Pierre Clastres y las sociedades contra el Estado

El pensamiento del antropólogo Pierre Clastres siempre ha generado controversia. Y si bien ha suscitado fuertes críticas no siempre sólidamente argumentadas, la respuesta más recurrente a sus controvertidos postulados ha sido la omisión directa, que muchas veces (particularmente entre antropólogos marxistas) se ha traducido en el no hacerse cargo de las críticas realizadas por este autor a sus hipótesis centrales, y en acusarlo de “ignorante” y “anarquista de derechas” (1) como modo de evadir todo compromiso intelectual por responder a sus contundentes críticas y revisar su propio trabajo.

Acerca de las discusiones entre Clastres y otros antropólogos (fundamentalmente, marxistas y estructuralistas), se han escrito algunos artículos y circulan las obras originales que son el material más ilustrativo al respecto. Lo que me interesa en este espacio es dejar en claro la respuesta a una pregunta que seguramente todo aquel que haya leído su obra desde una perspectiva libertaria, se ha formulado: ¿qué consecuencias tiene la obra de Clastres para nuestro presente? ¿Qué utilidad o enseñanza podemos extraer, y con qué fines?

 

La obra de Clastres

Pierre Clastres nació en París en 1934. Desde la filosofía, se volcó a los estudios antropológicos realizando una importante labor como etnólogo (conviviendo con los aché y los guaraníes del Gran Chaco, y con los yanomami de Amazonia) y como pensador disruptivo de la teoría antropológica, proponiendo una nueva antropología política que, desde el estudio crítico de las sociedades sin Estado (de los registros etnográfico y etnohistórico), plantearía un acercamiento a dichas sociedades desvestido del etnocentrismo evolucionista que caracterizara a buena parte de los estudios antropológicos contemporáneos. En particular, y como nos recuerdan Miguel Abensour (2) y Eduardo Grüner (3), Clastres sostenía la necesidad de estudiar a las sociedades sin Estado desde la positividad y la afirmación (sociedades contra el Estado, con igualdad y libertad, con mayor unidad, con más ocio y sociabilidad), y no desde la negatividad y la falta (sin Estado, sin desarrollo de las fuerzas productivas, con menos producción), es decir, estudiar su propio ser para repensarnos a nosotros, y no pensar en estas sociedades como “potenciales” o imperfectos nosotros (sociedades “primitivas”).

En este sentido, su trabajo intelectual y antropológico iba de la mano de sus inquietudes y compromisos políticos. Más allá de que se adscribiera o no de un modo directo al anarquismo, su participación en las barricadas de París en mayo de 1968 y su participación junto con Félix Guattari en las manifestaciones contra la guerra de Argelia, presentan a alguien con un profundo sentido del compromiso que difícilmente podría separarse de sus perspectivas claramente libertarias reflejadas en su obra teórica y antropológica (4). Siguiendo esta línea de pensamiento y compromiso, Clastres publicó varios artículos y una serie de libros. Éstos últimos son: Crónica de los indios guayaki (1972), La sociedad contra el Estado (1974), La palabra luminosa (1974), Investigaciones en antropología política (publicado póstumamente en 1980, incluyendo artículos publicados previamente), y recientemente se publicó, a modo de libro, un artículo incluido en Investigaciones en antropología política titulado Arqueología de la violencia (1997) (5). Su labor de investigación se vio abruptamente interrumpida en 1977 cuando un accidente automovilístico acabó con su vida, pero su disruptivo pensamiento y su personalidad activa lo mantienen presente como un fantasma entre quienes hacen sus mayores esfuerzos por acallar las consecuencias políticas de su obra.

 

Los enunciados generales de Pierre Clastres

Siguiendo a Eduardo Grüner (6), tres son los enunciados centrales que podemos hallar en la obra de Clastres.

1) La “sociedad primitiva” (= la sociedad sin Estado) no es una sociedad de la escasez, sino una sociedad de la abundancia; es decir, y aquí Clastres retoma el radical planteo del antropólogo norteamericano Marshall Sahlins (7), la “sociedad primitiva” no es improductiva, sino que está contra la producción. En la medida en que el hombre es el fin y la producción es el medio (y no a la inversa), y que se le otorga una importancia central al ocio, al “tiempo libre” dedicado al ritual, a la creación de mitos, a la sociabilidad, al cultivo de las relaciones de parentesco y a las tácticas de guerra, se produce sólo lo necesario, no porque no puedan producir más, sino porque no quieren.

2) La “sociedad primitiva” (sin Estado), es una sociedad contra el Estado. Poder y política son detentados por la sociedad y usados para evitar la emergencia de la dominación de un órgano de poder político separado de la sociedad (= Estado), es decir, para conservar la igualdad, el carácter de la sociedad como “totalidad indivisa”; se trata de una “política conservadora”, pero supone a su vez, en términos de Grüner, una “revolución anticipada, y la más radical de todas, puesto que no se limita a luchar contra un poder opresor ya existente, sino que apunta a impedir su propio surgimiento(8). En estas sociedades, la figura del jefe se sostiene sobre el prestigio, pero no sobre la monopolización del poder, pues el poder permanece en la sociedad, y ésta lo ejerce sobre el jefe.

3) La guerra es una estructura de la sociedad sin Estado, que al materializar el contraste con los Otros (no-parientes, extranjeros, enemigos), define y refuerza la identidad del Nosotros (parientes) en tanto sociedad autónoma e indivisa. A su vez, al mantener a las sociedades sin Estado en la dispersión, evita la unificación en unidades mayores que implicaría la emergencia de un órgano de poder político centralizado. La guerra es contra el Estado.

 

Clastres versus el primitivismo

Contrario a lo que han planteado algunos críticos poco atentos, Clastres no esgrime en ningún momento de su obra, un argumento o ideal primitivista. El espíritu que animaba a Clastres era el de entablar un “diálogo” con sociedades que estaban a punto de desaparecer (de ser exterminadas) y que se estructuraban de modo distinto a nuestra sociedad estatal occidental, y hacerlo desde una mirada desvestida de etnocentrismo y crítica de los modelos evolucionistas que históricamente justificaron la dominación occidental (9).

En este “diálogo”, Clastres, lejos de construir una imagen ideal del mundo “primitivo”, se ocupó en describir e intentar comprender la estructura y el pensamiento de dichas sociedades aun en aquellos comportamientos que en modo alguno se ajustarían a los criterios de sociedad ideal, pacífica e igualitaria a que nos tiene acostumbrados el primitivismo contemporáneo.

En este punto, podemos tomar como polo de referencia la obra de John Zerzan. Este autor, representante indiscutido del anarcoprimitivismo, recupera para su bienintencionado análisis del origen de la dominación social, la endeble sentencia de Ruby Rohrlich-Leavitt de que los grupos cazadores-recolectores “ignoran la agresión colectiva y rechazan la competencia entre grupos, reparten libremente los recursos, aprecian el igualitarismo y la autonomía personal en el cuadro de la cooperación de grupo y son indulgentes y tiernos con los niños” (10). Esto le permite sostener que todos los males sociales (jerarquías, propiedad, autoridad, división sexual, destrucción de la naturaleza) son producto de la domesticación.

Esta mirada idealista sobre el pasado de la humanidad, lejos de favorecer la construcción de un modelo de sociedad en la actualidad, la entorpece mediante una serie de operaciones que nos hacen olvidar que, en el camino hacia la revolución social, sólo una comprensión crítica de las formas de sociedad a lo largo de la historia puede proveernos de una herramienta sólida que escape a las pinceladas puramente utópicas de un pasado dorado a ser recuperado (como sostenía Diego Abad de Santillán por el año 1937: “Es mejor vivir de realidades que de fantasías” (11)).

Una crítica actual a la obra de John Zerzan

Dos cosas podemos decir de las tesis de Zerzan. En primer lugar (y aquí juega un papel central no sólo el análisis de la obra de un autor como Clastres, sino también el estudio actual desde la antropología, la sociología y la arqueología), la imagen del pasado ideal y pacífico de Zerzan es solamente eso, un ideal, recurrentemente contradicho por la evidencia (véase el minucioso estudio realizado por Jean Guilaine y Jean Zammit sobre la guerra en sociedades de cazadores-recolectores del registro arqueológico (12)).

Por poner algunos ejemplos, Zerzan describe a los !kung del desierto del Kalahari (sociedades cazadoras-recolectoras estudiadas etnográficamente) como sociedades pacíficas que “encuentran horroroso luchar” (citando a Richard Lee (13), y siguiendo una tradición analítica que hoy ha sido puesta en cuestionamiento). Sin embargo, en un exhaustivo estudio de la guerra en sociedades no industriales, el antropólogo Steven A. LeBlanc ha sostenido recientemente que si bien “hoy no se encuentra ni siquiera una pequeña cantidad de vestigios de guerra” entre los !kung, es necesario considerar que “los !kung de la actualidad no son los !kung del pasado. Los registros históricos y la arqueología ofrecen una imagen de los !kung que contrasta fuertemente con el ‘amistoso’ pueblo del desierto de hoy (…). Cuando llegaron los europeos (…), la guerra era frecuente, como se conoce de los registros históricos tempranos y del arte rupestre. Estos registros históricos de los años 1600-1800 revelan que grupos de pequeñas bandas Bushmen [bosquimanos, entre los cuales se cuentan los !kung] se unían y defendían la juntura de sus territorios e incluso tenían ‘tierras de nadie’ a su alrededor”, con lo cual grupos bosquimanos se enfrentaban “contra otros Bushmen [bosquimanos]” (14), lo cual queda evidenciado también en la presencia de escenas de batallas en el arte rupestre sudafricano que datan de antes de la llegada de los europeos.

Algo similar puede decirse del análisis que hace Zerzan de los mbuti del Congo. Estos grupos no sólo conforman actualmente una excepción en relación con la evidencia mayoritaria de violencia y guerra presente en sociedades de cazadores-recolectores, sino que en todo caso se trata de sociedades “pacificadas” en función de un sometimiento relativo (social y económico) a la sociedad agrícola de los bantúes (15). Es decir, la carencia de actividad bélica entre los mbuti es más bien un signo de algo perdido que de una afirmación que debería enorgullecerlos.

 

Discutiendo el concepto de guerra “primitiva”

Sin embargo, cuando Zerzan debe reconocer, ante la existencia de evidencia incontestable de guerra en sociedades cazadoras-recolectoras, que efectivamente existen sociedades de cazadores-recolectores que hacen la guerra, el autor adopta la idea de la “guerra primitiva” acuñada en el año 1940 por H. H. Turney-High (16) y retomada por algunos estudiosos actualmente (17). Esto es, la idea de que la guerra llevada adelante por estas sociedades es una guerra “primitiva”, inocua, casi un juego de niños que se diferencia categóricamente de la “guerra civilizada”, es decir, de la “guerra verdadera” (lo cual dibuja un contraste nada accidental entre las “sociedades industriales civilizadas” y las sociedades cuya “inferioridad” hace que sean primitivas hasta para hacer la guerra). El antropólogo Lawrence H. Keeley lee estas posturas como un resurgimiento de la noción rousseauniana del “buen salvaje”, pero “no haciendo [del ‘buen salvaje’] un ser pacífico (…), sino arguyendo que los hombres tribales hacían una forma de guerra más estilizada y menos horrible que sus contrapartes civilizados” (18).

No es casual, pues, que Zerzan, para defender su idea de una “edad de oro primitiva”, recurra a las reflexiones del propio Turney-High sobre las poblaciones nativas de California a las cuales este autor niega aptitud bélica y vincula ello con la carencia en dichas sociedades de las capacidades requeridas para la actividad política colectiva (posición que claramente hace referencia a una pretendida superioridad política de las “sociedades civilizadas” respecto de las sociedades “primitivas” factibles de ser dominadas).

Como veremos más adelante, las sociedades sin Estado, tanto cazadoras-recolectoras como agrícolas o ganaderas, tienen una fuerte fundamentación y organización política, aun cuando no encumbren un “poder político” separado de la comunidad. “Política” no es sinónimo de jerarquía ni de Estado.

Sobre el concepto de “guerra primitiva”, diremos sólo dos cosas. Por un lado, si tomamos en consideración el número relativo de bajas en enfrentamientos de este tipo de sociedades (en lugar de dejarnos llevar por los números absolutos, que en sí mismos parecen expresar un mínimo riesgo al no ser puestos en relación con la reducida cantidad de población que caracteriza a estos grupos), podemos llegar a enfrentarnos con la baja de hasta un 25 por 100 de la población adulta masculina de una comunidad en un solo enfrentamiento (batalla, incursión, emboscada), lo cual habla de un nivel de incidencia social fundamental de la guerra en estas sociedades.

Pero aun en las situaciones en que las bajas son menores, o en aquellas en las cuales se privilegia el aspecto ritual altamente regulado, la guerra sigue jugando un papel estructural con un rol central en la autoafirmación de estas sociedades, lo cual lejos de situarlas por “debajo del horizonte militar” (como sugiriera Turney-High y retomara John Keegan), apunta a definirlas como sociedades altamente belicosas cuyo funcionamiento bélico tiene una actualidad y una existencia real que sólo puede ser despreciada como insignificante o inocua por aquel que parta de una perspectiva etnocéntrica que mire a “nuestras” guerras (occidentales) como las guerras maduras y verdaderas.

Respecto a esto, una sola aclaración. Decíamos que Zerzan toma la evidencia etnográfica para pensar un “pasado ideal” (el Edén), y entonces sostiene que las sociedades cazadoras-recolectoras del pasado eran pacíficas o bien hacían un tipo de guerra inofensiva (primitiva) que daría lugar a la guerra organizada cuando surgiera la domesticación (el Pecado Original). En su análisis de la evidencia arqueológica, menciona como “primer signo arqueológico fiable de guerra” la ciudad fortificada de Jericó (7500 a.n.e.) (19). El autor menciona dicha evidencia en el contexto de su percepción de las guerras como surgidas en una lucha por territorio. Sin embargo, el autor no menciona una evidencia aún anterior de guerra en el registro arqueológico: el cementerio 117 de Jebel Sahaba en el valle del Nilo sudanés, datado hacia 12.000-10.000 a.n.e. Se trata de un cementerio con 59 cadáveres de los cuales casi la mitad presenta signos de violencia, puntas de proyectiles incrustadas en los huesos, golpes de ejecución en la nuca, heridas en diversas partes del cuerpo (20). Los estudios han permitido sostener que se trata de al menos dos generaciones de una población de la cultura paleolítica Qadan del Sudán, es decir, de una sociedad de cazadores-recolectores que, lejos de ser víctima de una masacre puntual, hacía la guerra recurrentemente.

Esta evidencia cuestiona los postulados de Zerzan en al menos tres sentidos. Por un lado, demuestra que la guerra en sociedades de cazadores-recolectores de la prehistoria, lejos de suponer “combates relativamente inofensivos” (21), podía presentar un nivel de violencia sumamente considerable (nótese también que los niños y las mujeres aparecen indistintamente como víctimas de la violencia bélica en dicho cementerio). Por otro lado, estamos hablando efectivamente de un tipo de violencia efectiva y real en el seno de grupos de cazadores-recolectores, lo cual deja sin efecto la ecuación planteada por el autor entre domesticación y guerra. Por último, los estudios más minuciosos impiden presentar la guerra en el contexto de la cultura Qadan como producida por una lucha por recursos o territorios escasos, en un entorno territorialmente amplio y sin que haya signos de insuficiencias alimenticias (sobre esto último, el estudio osteológico de Margaret Judd es sumamente ilustrativo (22)).

 

¿Volver a los orígenes o actuar desde el presente?

Sobre Zerzan, sólo quedaría concluir que, sea cual sea la imagen que tengamos del pasado, no podemos, como parece sugerir el autor, sencillamente “volver” a nuestros orígenes y recuperar un modo de vida que poco tiene que ver con nuestra percepción del mundo y con nuestros parámetros culturales. De lo que se trata, en todo caso, es de construir algo desde el aquí y el ahora, aprendiendo a mirarnos a nosotros mismos, a desnaturalizar nuestra cultura, a tomar aquello que nos brinde enseñanzas sobre modos alternativos de organización social, y a formular la posibilidad del cambio hoy.

En el planteo de Zerzan de “volver” a un estadio previo, hay una clara percepción evolucionista, donde la evolución es vista en términos negativos, pero es aceptada como hecho, aun cuando se le agrega el carácter de “reversible”. En este sentido, Clastres no sólo no plantea un “regreso” a un pasado dorado, escapando a este ideal primitivista un tanto ingenuo, sino que su estudio de las sociedades no-estatales es esencialmente un estudio de sociedades contemporáneas, que no constituyen un “estadio primitivo” en la “evolución”, sino que constituyen modos alternativos de organización social, que él mismo pudo estudiar en plenas décadas del 60 y 70.

Dicho esto, no faltarán quienes recuperen una mirada distraída sobre la obra de Clastres y vean en él a un hobbessiano que, mediante su trabajo y sus hipótesis, justifica la percepción de una sociedad no-estatal caótica en la cual prima la guerra de todos contra todos y donde se hace necesaria la emergencia de un Estado para poner orden y paz, ya sea un Estado surgido internamente a través del “pacto social”, ya sea un Estado conquistador que imponga la “civilización” a los “salvajes”. Sin embargo, el punto más importante del pensamiento de Clastres sobre la guerra, es que el autor concibe a ésta como una estructura de la sociedad, y no como un dato de violencia indiscriminada entre individuos, ni como un fundamento “natural” o biológico del ser humano (23). La guerra, en estas sociedades, forma parte de la autoidentificación de la sociedad como comunidad indivisa y autónoma, y por lo tanto es un dato de su propia estructuración y organización sociopolítica. Es justamente la guerra la que conjura la división de la sociedad, la emergencia de un órgano que monopolice la violencia, manteniendo el poder en la sociedad a través de la autoidentificación por contraste como “totalidad una”, y de la dispersión que obstaculiza la centralización del poder. La guerra es contra el Estado y es un dato de la propia organización de la sociedad no-estatal.

 

Pensando el presente y el cambio social desde Clastres

Cuando Clastres tituló a uno de sus libros La sociedad contra el Estado (La Société contre l’État, 1974), no fue por casualidad. No se trataba, ciertamente, de un panfleto político contrario al orden estatal y favorable al anarquismo, sino de una serie de trabajos antropológicos profundamente documentados que dejaban de lado los aprioris políticos, pero cuya consecuencia no podía dejar de tener un sentido de alto cuestionamiento político al orden de dominación estatal.

Por ello, podemos afirmar que no son pocas las enseñanzas que nos deja la obra de Clastres y su estudio de las “sociedades contra el Estado”, a la hora de enfrentarnos con nosotros mismos y con la situación social y política de nuestro presente.

Con La sociedad contra el Estado, Clastres desafía al darwinismo social y al liberalismo individualista de Herbert Spencer y de El individuo contra el Estado, llegando a un nivel de radicalidad que postula la potencia de la sociedad (en tanto colectivo) como única vía de libertad. En Clastres parece cumplirse el principio de Bakunin según el cual la libertad de uno no termina donde comienza la del otro, sino que se realiza en la libertad de los demás, y la libertad sólo se realiza en sociedad, en la sociedad como un todo libre (como nos recuerda Eduardo Colombo, “Bakunin define la libertad como el resultado de la asociación humana” (24)).

Cuando Clastres sostiene que, en la sociedad sin Estado, es la sociedad la que detenta el “poder”, y que lo ejerce como totalidad sobre el jefe, no sólo se está refiriendo a que hay un “control” destinado a conjurar la monopolización del poder y la división de la sociedad, sino también a que la sociedad detenta el poder en tanto potentia, es decir, en tanto capacidad o “poder de crear” o de hacer “que da al sujeto político la posibilidad de establecer una relación sinérgica compatible con la igualdad en la acción colectiva” (25).

Así, Clastres ve a la sociedad sin Estado como Spinoza veía al hombre (y a la sociedad en tanto “cuerpo social”) cuando afirmaba (según sintetiza Funes), que “al igual que el resto de los seres, posee un conatus, una potencia que lo impulsa a ‘perseverar en su ser’, a realizar y actualizar su naturaleza para afirmar y mantener su existencia” (26). La potentia de la sociedad sin Estado, actúa contra la potestas (el poder de ordenar, la dominación) que implicaría la división de la sociedad.

La construcción de la sociedad como una totalidad indivisa, que no niega la libertad de los individuos pero determina que esta libertad sólo se realiza en su proyección social, constituye un principio fundante para pensar las condiciones del cambio social y de la conformación de una sociedad libre y autónoma.

Con todo esto, estamos queriendo decir que las investigaciones y reflexiones de Clastres, basadas en un minucioso estudio de las sociedades del Gran Chaco y de Amazonia, apuntan a reconocer que existen modos alternativos de organización social, sin dominación estatal y sin desigualdad provocada por diferentes niveles de acumulación. A partir de estos estudios, nadie puede decir que vivir sin Estado es un sueño o una utopía; los trabajos de Clastres permiten desnaturalizar el orden estatal y toda idea de que el Estado es una necesidad histórica marcada por la “evolución” social (como nos recuerda Yoram Moati, “al pensar una sociedad contra el Estado, Pierre Clastres propone un contramodelo posible –en tanto actual– a la organización social hecha de poder y de división que a menudo aceptamos como una fatalidad” (27)). El Estado no es una necesidad histórica, sino un accidente surgido de una ruptura en determinados contextos específicos (véase por ejemplo el análisis que hace Marcelo Campagno del surgimiento del Estado en el valle del Nilo (28)), y que mediante otras rupturas puede dejar de existir.

Pero si acaso quedaran dudas de la utilidad de pensar en términos clastresianos las situaciones vividas en nuestro presente, bastaría con prestar atención a trabajos como los de Raúl Zibechi sobre las comunidades aymaras de El Alto en Bolivia (29) o los apuntes críticos de Eric Herrán sobre lo político en el movimiento zapatista (30). Aquí nuevamente queda de manifiesto la riqueza del pensamiento de Clastres, que nos brinda herramientas para pensar los movimientos insurreccionales y los modos de organización social contemporáneos contrapuestos al orden estatal y que, siguiendo una línea de análisis clastresiana, pueden ser estudiados como “sociedades contra el Estado”, fundadas en la autoorganización como “totalidades indivisas” y autónomas que construyen desde abajo una instancia de poder colectivo que conjura permanentemente la monopolización del poder y la división de la sociedad.

 

Concluyendo: la revolución anticipada y la guerra

Para cerrar este trabajo, quisiera añadir dos breves comentarios. Primero, el concepto acuñado por Eduardo Grüner de “revolución anticipada” (la sociedad contra el Estado, que antes que levantarse contra un Estado, conjura su surgimiento) es más interesante aún si pensamos la posibilidad del cambio social en el presente. La “revolución anticipada” es una “política conservadora”, es decir, conservadora de una organización social basada en la autonomía, la libertad y la indivisión; pero es constantemente revolucionaria en la medida en que constantemente conjura la división de la sociedad y la emergencia de prácticas de tipo estatal.

Pensada desde el presente, la política conservadora de la sociedad contra el Estado, es una revolución anticipada; en tal sentido, una sociedad construida en el presente por oposición al orden estatal establecido, no sólo atraviesa un “periodo revolucionario”, sino que inmediatamente se construye como sociedad contra el Estado en su rechazo a la emergencia de un órgano de poder político independiente, y por lo tanto, se perpetúa como sociedad revolucionaria en tanto la revolución contra el Estado forma parte de su ser social, de su estructuración y su funcionamiento diario. Esto quiere decir que se puede trascender el “momento revolucionario” y conformar una sociedad libre, revolucionaria, sin que el carácter revolucionario se diluya con el tiempo.

Por último, quisiera hacer una breve mención a la cuestión de la guerra. Como mencionamos anteriormente, los autores del anarcoprimitivismo suelen definir a sus “sociedades primitivas ideales” como pacíficas y carentes de cualquier tipo de violencia. También demostramos que la evidencia tanto arqueológica como etnográfica apunta en el sentido inverso. Esta situación queda indudablemente esclarecida con la explicación que da Clastres de la guerra como estructura de la sociedad sin Estado, como mecanismo que mantiene a la sociedad en la autonomía y en la indivisión.

Cuando Zibechi estudia a las comunidades aymaras en El Alto, destaca que son otros los mecanismos que (en los momentos insurreccionales) mantienen a las comunidades unidas e indivisas, aunque resalta que es la misma lógica de la “sociedad contra el Estado” la que está actuando. Sin embargo, resulta interesante que en su trabajo tienen un papel no menor los llamados “cuarteles”, es decir, la autoorganización armada que actúa como defensa del orden no-estatal en situaciones específicas. Esto sugiere que la guerra está operando como fundamento de autoafirmación.

Con el zapatismo sucede algo parecido; para mantenerse autónomas e indivisas, las comunidades zapatistas tienen una estructura bélica que funciona de modo permanente, aun cuando no vehiculice actividades militares constantemente.

Todo esto apunta a considerar a la guerra y a la violencia como un instrumento indispensable (aunque claramente no el único) para enfrentarse a la lógica estatal, tanto desde la lucha contra un orden estatal establecido, como desde la conservación de un orden no-estatal. Si el monopolio legítimo de la violencia es (siguiendo en parte el razonamiento de Max Weber) lo que define al Estado, ello se debe a que mediante la monopolización de la violencia el Estado se apropia de aquello que define a la sociedad sin Estado como sociedad contra el Estado, es decir, expropia a la sociedad del uso de la violencia y con ello la desestructura (dado que la guerra es una estructura de la sociedad sin Estado).

No es casual que los momentos en que el Estado se ve realmente amenazado de muerte, es cuando la sociedad o grupos sociales conforman grupos armados que desafían violentamente al Estado, poniendo en jaque el monopolio estatal de la violencia (más aún cuando la violencia contra el Estado gana cierta legitimidad en amplios sectores de la sociedad). En esos momentos, el Estado descarga toda su violencia, pues tal desafío pone en riesgo su propia existencia (piénsese en la dura represión del gobierno peronista del 73-76 y de la dictadura del 76-83 en Argentina). Esta constatación debería hacernos reflexionar sobre el papel de la guerra y de la violencia en el cuestionamiento del orden estatal y en la construcción del cambio social.

Augusto Gayubas

Publicado en Germinal. Revista de Estudios Libertarios 9
(enero-junio 2012)

Notas:


 

1.- Maurice Godelier, “Ser marxista en antropología”: Zona erógena 16 (1993).

2.- Miguel Abensour, El espíritu de las leyes salvajes. Pierre Clastres o una nueva antropología política, Ediciones del Sol, Buenos Aires 2007 [1987], p.51-66.

3.- Eduardo Grüner, “Pierre Clastres, o la rebeldía voluntaria”, en M. Abensour (ed.), op. cit., p.7-49.

4.- Véase Piero de Camargo Leirner y Luiz Henrique de Toledo, “Lembranças e reflexões sobre Pierre Clastres: entrevista com Bento Prado Júnior”: Revista de Antropologia 2 (São Paulo 2003), p.423-444.

5.- Damos la lista de las ediciones en castellano de las obras de Clastres: La sociedad contra el Estado (Monte Ávila, Caracas 1978 y Terramar, La Plata 2008), Crónica de los indios guayaki (Alta Fulla, Barcelona 1989), La palabra luminosa. Mitos y cantos sagrados de los guaraníes (Ediciones del Sol, Buenos Aires 1993) Investigaciones en antropología política (Gedisa, Barcelona 1996), Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas (FCE, Buenos Aires 2004).

6.- Eduardo Grüner, op. cit.

7.- Marshall Sahlins, Economía de la Edad de Piedra, Akal, Madrid 1983.

8.- Eduardo Grüner, op. cit., p.10.

9.- Sobre el evolucionismo, y sobre las diferencias entre el evolucionismo biológico –centrado en la explicación del mundo natural– y el darwinismo social –el evolucionismo aplicado a lo social–, véase Patrick Rossineri, “De progreso, ciencia e ideología”: Libertad 37 (julio-agosto 2006), p.6-7; sobre el evolucionismo de Kropotkin y su diferencia radical con el darwinismo social que legitima la dominación occidental, véase ibídem y, también, J. F. Paniagua, “Recordando a Darwin, revitalizando a Kropotkin”: Tierra y libertad 248 (marzo 2009).

10.- Citado en John Zerzan, “Future Primitive”, en Future Primitive and other essays, Autonomedia, Nueva York 1994; del mismo autor véase también “On the Origins of War”: Green Anarchy 21 (2005-2006), p.12-14. Ambos artículos han sido traducidos al castellano y circulan abiertamente por Internet bajo los nombres de “Futuro primitivo” y “Sobre los orígenes de la guerra”.

11.- Citado en Hugh Thomas, La Guerra Civil Española, Urbión, Madrid 1979, v.II, p.148.

12.- Jean Guilaine y Jean Zammit, El camino de la guerra. La violencia en la Prehistoria, Ariel, Barcelona 2002.

13.- Richard B. Lee, “Reflections on primitive communism”, en T. Ingold, D. Richers y J. Woodburn (ed.), Hunters and Gatherers, v.I: History, evolution and social change, Berg, Oxford 1988, p.252-268.

14.- Steven A. LeBlanc, Constant Battles. Why We Fight, St. Martin’s Griffin, Nueva York 2004, p.15-16.

15.- Véase Lawrence H. Keeley, War Before Civilization. The Myth of the Peaceful Savage, Oxford University Press, Oxford-Nueva York 1996, p.132.

16.- Harry H. Turney-High, Primitive War: Its Practice and Concepts, University of South Carolina Press, Columbia 1949.

17.- Por ejemplo, John Keegan, A History of Warfare, Vintage Books, Nueva York 1993.

18.- L. H. Keeley, op. cit., p.9.

19.- J. Zerzan, “On the Origins of War”, op. cit.

20.- Véase Fred Wendorf, “Site 117: A Nubian Final Palaeolithic Graveyard near Jebel Sahaba, Sudan”, en ídem (ed.), The Prehistory of Nubia, Southern Methodist University Press, Dallas 1968, v.2, p.954-995.

21.- J. Zerzan, “On the Origins of War”, op. cit.

22.- Margaret Judd, “Jebel Sahaba Revisited”, en K. Kroeper, M. Chlodnicki y M. Kobusiewicz (ed.), Archaeology of Early Northeastern Africa: In memory of Lech Krzyzaniak (Studies in African Archaeology 9). Poznan Archaeological Museum, Poznan 2006, p.153-166.

23.- Miguel Abensour, “El Contra Hobbes de Pierre Clastres”, en ídem (ed.), op. cit, p.189-228.

24.- Eduardo Colombo, La voluntad del pueblo, Tupac, Buenos Aires 2006. Véase también Mijaíl Bakunin, La Libertad, Grijalbo, México 1972.

25.- Eduardo Colombo, op. cit., p.18.

26.- Ernesto Funes, “El Tratado Político de Baruch de Spinoza: potencia y pasión de multitudes absolutas” (introducción a B. Spinoza, Tratado Político, Quadrata, Buenos Aires 2005, p.9-29), p.14. Ver también Baruch Spinoza, Ética, Terramar, Buenos Aires 2005 [1675], parte III, proposición VI.

27.- Yoram Moati, “Pierre Clastres et l’anthropologie anarchiste” Alternative Libertaire 228 (2000).

28.- Marcelo Campagno, De los jefes-parientes a los reyes-dioses. Surgimiento y consolidación del Estado en el antiguo Egipto, del periodo Badariense al Dinástico Temprano, Aula Ægyptiaca – Studia, Barcelona 2002.

29.- Raúl Zibechi, Dispersar el poder. Los movimientos como poderes antiestatales, Tinta Limón, Buenos Aires 2006.

30.- Eric Herrán, “Los zapatistas y lo político: apuntes para otra modernidad”: Isonomía 11 (1999), p.149-163.

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