“La ciudad colonial es un mundo cortado en dos, habitado por especies diferentes” – Frantz Fannon, psiquiatra caribeño y afrodescendiente, Los Condenados de la Tierra (1961)
El pasado 27 de junio, un gendarme pegó un tiro a bocajarro a Nahel Merzouk, un joven francés de 17 años de ascendencia argelina y marroquí, mientras éste se encontraba indefenso, al volante de un coche en el suburbio parisino de Nanterre. El vídeo de su asesinato a sangre fría generó una oleada de indignación por todo el país que se ha traducido en grandes protestas e incendios en decenas de ciudades. En los últimos días de junio y primeros de julio, miles de edificios públicos y coches ardieron. En respuesta, el Gobierno desplegó 40.000 soldados por la nación y 3.200 policías en París, más de 3.000 personas fueron detenidas y al menos un manifestante murió en Marsella por un proyectil de la policía.
Se trata de la oleada de disturbios y de enfrentamientos con la policía más grande desde el año 2005. En ese año, la policía mató a dos chavales que huían de ellos y el entonces presidente Nicolas Sarkozy lanzó una precampaña electoral con la seguridad y defensa de policía como hilo conductor. La juventud racializada y empobrecida estalló en cólera y el mandatario les llamó “chusma”, lo cual no hizo más que echar leña al fuego.
Historia de violencia policial en Francia
Las muertes por disparos de la policía son un verdadero problema en Francia, un país que suma 861 fallecidos por armas de fuego policiales desde 1977. Es decir, una media de unas 19 al año. Solo entre 2021 y 2022, 44 personas han muerto de esta manera. Esto es más que entre 2010 y 2015 inclusive (el año de los atentados de París en la sede de Charlie Hebdo y en la sala Bataclan, en los que la policía mató a los autores a tiros). Y es que desde que se reformó la Ley en 2017, favoreciendo el recurso a las armas de fuego en casos de no cooperación en los controles según la apreciación de cada agente, los gendarmes han matado, en cinco años, cuatro veces más personas por resistencia a la autoridad que en los veinte años anteriores.
Esta situación nos retrotrae al terrible año 1993. El 4 de abril, en Chambéry, Eric Simonté, de 18 años, fue asesinado de un tiro en la cabeza por un policía mientras permanecía esposado. El día 6, Makoiné M’Bowole, un zaireño de 17 años aparecía muerto también de un disparo en la cabeza en una comisaría de París. Ese mismo día, en Arcachon, Pascal Tais, de 32 años, moría de una paliza en comisaría. Esa misma semana en Tourcoin, un policía borracho le voló la cabeza de un disparo a Rachid, un joven de 17 años que se encontraba tendido en el suelo. En ese contexto, Charles Pasqua, ministro del Interior, llamó “terroristas” a quienes rompían la ley y prohibió cualquier manifestación. Pese a ello, miles de jóvenes salieron en distintas partes del país a protestar y esos hechos inspiraron la legendaria peli La Haine (Matthieu Kassovitz, 1995).
Racismo y exclusión en la Francia neocolonial
La rebelión de las últimas semanas, protagonizada por miles de chavales de origen migrante, ha sido señalada como ejercida por agentes externos a lo francés, por más franceses que sean quienes están en las calles. Una suerte de agentes infiltrados que vienen a acabar con la estabilidad del país, pese a que quemar cosas como forma de protesta es una costumbre bastante francesa, como nos demostraron las protestas contra la reforma de las pensiones de los últimos meses o la revuelta de los chalecos amarillos, por citar algunos ejemplos recientes. Y si bien algunos de los actos vandálicos contra objetos en esas protestas también fueron criticados por algunas personas, el nivel de virulencia no le llega a la suela del zapato a los ataques que han recibido los jóvenes racializados que han salido a quemarlo todo tras el asesinato de Nahel. Puro clasismo y racismo.
Aunque los disturbios también estallaron en las grandes ciudades, la contestación se centró en las banlieues, el espacio de vida y escenario del homicidio de Nahel. Las banlieues, barrios periféricos, son barriadas impersonales y feas, con forma de “donut”, donde a partir de los 60, tras el desmantelamiento jurídico de las colonias, se lleva almacenando a la inmigración pobre que proviene de estas latitudes – así como a sus descendientes, nacidos en Francia –. Zonas alejadas de los centros de las impresionantes urbes francesas, mal comunicadas y con pésimos servicios públicos. Sus habitantes, con razón, sienten que no son ciudadanas de pleno derecho; pese a la asimilación de las costumbres francesas. Y es que la mentalidad colonial francesa no se ha perpetuado solo a través de la escuela, la nostalgia imperial en la cultura popular y los discursos de los políticos. Se ha perpetuado también materialmente, mediante la creación de espacios segregados, donde se recluye al otro para no tenerlo cerca. Un otro que se percibe como bárbaro y peligroso y que acaba construyendo su identidad a partir de esa mirada externa y de las condiciones de segregación.
En las últimas semanas han proliferado los bulos y las desinformaciones sobre las protestas, con la clara intención de criminalizar todavía más a los manifestantes y estimular precisamente lo mismo que se denuncia, esto es, el racismo: videos de supuestos francotiradores negros, de blancos mutilados, de edificios ardiendo, noticias de policías, bomberos y familias asesinadas en los disturbios, una supuesta mano islamista, o hasta rusa, y una complicidad eterna de las izquierdas con los salvajes. Y, por supuesto, la teoría del Gran Reemplazo de la población blanca y cristiana europea por hordas de africanos y musulmanes. O por “manadas de negros”, como dijo Jorge Vestrynge hace unos años, buscando justificar, de manera incomprensible, el éxito de Le Pen en las elecciones galas.
En definitiva, las personas árabes, africanas, musulmanas o en general no blancas se ven amalgamadas en un enemigo abstracto, e interconectado, en el que los actos de cada una de millones de personas son atribuidas al conjunto. Es como si cada vez que un alemán matase a alguien fueran señalados como corresponsables todos los europeos. Es puro racismo llevado al absurdo, una pedagogía de la crueldad que alimenta la necropolítica del fascismo.
La extrema derecha es desde hace años un actor político importantísimo en Francia. Sus discursos impregnan cada vez más los de otros políticos y sirven para empoderar y legitimar a los grupos de choque neofascistas. Algunos de estos ultraderechistas han salido estos días a cazar árabes, negros y antifascistas en varias ciudades, tal y como confesarían algunos de ellos interceptados por la policía con varias armas de fuego en sus vehículos y matrículas falsas. En pocas ocasiones, estos grupos de neofascistas armados han actuado incluso en connivencia con la policía, como han demostrado y denunciado con material gráfico varios activistas estos días.
Y aquí se encuentra una parte de la sociedad, que prefiere el orden que le ofrece este combo habitual de nazis y policías que el de unos salvajes, pobres y morenos y sus amigos de izquierdas, que se pierden en explicaciones sobre el origen de todo este desastre en vez de enviar los tanques, limpiar las calles y meter a todos en la puta cárcel. La mayor victoria de todos estos fascistas es estar cosechando la aprobación de una parte de la sociedad, a la que le importa bien poco quien defienda su propiedad privada de los bárbaros. Incluso de la progresía reaccionaria, encarnada en personas como Vestrynge, que sueñan con una Europa de las libertades, que sirva de faro del mundo por su progreso e Ilustración, pero compuesta por personas civilizadas, blancas, orgullosas de sus tradiciones y sin necesidad de revisar el pasado colonial.
La normalización y aceptación del fascismo como garante del orden se nutre del miedo a perder una supuesta tranquilidad (vivienda, coche, trabajo fijo, prosperidad, etc.) que, en el fondo, la mayoría no tenemos. Por eso, el policía que asesinó al joven Nahel, que se encuentra en prisión preventiva imputado por homicidio imprudente, tiene ya más de millón y medio de euros recogidos en un crowdfunding organizado por Jean Messiha, un ex-asesor, de origen árabe, de Le Pen y actual asesor del fascista Éric Zemmour.
Mirar el fuego con fascinación en esta sociedad del espectáculo donde la viralización aturde todos los debates, deja fuera toda causalidad y estructura. Todo se explica con el origen, con la religión, con la cultura, en un ejercicio de esencialización que deshumaniza al otro. El mecanismo está ya muy bien aceitado, se repiten las mismas ideas, los mismos argumentos, en una ultraderecha que aprovecha el momento para ondear sus narrativas: el árabe como salvaje que mantener fuera del “jardín” europeo, la izquierda como cómplice necesaria de esta “invasión”, los antifascistas, enemigos de la decencia y los valores europeos, incendiando el país del lado del enemigo, y ya, para los más avanzados en el delirio, Soros y las élites globalistas conspirando para efectuar el gran reemplazo.
El presidente Macron, mientras tanto, obvia el papel que el racismo, la policía y el pasado colonial han jugado en los sucesos y recurre a explicaciones simplistas para explicar el estallido de violencia que sacude los suburbios: los videojuegos y las redes sociales. Por su parte, el Ministro de Justicia Éric Dupond-Moretti, haciendo uso del repetido mantra de que los “extranjeros” (es decir, no blancos) no saben cuidar bien de sus hijos, anuncia que habrá que revisar la patria potestad de muchos de los padres de los detenidos en las protestas. Explicaciones que no hacen nada por acabar con el racismo y que, por tanto, continúan allanando el terreno para la extrema derecha.
Este artículo es una amalgama de “Matar a un francés de origen árabe se premia con más de un millón de euros” de Miquel Ramos (Público), “Francia: la ciudad colonial engendra la revuelta” de Alfredo González Ruibal (Público), “Vivir quemados, incendiar Francia” de Sarah Babiker (El Salto), “Cómo Macron encubre la raíz de los disturbios de las banlieues” de Aldo Rubert (El Salto), “Detrás de la muerte de Nahel, la institución policial” (Contretemps) y “Francia arde otra noche más con gente en las calles” (Kaos en la Red)