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Los inacabables conflictos bélicos

«Ni guerra entre pueblos, ni paz entre clases» es la máxima esgrimida, desde algunos movimientos sociales, frente a cualquier conflicto bélico. Bueno, frente a cualquiera tal vez no, ya que en algunos casos se mezclan los conceptos, como es el caso de la Guerra Civil en este bendito país, que muchos califican en realidad de guerra entre clases. Por supuesto, el facherío patrio y lo que no es el facherío se esfuerzan en calificarlo de conflicto fraticida negando la brecha social e insistiendo en esa simpleza reduccionista de las dos Españas. Pero, reflexionemos en el texto de hoy, con indisimulable lucidez y visible agudeza, sobre las guerras, el pacifismo y el antimilitarismo. Particularmente, y dejando de momento mayor profundización en lo moral e ideológico, desde que uno tiene uso de razón ha vinculado el militarismo con el, efectivamente, enfrentamiento cruento entre pueblos; por muchas vueltas, o justificaciones históricas que se le quiera dar, me resultan repulsivamente indiferentes al dolor ajeno los que, abiertamente reaccionarios, lanzan loas a las hazañas bélicas en nombre de la patria en cualquier momento histórico. Léase el concepto de patria, por mucho que se le quiera dar otra acepción más ambigua aludiendo incluso a la fraternidad, como comunidad humana férreamente unida y jerarquizada en torno a un Estado-nación, cuyo brazo armado es precisamente el ejército. De forma quizás menos paradójica de lo que pueda parecer, y al menos en este indescriptible país, este tipo de humanos patriotas, amantes de lo castrense, suelen ser también fervorosamente religiosos; insistamos de nuevo en lo evidente, patriotismo (¿nacionalismo?) y religión, los conceptos que han abierto mayores brechas entre los seres humanos, algunas de las cuales en forma de ríos de sangre. Aclararemos que la fraternidad solo puede tener aspiraciones universales y no solo entre miembros hermanados por el mismo accidente geográfico empujados al enfrentamiento con otros nacidos en tierra extraña.

Pero, mi antimilitarismo, que con el tiempo adoptó mayor hondura gracias a comprender todas las mistificaciones e intereses creados por la humanidad, no adopta necesariamente un pacifismo ingenuo e idealista. Una de las justificaciones, ya no tan reaccionarias, es que los ejércitos son desgraciadamente necesarios; no se tiene en cuenta que lo que tal vez es necesario en una sociedad es cierta defensa armada, pero que no pasa obligatoriamente por una institución militar creada para dar sentido y justificación a la guerra entre pueblos. El optimismo de la Modernidad, o tal vez la hipocresía de algunos visto lo que luego sería el siglo XX, llevó a considerar que el primer gran conflicto mundial sería la guerra definitiva, que acabaría con todas y cada una de ellas. No lo debieron ver tan claro los anarquistas, al menos la mayoría de ellos, cuando observaron la Primera Guerra Mundial como un nuevo conflicto entre intereses de Estado, ya sean viejos imperios o naciones «democráticas», que llevaría al sacrificio a millones de personas. Después de aquel gran conflicto, se acabó gestando un fascismo, que llevaría a la Segunda Guerra Mundial con la antesala de la contienda en suelo español. En ambos conflictos, entre 1936 y 1945, se implicó la mayoría de los anarquistas; algunos de ellos, sin embargo, se mantuvieron fieles a su espíritu pacifista, y no únicamente antimilitarista, lo cual por supuesto da lugar a todo un debate.

La realidad es que hoy, bien entrado el siglo XXI, las guerras siguen proliferando con la consecuente pérdida de vidas humanas y muy vinculadas a golpes de Estados y opresión de toda índole. ¿Cómo es posible que en 2021 se mantengan todavía decenas de conflictos armados? ¿Cuál va a ser la definitiva contienda que acabe de una vez con todas y cada una de ellas? Son preguntas retóricas, claro, La lógica, unida a la moral más elemental, y no el mero idealismo ni la ingenuidad, nos dice que la manera de acabar con los conflictos bélicos pasa por erradicar la opresión, la pobreza y la alienación sin insistir en instituciones autoritarias, que generan los mismos problemas que luego pretenden combatir por la fuerza, ni en mistificaciones, que empujan a unos seres humanos a enfrentarse a otros. Tal vez, otra cuestión en la que hay que incidir, la explotación y la pobreza, junto a las contiendas bélicas, son inherentes a este sistema económico que sufrimos basado supuestamente en ese eufemismo llamado «libre comercio globalizado». Tal vez, solo tal vez, eso explica guerras como la de Afganistán durante dos décadas, con sus intereses económicos y el control de los recursos, con innumerables pérdidas humanas y vuelta a empezar con los talibanes de nuevo en el poder. O, tal vez, explique la Guerra de Yemen, país masacrado por la monarquía autoritaria de Arabia Saudí, aliado de las potencias occidentales «democráticas». Son muchos los ejemplos, hasta 65 conflictos se dice que hay en la actualidad; en todos, se hace negocio con la miseria de los seres humanos, ya que habría que insistir también en el comercio de armas que mantienen las guerras, con Estados y grandes entidades privadas implicados, como parte indiscutible de este inicuo sistema capitalista globalizado.

Juan Cáspar

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