La crisis presente del sistema parlamentario, en manos de una casta política profesional aquejada de cesarismo y al servicio de intereses económicos espurios, vuelve sorprendentemente actual la figura de Mijaíl Bakunin, un personaje histórico del socialismo obrero cuya vida casi novelesca, su amor por la libertad, su ejemplo de perseverancia y su original análisis de la realidad social de su tiempo, convierten en una atractiva referencia del radicalismo contemporáneo. Por encima de los consabidos tópicos como el de “padre” del anarquismo, conspirador empedernido o acérrimo contrincante de Marx, a poco que se le estudie con objetividad, se abandonarán los estereotipos y se le situará en el lugar prominente del pensamiento revolucionario que le corresponde.
El salto de un joven idealista ruso desde la filosofía especulativa hacia la acción subversiva resulta lógico si se tiene en cuenta que la Rusia zarista proscribía el pensamiento libre y que los círculos de debate filosófico eran poco menos que clandestinos. Bakunin, al alejarse de la autocracia rusa, pudo comprobar in situ la descomposición material e intelectual de la vieja Europa, a punto de derrumbarse, y ese choque racional con la realidad le hizo abandonar la abstracción, olvidando para siempre la metafísica y dejándose llevar por el torbellino de la revolución. Su apuesta por la vida real -por la verdad contenida en el devenir histórico- le llevaba a sumergirse en las revueltas populares contra el absolutismo monárquico con la intención de que rebasaran los horizontes burgueses.
Sus influencias, que van de Hegel y Comte a las tesis de la Primera Internacional (pasando por Proudhon), son fáciles de detectar en sus escritos, casi siempre circunstanciales, pero nunca hallaremos en ellos los elementos de un sistema susceptible de convertirse en doctrina o al menos en un manantial de recetas políticas intemporales o de respuestas para todo, aunque sí un método y una perspectiva histórica que proporcionaron coherencia a sus aportaciones y ahora estimulan inteligentes investigaciones.
Su contribución teórica más imperecedera ha sido la crítica del Estado, un hermano menor de la Iglesia que si bien venía determinado en su forma moderna por el modo de producción capitalista, a su vez se volvía la condición necesaria de dicha producción. Toda revolución que se detuviera en los parlamentos, es decir, toda revolución burguesa, desembocaba en el Estado, donde se organizaban los intereses de clase. El dominio de la burguesía se consolidaría incluso bajo la bandera del socialismo, pues la función de un gobierno “socialista” no sería la de desarrollar la libertad civil, sino la de desarrollar la economía de mercado, y, por lo tanto, redundaría en la explotación de los obreros y campesinos. Para que la revolución fuera social, los intereses de los oprimidos tenían que ordenarse de abajo arriba mediante la libre federación, sin burocracias ni concentración de poder: se debía prescindir de la política y abolir el Estado desde el principio,
En un siglo donde la revolución estaba a la orden del día, muchos eran los que pensaban que cualquier movimiento de los explotados que no persiguiera objetivos revolucionarios inmediatos acabaría por transformarse en instrumento de la burguesía. Las clases medias eran una cantera de intelectuales sin futuro, filántropos, intermediarios, desclasados y demás “explotadores del socialismo”, con los que se podía configurar un despotismo con pretensión de “científico” y bajo las apariencias de la representación popular. Según los postulados del socialismo parlamentario, las masas serían liberadas solo si se sometían a los dictados estatales obra de dirigentes iluminados por una doctrina infalible. La critica del Estado se completaba pues con una crítica de la casta política alimentada por él, y de los lugares comunes que conformaban el ideal burgués de servilismo voluntario: el deber ciudadano, las elecciones, el interés general, la representación delegada, las mayorías, el respeto a la ley…
En fin, destaca en Bakunin su visión profunda de la degeneración estatista de las revoluciones. Confiando ciegamente en la pasión creadora de las masas, en su fundamentada opinión la revolución no necesitaba jefes (aunque fuesen hombres de ciencia), ni vanguardias dirigentes, ni convenciones, ni tampoco gobiernos “proletarios”, peor si se revestían con poderes de excepción. La auto-organización de las masas servía de antídoto para la centralización estatal, fuente de la corrupción burocrática que a toda costa se quería evitar. El Estado proletario sería un sin sentido: necesariamente daría pábulo a la formación de una nueva clase privilegiada de expertos, funcionarios y hombres de aparato. Aunque su origen fuese obrero, dejaría de serlo en el acto; los obreros que gobiernan defienden intereses de clase ajenos al proletariado: los de la “burocracia roja”, la aberración más vil contenida en el comunismo “autoritario”. En poco tiempo el Estado absorbería toda la actividad social, la producción, el pensamiento, la cultura…, y con la ayuda de un contingente de fuerzas del orden regularía “científicamente” hasta el menor detalle de la vida cotidiana. El comunismo de Estado transformaría la revolución en un despotismo de la peor especie, que lejos de instaurar el reino de la igualdad y la libertad, entronizaría el dominio de una nueva burguesía más voraz y depredadora que la antigua.
La herencia de Bakunin, su testamento político, reposa en estas sagaces críticas.
Miguel Amorós, para el boletín del Centro Ascaso Durruti de Montpellier
1 de diciembre de 2020
Gran alma la de las personas que abandonan sus privilegios para seguir el camino de la verdad Bakunin es una de ellas y sus escritos transcienden el ejemplar devenir de su existencia. En concreto Dios y el Estado es un placer terapéutico para esta miseria intelectual en la que estamos inmersos.