venir a menos de una cierta alternativa realista y de un posible término de parangón con el sistema socioeconómico y político vigente.
La Unión Soviética, con su misma existencia constituía a pesar de todos sus límites y defectos, la prueba viviente de la posibilidad efectiva de soluciones organizativas diferentes.
Su desaparición ha comportado para los trabajadores la ausencia de un posible objetivo o referencia política alternativa adecuada a la gravedad de la situación. También, por parte de los mismos que apoyan el capitalismo moderno, la admisión de que se trataba de un pésimo sistema socioeconómico. Un argumento considerado decisivo en su favor ya que, sin embargo, los otros sistemas han demostrado ser peores y, en cualquier caso, perdedores.
El otro argumento es que el beneficio, la empresa, la acumulación y la concentración de la riqueza y del capital presentan innumerables problemas y contradicciones en su funcionamiento, pero constituyen un estímulo potente al desarrollo y progreso de lo que hasta ahora no ha sido posible identificar un posible sustituto capaz de igualar, y menos aún, de superar las prestaciones.
Y todo ello para demostrar cuán fácilmente, como en un relato de Poe, incluso lo que es evidente escapa a la atención y se sustrae a la percepción, por lo que uno se da cuenta inadecuadamente de que también en gran medida el capitalismo moderno ha de considerarse una utopía, con tales y tantos pesados caracteres negativos que ha de caracterizarse como distopía.
No se trata del mero hecho, de constatación banal, de que la versión moderna, globalizada y financierizada del capitalismo no se ha desembarazado de los aspectos bárbaros y feroces de sus comienzos y de la fase de acumulación originaria. Ni siquiera el esclavismo, la servidumbre de la gleba y el tráfico de carne humana han desparecido; solo han cambiado de forma, objetivos, territorios y sectores de actividad, pero todavía se mantienen vivitos y coleando.
Por otro lado, permanecen inmutables los abusos, las destrucciones, las incongruencias, las contradicciones, la irracionalidad y la ineficacia que en todo tiempo ha caracterizado la estructura y funcionamiento de las varias formas del capitalismo.
Incluso ante macroscópicos fenómenos de globalización y predominio de las finanzas sobre la actividad productiva, permanecen y se multiplican Estados, fronteras, barreras aduaneras, monedas nacionales, banderas, ejércitos, guerras y, obviamente, producción y tráfico de armas.
Por un lado se teoriza, cosa que, por lo demás, no se puede hacer sin observar la estrecha interconexión e independencia de pueblos y economías a nivel planetario, como para dar lugar a un único gran sistema global capaz de funcionar mejor solo en ausencia de conflictos en su interior.
Por otro lado, se debe admitir que todo esto no ha impedido mínimamente que proliferen y se enquisten los conflictos creados, costeados y armados por intereses financieros, aunque formalmente disfrazados de nacionalismo, religión o incluso de choque de civilizaciones.
El capitalismo moderno como utopía negativa
También el capitalismo es portador de una utopía, pero calificable, y por muchos calificada, como negativa, es decir, una distopía.
Lo es, en particular, en la forma asumida a resultas de su triunfo, de su subida al poder en la versión del capitalismo moderno.
En qué consiste tal utopía y la misma legitimidad del uso del término en referencia al capitalismo moderno constituyen, al menos en parte y en medida variable, materia controvertida y fruto de posiciones ideológicas.
La misma definición de capitalismo, como es sabido, es materia de opiniones, divisiones y contraposiciones. No son pocos ni de importancia secundaria los historiadores de la Economía y los economista que, como Fernand Braudel, Luigi Einaudi o Carlo Cipolla, han considerado ambigua tal determinación y suprimible o que, como Karl Marx, han rechazado totalmente la utilización del término por resultar vago, acientífico y precursor de confusión.
Se puede incluso intentar definirlo como un sistema socioeconómico basado en la empresa y el beneficio, y en el que los medios de producción son objeto de propiedad individual o colectiva, privada, pública o mixta.
Obviamente, la definición adoptada no es la única ni, verosímilmente, la mejor posible y, a riesgo de equívocos, comporta implícitamente que la propiedad estatal o incluso pública de los medios sea calificada como capitalismo de Estado y no como socialismo ni, mucho menos, como comunismo.
El carácter utópico, o mejor dicho distópico, del capitalismo moderno se puede identificar en el hecho de que se basa en una tendencia a expandirse indefinidamente, a poder ser al infinito, tanto como para sufrir una crisis cada vez que esa tendencia se detiene o invierte.
La materia objeto de tal expansión puede consistir, según las preferencias, en la acumulación de riqueza, en su centralización, en el volumen de negocios, en los niveles de beneficios y rentas, en los valores monetarios, en el gasto de bienes de consumo, en las inversiones, en la creación de medios de producción u otros.
Cualquier opción parecería confinada en el reino de lo opinable y del condicionamiento político e ideológico salvo por un aspecto. En cualquier caso, el sistema socioeconómico que se denomina, o se califica, como capitalista existe en la realidad y no es simplemente soñado o imaginado, como en general sucede cuando se hace uso del término utopía.
Son, por tanto, evidentes, medibles y calculadas tendencias, efectos más o menos deseados y perseguidos, y resultados calificados como éxitos o fracasos, expansiones o crisis del sistema efectivo en funcionamiento.
Hay que subrayar que en gran parte de los relativos datos estadísticos y contables no se dan grandes divergencias de opinión, y es a ellos a los que se hace referencia.
No es materia opinable sino realidad aceptada oficial y universalmente, la tendencia actual a la cada vez más acentuada acumulación y concentración de la riqueza en un porcentaje exiguo e irrisorio de la población mundial, constituido por las clases negociantes y financieras, y por los ricos y superricos.
Por eso es indiscutible que tal tendencia no ha parado sino que ha acelerado su expansión con la gran crisis iniciada en 2008.
Tal aceleración -y esto tampoco es puesto en duda por nadie- es producida en parte por las políticas llevadas a cabo por los gobiernos de los más importantes países desarrollados o emergentes, a favor del gran capital y, en particular, de las clases financieras y de los bancos de negocios.
Tales políticas, presentadas como medidas anticrisis, han favorecido y exaltado la tendencia al aumento de las desigualdades, ya de por sí parejas al funcionamiento de las instituciones financieras y de negocios del capitalismo moderno.
Otra causa del incremento de las desigualdades en la distribución de la renta y de la riqueza acumulada y concentrada, es el aumento cada vez más anormal y económicamente injustificado de los sueldos de los ejecutivos y consejeros de las grandes empresas financieras y de negocios respecto a la remuneración media del trabajador dependiente.
Por otro lado, supersueldos y demás emolumentos de los consejeros delegados y directivos de alto rango siguen siendo formalmente registrados como rentas del trabajo, cuando en realidad deberían ser considerados sin lugar a dudas como parte de los beneficios.
Otra utopía implícita en el capitalismo moderno es la tendencia al incremento sin límites de los valores monetarios, efecto del modo de ser y de operar de las instituciones monetarias, financieras y de crédito, tanto nacionales como internacionales.
Al comienzo de la gran crisis se tomó conciencia de que gran parte de la vulnerabilidad de los sistemas financieros nacionales y mundiales era debida a la anormalidad del desarrollo de las variables financieras, es decir, al incremento y empeoramiento cualitativo fuera de control de los valores financieros y crediticios, convertidos en múltiplos de dos cifras del Producto Interior Bruto mundial. Rápidamente, tras el inicio de la gran regresión, su valor registró un consistente repliegue, para volver con bastante velocidad a las dimensiones precrisis de los productos crediticios y financieros más o menos derivados, más o menos tóxicos, más o menos opacos y enigmáticos en los contenidos y en los efectos.
A pesar del enorme riesgo que esta montaña de valores y productos financieros comporta, no ha existido una tentativa real y ni siquiera una intención verdadera de establecer reglas y praxis para un eficaz redimensionamiento de tal fenómeno.
Análogamente, no se toma tampoco en consideración el problema del agotamiento de recursos derivado de la proliferación de empresas industriales y de servicios, con la creación de una capacidad productiva total muy por encima de la demanda global.
El solo objetivo de tal multiplicación de iniciativas es aprovechar las oportunidades de mayores beneficios ofrecidas por las normativas complacientes en materia medioambiental, laboral, fiscal, incentivos y apoyos públicos y medidas y maniobras monetarias, crediticias y cambiarias tendentes a violar o eludir sistemáticamente las reglas de la competencia y de la corrección comercial.
Francesco Mancini
Publicado en Tierra y libertad núm.351 (octubre/noviembre de 2017)