París en 1968; Berlín y la plaza Tienanmen en 1989; Seattle en 1999; Atenas en 2008; la plaza Tahir en 2011, un poco más tarde ese mismo año la plaza del Sol y la de Catalunya, seguidas por Wall Street…
Periódicamente, sin que se manifieste regularidad alguna en cuanto a la frecuencia del fenómeno, ni que consigamos captar la más mínima regla de sucesión temporal, el horizonte social se quiebra de relámpagos que nadie había previsto un instante antes. Repentinamente, ya sea aquí mismo, o un poco más lejos, o en las antípodas, la triste y gris sumisión cotidiana se rompe y se transforma en potentes vientos de revuelta. Asistimos entonces a unas imprevisibles explosiones populares que animan nuestros corazones y que logran sacudir, o incluso resquebrajar en algunas ocasiones, los pilares de las instituciones dominantes.
El hecho mismo de que cada nueva explosión social nos coja desprevenidos debería hacernos reflexionar, tanto más cuanto que vamos a seguir experimentando sorpresas durante largo tiempo ¿o es que alguien se atrevería a aventurar con alguna precisión dónde y cuándo surgirá el próximo episodio que dejará su huella en la larga historia de las revueltas? Desengañémonos, sea cual sea nuestra perspicacia política el próximo episodio nos sorprenderá de nuevo y nos confrontará una vez más con el misterio de esta alternancia irregular y aparentemente caprichosa entre largas fases de desesperante atonía social y breves periodos de embriagadora efervescencia.
Se trata de un misterio que encuentra sin embargo alguna luz en las metáforas que solemos usar para representarnos las erupciones sociales. Una de las que acuden con mayor frecuencia a nuestra mente es la de un volcán que sólo proyecta por intermitencia el magma incandescente que arde continuamente en sus entrañas. Otras metáforas de las insurrecciones sociales aluden a los terremotos que sacuden repentinamente un suelo hasta entonces inerte, o remiten a los imparables tsunamis que se abalanzan bruscamente sobre las costas. Se trata, al igual que ocurre con los volcanes, de fenómenos ciertamente episódicos y escasamente previsibles, al menos con exactitud, pero que, sin embargo, hunden sus raíces en un movimiento continuo como es el del lento desplazamiento de las placas geológicas.
En todas estas metáforas que evocan las revueltas populares encontramos la idea fuerza de una continuidad de fondo, sorda y secreta, que da lugar sin embargo a manifestaciones episódicas, ensordecedoras y espectaculares. En realidad, la discontinuidad sería tan solo una apariencia, similar a la que evoca el curso del Guadiana: la sorpresa que experimentamos cuando el rio reaparece ante nuestra mirada no resulta sino de nuestra ignorancia o de nuestro olvido del recorrido subterráneo.
Nuestras metáforas más habituales sugieren que las explosiones sociales constituyen la brusca manifestación de un fuego que arde permanentemente en los más profundos pliegues de la historia, y que representan el resurgir episódico, incluso cíclico, de esa incandescencia a la que nos gusta imaginar bajo los rasgos de una aspiración colectiva a la libertad y de una resistencia subterránea contra el dominio.
Desde este punto de vista la metáfora del volcán no podría ser más sugerente. En efecto, tanto si son distantes como si se hallan cercanas en el tiempo las diversas erupciones de un volcán provienen de un mismo substrato que las alimenta todas, y que les confiere un carácter común por debajo de los numerosos aspectos que las diferencian. Lo mismo ocurriría con las erupciones sociales, más allá de su indudable diversidad todas descansarían sobre un zócalo común, y serían alimentadas por una misma dimensión de la condición humana: la revuelta milenaria contra la opresión, la humillación o la injusticia. En la medida en que todas las revueltas implican por definición un rechazo de las condiciones contra las que se alzan y, simultáneamente, una exigencia de transformación de esas condiciones, está claro que todas participan de una forma común y parecen compartir un mismo origen que recibe a menudo el nombre de descontento popular.
Una idea ampliamente difundida nos dice que las energías sociales necesarias para hacer surgir potentes movimientos de revuelta social se encuentran en estado latente en el cuerpo social, y que se liberan bruscamente cuando la voluntad de cambio, estimulada por un empeoramiento de las condiciones de vida o por el activismo militante, consigue crear situaciones de enfrentamiento directo. Cuando estas energías sociales irrumpen a la superficie el gran reto que deben afrontar los militantes consiste en conseguir que los movimientos de revuelta cristalicen, impidiendo que se diluyan velozmente. Se trata de lograr estabilizar sus potencialidades, consolidarlos, anclarlos en el espacio y en el tiempo para transformarlos así en trampolines que permitan llegar más lejos en el siguiente salto.
No obstante, en contraposición a las concepciones vehiculadas por las mencionadas metáforas, cabe preguntarse si las revueltas populares no constituirían más bien “creaciones” sociales en el sentido fuerte del término “creación”, es decir, “acontecimientos” que se crean ex-novo en el campo histórico social y que, por ser precisamente “acontecimientos”, no están totalmente pre-contenidos en las condiciones que anteceden a su existencia.
En efecto, si reflexionamos sobre lo ocurrido en Mayo 68, o sobre las ocupaciones de las plazas de Madrid o de Barcelona a partir del 15 de Mayo de 2011, vemos que las energías sociales que se despliegan en las grandes revueltas sociales no prexisten necesariamente al inicio de las movilizaciones. Es, más bien, como si surgiesen desde el interior de las propias movilizaciones y fuesen acompasando el posterior desarrollo de las luchas. Estas energías se constituyen en el seno mismo de las situaciones de enfrentamiento y es probablemente por eso por lo cual las grandes erupciones sociales tienen un carácter imprevisible y se presentan bajo los rasgos de la espontaneidad.
Pero cuidado, hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no implica en absoluto una denegación de causalidad. Obviamente, es necesario que se encuentren efectivamente reunidas ciertas condiciones antecedentes para que estallen revueltas importantes. En este mismo orden de cosas, el hecho de que revueltas similares estallen casi al mismo tiempo en regiones del globo relativamente distantes (véanse las múltiples revueltas del año 1968, o aquellas, en cascada, de los países árabes) indica claramente la presencia en todas esas regiones de condiciones previas suficientemente parecidas. Negarlo conduciría a atribuir esta casi simultaneidad al solo efecto de un fenómeno de contagio y de reacción mimética, lo cual no parece muy plausible.
Asimismo, hablar de acontecimientos, de imprevisibilidad y de espontaneidad no significa que se pueda prescindir del trabajo de agitación política y social, de la actividad de difusión de las ideas subversivas, o de la labor de preparación del terreno para futuras revueltas. Todo esto es imprescindible aun sabiendo que cuando estallen las revueltas estas sacarán su fuerza de ciertas características de su propio desarrollo más que de la previa preparación del terreno.
En este mismo orden de ideas, también es cierto que cada nueva revuelta encuentra elementos valiosos en la larga memoria de las revueltas anteriores, porque aunque las erupciones populares sean discontinuas parece que un hilo rojo las conecte entre sí. Sin duda, la marca dejada en el imaginario por las luchas anteriores alimenta las revueltas posteriores, sin embargo, por profunda que sea esta marca no basta para activarlas. Las personas no se lanzan al combate apoyándose sobre las huellas dejadas por las luchas pasadas sino que lo hacen porque reaccionan contra lo que perciben como una injusticia, una agresión o un abuso en el momento presente. En su inicio la movilización siempre nace como replica a una situación que ya no se soporta o ante un hecho que no se acepta, y solo posteriormente la dinámica que se instaura en este movimiento inicial le permitirá adquirir, o no, la amplitud suficiente para alcanzar el rango de acontecimiento histórico. El imaginario y la memoria se incorporan eventualmente al movimiento durante su desarrollo aportándole valiosos ingredientes, pero no lo crean ni presiden a su eclosión.
Dando por supuesto que las causas de la revuelta deben estar efectivamente presentes para que esta pueda estallar, aún permanece el interrogante sobre las razones por las cuales, aun estando presentes esas causas, la revuelta puede no llegar a producirse, o por lo contrario puede alcanzar una amplitud extraordinaria, o también, puede extinguirse rápidamente. Algunas de esas razones son fáciles de adivinar. Así por ejemplo, es obvio que la intensidad del control que ejerce un sistema de dominio en unas circunstancias históricas determinadas puede explicar que la revuelta no llegue ni siquiera a manifestarse, también es obvio que la contundencia de la represión puede hacer que esta se extinga rápidamente, y está claro por fin que la intensidad del descontento puede explicar su expansión, pero otros factores intervienen igualmente para propulsar o para inhibir la fuerza de la revuelta. Para intentar acotarlos puede ser útil distinguir entre dos grandes tipos de rebeliones.
Un primer tipo de rebelión es inherente al propio funcionamiento del sistema. En efecto, las luchas que transforman el descontento social en un enfrentamiento directo pueden ser masivas, duras, violentas, y, en el mejor de los casos, pueden hacer retroceder el poder político, arrancar ciertas concesiones a los poderes económicos, o incluso modificar el tablero político haciendo caer gobiernos y propiciando la convocatoria de elecciones, pero estas luchas solo son la expresión de la conflictividad social inherente al sistema, y se inscriben en la lógica de su propio funcionamiento. Un funcionamiento que esta hecho de una tensión y de una lucha permanente entre dominados y dominantes, con constantes reajustes de las relaciones de fuerza que presiden á la creación y a la distribución de las riquezas o a la toma de decisiones políticas. La revuelta se presenta entonces como un momento particularmente agudo de un conflicto de intereses que se encuentra en la base misma de nuestro tipo de sociedad y su desenlace toma la forma de una redistribución de los intereses en juegos que puede beneficiar o perjudicar a los actores de la revuelta según sea el resultado final de la fase de confrontación directa.
Una metáfora que ilustra bastante bien el juego reglado de las luchas sociales ancladas sobre los conflictos de intereses es la del flujo y el reflujo de las olas en las playas. La ola se rompe sobre la playa, retrocede unos metros y se adelanta nuevamente, incansablemente. El flujo y el reflujo de las olas sobre la playa, o el de las mareas si cambiamos de escala, es una imagen apreciada por quienes gustan hablar de fases de repliegue y de ofensiva del movimiento obrero. Es bien cierto que los avances y los retrocesos de ciertas luchas sociales miman el ir y venir de las olas y de las mareas, exceptuando su regularidad, pero esta imagen connota también la idea de una monótona repetición incapaz de trastocar el orden profundo de las cosas.
En este tipo de revuelta, que se expresa mediante la huelga o la manifestación callejera, el objetivo que se persigue consiste en dar la máxima visibilidad a un desacuerdo, en expresar colectivamente una exigencia, y en forzar un cambio que vaya en la dirección de satisfacer lo que se reclama. Toda la lucha se vuelca en la resolución del problema bien preciso que la ha provocado y se agota en ese objetivo. En este tipo de movimiento la expansión o no de la revuelta sólo depende, por una parte, de la intensidad del descontento social que la espolea y, por otra parte, de la intensidad de la represión ejercida para contenerla y eliminarla. Así, por ejemplo, la radicalidad y la amplitud de las movilizaciones que sacuden Grecia estos últimos meses dan la medida del altísimo nivel alcanzado por el descontento popular y solo la represión impide por ahora que consigan lo que exigen.
Sin embargo ocurre algunas veces que las luchas surgidas del descontento social propician el despliegue de una creatividad social que cuestiona y que hace tambalear la lógica misma del sistema. Se dibuja entonces un segundo tipo de movimiento de revuelta que se aparta del juego más o menos reglado de la conflictividad social suscitada por los conflictos de intereses. Podemos reconocer este segundo tipo de movimiento en los acontecimientos de Mayo 68, en el movimiento del 15 M, o, muy parcialmente, en la plaza Tahir, por citar tan solo algunos ejemplos.
Cuando se dibuja un movimiento de este tipo, vemos cómo las muchedumbres que invaden las calles y los lugares públicos no lo hacen sólo para protestar contra tal o cual agravio, o para exigir tal o cual medida, sino también para instituirse, o mejor, para auto-instituirse como un nuevo sujeto político. Este proceso de auto-institución que toma lugar en el seno mismo de las movilizaciones requiere que las personas se organicen, conversen, elaboren colectivamente un discurso político que les sea propio y que construyan en común los elementos necesarios para mantener en pie la movilización y para desarrollar su acción política. Eso exige que se haga trabajar la imaginación para crear espacios, construir condiciones, elaborar procedimientos que den a las personas la posibilidad de elaborar, por sí-mismas y colectivamente, su propia agenda al margen de consignas venidas de lugares exteriores al propio lugar de las movilizaciones.
Este trabajo de creación de un nuevo sujeto político toma entonces la delantera sobre las reivindicaciones particulares que han suscitado la movilización. De hecho, el paso de un tipo de movimiento al otro parece producirse cuando las situaciones iniciales de confrontación consiguen sustraer determinados espacios a los dispositivos de poder que los controlan, logran desbordar lo instituido, alcanzan a liberar un trozo de la realidad del poder que lo ha investido, creando de esta forma un vacío de poder en determinadas esferas sociales. En este tipo de situación se forman nuevas energías sociales que se añaden a las que provienen del descontento social inicial, estas energías se retro-alimentan, pierden intensidad por momentos para, en el instante siguiente, volver a crecer con más fuerza al igual que ocurre con las tormentas. El hecho de subvertir los funcionamientos habituales y los usos establecidos, de ocupar los espacios, de transformar los lugares de paso en lugares de encuentro y de palabra, todo eso activa una creatividad colectiva que inventa en cada instante nuevas maneras de extender la subversión y de hacerla proliferar.
Los espacios liberados engendran nuevas relaciones sociales que crean a su vez nuevos vínculos sociales, las personas se transforman, y se politizan, en muy pocos días, no superficialmente sino profundamente, con una rapidez increíble. De hecho, son las realizaciones concretas que se consiguen llevar a cabo, en el aquí y ahora de la lucha, las que consiguen motivar a las personas, las que logran incitarlas a ir más lejos, y les hacen ver que otros modos de vivir son posibles. Pero para que estas realizaciones puedan crearse es necesario que las personas se sientan protagonistas, que decidan por ellas-mismas, y es cuando son realmente protagonistas, y cuando se sienten realmente como tales, cuando se implican totalmente, lanzando todo su cuerpo en el desarrollo de la lucha y consiguiendo que el movimiento de revuelta se amplifique mucho más allá de lo que dejaba presagiar el descontento instigador de los primeros enfrentamientos.
Aun suponiendo que el análisis esbozado hasta aquí encierre algunos elementos razonablemente aceptables, éste no nos proporciona receta alguna para transitar desde el primer tipo de movimiento hasta ese segundo tipo que se corresponde más íntimamente con las concepciones y con los deseos anarquistas. Tampoco nos ofrece la menor indicación sobre las condiciones que deberíamos arbitrar para hacer que estos movimientos perduren en el tiempo. Todo parece indicar, al contrario, que su carácter volátil y efímero va a acentuarse a medida que se ensancha el ciberespacio y que proliferan las redes sociales basadas en los intercambios electrónicos.
Ya en el 2006 subrayaba en la revista francesa Réfractions qué: «… las luchas actuales tienen un carácter episódico y discontinuo. Efímeras y ampliamente imprevisibles las movilizaciones de masa surgen como unas erupciones que no resulta fácil descifrar… hoy en día los principales núcleos activistas surgen, puntualmente y sin estabilidad temporal, a partir de la esfera de los no organizados o de los débilmente organizados, de los no militantes o, a lo sumo, de los militantes intermitentes. »
Seis años después estas características se han acentuado aun más, y podemos arriesgarnos a aventurar que las grandes movilizaciones populares van a multiplicarse por el mundo, van a sucederse a un ritmo mucho más apresurado y que van a ser cada vez más imprevisibles. Una de las causas principales de esta proliferación y de esta aceleración se encuentra probablemente en el hecho de que la conexión permanente entre centenares de millares de personas, mediante Facebook y Twitter entre otras redes, dibuja los contornos de una multitud virtual que puede materializarse en cualquier momento con una rapidez inaudita.
No obstante, si las movilizaciones surgen con celeridad también se disuelven casi tan rápidamente como se constituyen. Es como si aquello mismo que hace posible la rápida creación de un movimiento de masa impidiese al mismo tiempo su estabilización y su consolidación sobre la larga y la mediana duración. Pero esto no debería sorprendernos porque la rapidez con la cual se forma hoy en día una movilización masiva se debe en parte al hecho de que se constituye sin infraestructuras previas, sin ningún anclaje fijo en el espacio, sin que exista un corpus de experiencias compartidas y una historia común. Se constituye en la fluidez de lo que se podría llamar lo inmaterial, llevado por las ondas por así decirlo, y esto mismo que favorece su rápida constitución se vuelve contra sus posibilidades de perdurar.
No hace mucho tiempo las grandes concentraciones tenían que ser convocadas por estructuras organizativas estables, sindicatos o partidos, arraigadas en el territorio y avaladas por una antigüedad suficiente, una vez lanzada esa convocatoria debía ser difundida por los militantes y los simpatizantes de estas organizaciones. Hoy la convocatoria puede provenir de otros lugares, y recurrir á otras cajas de resonancia que se revelan igual de eficaces y mucho más eficientes.
Pese a la enorme incertidumbre y a las fuertes dudas que siempre acompañan cualquier apuesta sobre el futuro, sigo convencido de que el ritmo de las revueltas va a ser cada vez más espasmódico, cada vez más imprevisible, y que éstas serán sin duda de muy corta duración porque las características de las sociedades actuales —velocidad, comunicación, conectividad, etc.— facilitan la eclosión de los movimientos de rebelión al mismo tiempo que los condenan a ser efímeros. Si este panorama político se confirmase, deberíamos afrontar con cierta urgencia al menos dos interrogantes.
El primero hace referencia a nuestra capacidad de adaptación a nuevas formas de lucha que desafían, por un lado, buen número de esquemas laboriosamente elaborados durante cerca de dos siglos de lucha por un cambio social radical y libertario, pero que, por otro lado, parecen congeniar con algunos de los principios libertarios más genuinos y demostrar su validez. ¿Cómo redefinir en este nuevo contexto la función de nuestras organizaciones, las modalidades de nuestras intervenciones, nuestro tipo de inserción en las revueltas, los ritmos de nuestros compromisos?
La segunda cuestión consiste en saber si las nuevas características de las revueltas sociales van a disminuir o a incrementar las posibilidades de poner en jaque el actual sistema social y forzar su transformación radical. ¿Estas nuevas características van a brindar un respiro a las fuerzas que controlan el sistema, van a permitirles afrontar los movimientos de revuelta en mejores condiciones, o, al contrario, van a crearles más dificultades, sembrar el desconcierto en sus actuaciones, y hacerles correr mayores riesgos de desestabilización?
El hecho de que debamos celebrar o lamentar en un futuro cercano la emergencia de estos nuevos movimientos dependerá, por supuesto, de las respuestas que reciban estos dos interrogantes, pero sean cuales sean las respuestas, todo parece indicar que las nuevas características de las revueltas van a definir durante un tiempo probablemente largo el contexto en el que se desarrollarán nuestras luchas.
Tomás Ibáñez