Llevo años escuchando, por parte de vulgo, toda suerte de santas estupideces sobre los nacidos en tierras francesas. Así, «los gabachos esto…», «los gabachos lo otro…» y, especialmente en el terreno deportivo, hay quien se suele relamer patéticamente de gusto cuando algún fulano o grupo hispano derrota a otro del país vecino. Cuando escucho semejante argumentación, no puedo evitar torcer el gesto, maldecir sobre lo más sagrado, lamentarme del género humano y rememorar una vez más la deseada fraternidad que atraviese cualquier frontera artificial creada por el homo llamado sapiens. Cierto es que el llamado chovinismo parece tener un origen francés, y no dudo que haya no pocos galos que crean que ellos han aportado más luz al mundo, algo tan repulsivo en Francia como, sin ir más lejos, en este inefable país, llamado Reino de España, donde tanto reaccionario pretende hacernos creer que la tradición imperial hispana fue de lo más benévola. Lo cierto es que esa especie de patriotismo exacerbado (algo que, por otra parte considero un pleonasmo) me parece común a todo lugar que haya generado ese horror llamado nación-Estado, mistificación que somete a las personas en un territorio, concentrando las instituciones coercitivas en pocas y privilegiadas manos, y que impide la fraternidad universal. Pero, vayamos con lo que está ocurriendo ahora mismo en el país vecino.
No podemos más que congratularnos de que la gente, al margen incluso de partidos políticos y sindicatos, esté protestando en las urbes francesas y no es para menos. Una ley impuesta por el ejecutivo, al mando del cual está el títere habitual de las elites financieras, sube la edad mínima para jubilarse de 62 a 64 años y, parece de broma, aumenta los años cotizados a nada menos que 43. Es decir, lo mismo te mueres sin poder dejar de trabajar para otros. Hay quien señala que la aprobación de esta ley se ha producido por no sé qué trampa de la Constitución francesa, que permite al presidente de la República hacer lo que le venga en gana sin necesidad de votar en la Asamblea Nacional donde Macron ni siquiera tiene mayoría. Bien, detalles aparte sobre cada Carta Magna, son las bondades de las llamadas «democracias» en cualquier país. Sea como fuere, lo cierto es que esto ha sido la gota que ha colmado el vaso, por lo que las manifestaciones han brotado, de manera espontánea y virulenta, por gran parte de un país donde se produjo una de las primeras experiencias autogestionarias en la historia con la llamada Comuna de París. El furor del pueblo se desata ahora a diario en forma de protestas, bien es cierto, algo salvajes, sin permiso estatal alguno y con barricadas ardiendo en las calles. Desgraciadamente, y como dijo el clásico, los derechos se acaban conquistando a hostias contra el sistema.
Sin que el país haya estado totalmente bloqueado en ningún momento, también se han sucedido las huelgas en sectores energéticos, en transportes ferroviarios o en la recogida de residuos (que han terminado siendo barricadas en llamas) o incluso, de forma puntual, en la educación pública. Rememorando aquel Mayo de París, uno de los eventos que marcó políticamente a la modernidad, los estudiantes también se han coordinado y movilizado en protestas hermanadas con las de los trabajadores. Por supuesto, el Gobierno ha reaccionado y la represión se recrudece con salvajes acciones policiales, pero eso no desmoraliza ni desespera a una población francesa unida y enérgica, que ha dicho «¡basta!» y está gritando «¡No!» en homenaje al rebelde de Albert Camus. Y es que cabe preguntarse quién concentra aquí la violencia permanentemente institucionalizada; claro, el Estado es el único legitimado para el uso de la fuerza, que es lo mismo que decir de la defensa de las élites políticas y económicas. Tal vez, Macron ha realizado lo que otros gobernantes realizan de manera más sutil, pasándose por el forro asambleas y parlamentos, órganos presuntamente democráticos. Y la cuestión de las pensiones públicas, con el que llevan amenazando ya muchos años al verse como insostenibles, es solo una más entre las muchas falacias con las que cuenta el sistema para mantener a la población subyugada. Así que con el ejemplo de nuestros hermanos y hermanas francesas, pues sí, me siento hoy mucho más cercano a ellos.
Juan Cáspar