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Revolución en Palestina

Es difícil escribir de Palestina y de los palestinos: para algunos la primera no existe y los segundos son terroristas, para otros se trata solo de una tierra en disputa, desgarrada por un conflicto que dura más de medio siglo y en el que se enfrentan dos civilizaciones muy distintas. Es difícil escribir de Palestina y de los palestinos porque la primera ha sido desmantelada en 1948 y después ocupada en 1967, mientras los segundos han sido heridos y torturados durante décadas, encarcelados en celdas de aislamiento (la franja de Gaza y Cisjordania) en lucha entre ellos por el control político. Entre los palestinos hay hombres, mujeres y niños que han dejado su tierra porque las condiciones de vida se habían hecho insoportables: los más afortunados emigraron a Jordania, donde han obtenido ciudadanía e igualdad de derechos, mientras muchísimos otros han huido a los campos de refugiados de Siria o Líbano, donde han sido masacrados y todavía son constreñidos a vivir al margen de la sociedad en condiciones inhumanas. Poco mejor ha sido la suerte de quienes han tomado el camino que conduce a los centros de permanencia temporal del mundo occidental.

Entre los palestinos hay hombres, mujeres y niños que desde antes de 1948 hasta nuestros días han sido y son todavía obligados a dejar las tierras confiscadas del Área C (completo control civil y militar israelí) y emigrar a las cada vez más restringidas zonas del Área A (administración civil palestina) y del Área B (administración civil palestina y control militar israelí). Y así, en la periferia de Belén, Nablús, Ramala, Hebrón y otras ciudades se han creado campos de refugiados de Cisjordania, que con los años han crecido en vertical –chabola sobre chabola– y han llegado a alojar a más de 25.000 personas por kilómetro cuadrado.

Los palestinos se dividen en categorías sociales y grupos étnicos: están, por ejemplo, las comunidades beduinas que en tiempos llevaban vida nómada en el valle del Jordán y a las que las autoridades israelíes han recluido ahora en pequeños guetos junto al ganado; están las clases acomodadas que trabajan en la exportación de materiales o que tienen parientes emigrados en Estados Unidos; están las pocas familias que constituyen la Autoridad Nacional Palestina y que planifican sus propios intereses junto al Estado de Israel; están los muchísimos padres de familia que trabajan en los asentamientos israelíes o en Israel, forzados a levantarse a las tres de la madrugada y a esperar horas y horas de cola antes de atravesar el puesto de control y presentarse a la hora en el lugar de trabajo; están las comunidades de pastores y campesinos que viven en aldeas rodeadas de asentamientos de colonos israelíes, en condiciones de precariedad material y de constante inseguridad: los militares pueden presentarse de un momento a otro y confiscar más tierras, o pueden incluso ordenar la demolición de las casas y la detención de hombres y niños.

La realidad heterogénea de la población palestina encuentra una especie de unidad en la fe en Dios y en las diversas prácticas de lucha contra la ocupación israelí, que van desde plantar un olivo en tierra confiscada hasta lanzar piedras contra los blindados israelíes, desde enseñar Historia en las escuelas hasta acoger al extranjero y ofrecerle un té.
An Nabi Saleh es una de las tantísimas aldeas de Palestina dividida entre Área B y Área C, forzada a contar con la expansión del asentamiento israelí de Hallamish y con la consecuente y sistemática confiscación de tierras y de olivos.
En 2009, cuando los soldados israelíes requisaron el manantial de agua con el fin de desviar su caudal al asentamiento de Hallamish, la aldea decide que ya no va a esperar a sufrir más injusticias y que ya no cree en procedimientos legales a la hora de reivindicar sus derechos, ni en la Ley Humanitaria Internacional, al servicio de los poderosos. Desde 2009, tras el momento dedicado a la plegaria en la mezquita, todos los viernes las mujeres, los hombres y los niños se citan en la plaza de la aldea y desde allí se dirigen en manifestación hacia el agua y las tierras confiscadas para reivindicar su presencia y su identidad.

“Cada viernes, poco después de la plegaria, An Nabi Saleh se transforma en un campo de batalla en donde los soldados israelíes masacran a los manifestantes y devastan las casas”, afirma Basem Tamimi mientras no sentamos en el porche de su casa, amenazada de demolición. Junto a él se sientan dos hombres no muy jóvenes, miembros también del comité organizador de las manifestaciones: activos en la resistencia desde los tiempos de la primera intifada, han estado todos presos al menos una decena de veces. Junto a ellos se sienta la mujer de Basem que, como otros 350 paisanos, lleva sobre el cuerpo las señales de la feroz represión israelí: el año pasado, al término de una manifestación, mientras volvía a casa, un soldado le destrozó una pierna a sangre fría y tiene que caminar con muletas. “Mientras sangraba en el suelo, recuerdo que el soldado me amenazó gritando que si me volvía a ver, me dispararía también a la otra pierna”. No se sientan junto a los resistentes y la mujer de Basem los 170 detenidos en las manifestaciones semanales, y actualmente presos en las cárceles israelíes. Entre ellos se cuentan quince mujeres y ochenta menores, once de ellos con menos de quince años en el momento de la detención. También están ausentes los hombres cuyos rostros aparecen en numerosas fotografías colgadas en las paredes de la casa de Basem: uno es el hermano de su mujer, muerto por los soldados, lo mismo que el otro. Son los mártires de la aldea desde 2009 a hoy: “las luces que iluminan el camino”.

An Nabi Saleh es una aldea que ha decidido resistir y hacerlo en primera línea, mirando a los ojos a la ocupación y desafiando a la represión. La manifestación ritual del viernes por la tarde, por lo peligrosa y reprimida constantemente con extrema violencia, abre un camino de libertad entre el sufrimiento del tirar para adelante, y participan hombres, mujeres y niños. “Hemos decidido seguir un recorrido común basado en el rechazo a ser víctimas”, comenta Basem: “Es importante que las diferentes categorías de la población estén unidas; solo de esta forma es posible armar una lucha popular que se transforme en revolución. A las mujeres les espera el papel más importante porque, además de arriesgar la propia vida, deben estar preparadas para encargarse de los niños ante la posibilidad no muy lejana de que los hombres sean detenidos o incluso asesinados por los militares israelíes. Deben ser muy fuertes”. Los jóvenes y los niños, nacidos bajo la ocupación y acostumbrados a una realidad hecha de armas y de soldados, son parte integrante del mismo proceso encaminado a construir la generación de la libertad. Bajo esta perspectiva, las manifestaciones rituales y la conflictividad cotidiana asumen un significado, en la superación del miedo y en la emancipación individual de las cadenas de la resignación y la esclavitud.

La piedra que se lanza contra los soldados en respuesta a sus proyectiles silenciosos –precisa Basem– es un desahogo liberador que se carga de valor simbólico y mantiene íntegra la identidad cultural de todo un pueblo.
El objetivo último del recorrido de lucha emprendido por la aldea de An Nabi Saleh y de muchas otras, es ciertamente el fin de la ocupación israelí de Palestina, pero la filosofía que subyace en este género de manifestaciones está lejos de la idea marxista de victoria final y toma del poder: la resistencia es de por sí revolución, y en cuanto tal se mantiene cíclica y constante, lista para luchar contra cualquier forma de autoritarismo, independientemente de su procedencia y de su apariencia. “Si no fuese así –concluye Basem– no sería más que la creación de una nueva ocupación, en contraste con los ideales de justicia y libertad”. Es de esta forma como la vida bajo la ocupación se concilia con una forma de revolución que actúa en el presente y que se mantiene en movimiento, contra la que nada puede la represión.

La construcción de esta tercera vía existencial a los juegos políticos y a la lucha violenta por el poder no puede, naturalmente, prescindir del contexto general e internacional. A tal propósito, Basem y los demás resistentes son muy escépticos a una posible Solución de Dos Estados, porque saben que no es en la idea de Estado donde se encuentra la respuesta, y porque están convencidos de que la construcción de nuevas fronteras no puede sino acrecentar el odio y las desigualdades: solo los pueblos libres y liberados pueden vivir juntos, en el derecho a la autodeterminación y en el respeto recíproco a las diferencias culturales.
El contexto internacional en donde surge la resistencia de An Nabi Saleh extrae enseñanzas de la Historia con el fin de aprender del movimiento y difundir la esperanza: “En nuestra resistencia nos referimos constantemente a la Primera Intifada y trabajamos para que la Tercera Intifada sea una revuelta global de los explotados contra los explotadores. Estamos convencidos de que nuestra lucha se tiene que integrar con todos los derechos en la historia del ser humano y en las luchas por la afirmación de su dignidad”.
En la espera viva, compete a los revolucionarios de hoy cultivar la esperanza y mantener fuerte el ideal que se concreta en el paradigma libertario de “Resistir para Existir”.

Argo

Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.326 (septiembre 2015).

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