Un amigo mío tiene una anécdota, a la que ya me referí en cierta ocasión, cuando paseaba con su anciano padre por un céntrico barrio madrileño. Un hombre de cierta edad, al verles, dibujó una sonrisa en su rostro y se acercó a ellos, deseaba saludar a la persona que en cierta ocasión le ayudó en su actividad antifranquista. Hay que aclarar que el progenitor de mi amigo trabajó como sereno durante los últimos años de la dictadura. Para los más jóvenes, hay que recordar que este oficio, que creo que duró hasta finales de la década de los 70, consistía en una suerte de vigilantes nocturnos, que en algunas ciudades además se encargaban de abrir las puertas e incluso, en otros tiempos, del alumbrado de las calles. Por supuesto, no dejaba de ser otra forma de vigilancia social, de hecho iban armados con un chuzo y portaban un silbato para avisar a las autoridades en cualquier circunstancia sospechosa. En cualquier caso, el padre de mi amigo debe ser una buena persona, que de alguna manera ayudó a un vecino cuando la temible policía de la dictadura iba en su busca. Para sorpresa de mi amigo, que recordaba el rostro de aquel hombre con nitidez, hoy con el caso de Íñigo de Errejón en el candelero, ha descubierto que se trataba del padre del (ex)líder de Sumar o de Más País (y, antes, de Podemos). La anécdota me ha empujado a estar un poco más al tanto sobre el caso, el padre se llama José Antonio Errejón y todo ello me suscita una serie de reflexiones sobre la sociedad en la que vivimos (y que sufrimos). Vamos allá.
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Sociedad anarquista, criminalidad y castigo
«Es la sociedad la que hace a los criminales y vosotros, jurado, en lugar de golpearlos, deberíais emplear vuestra inteligencia en transformar la sociedad: así suprimiríais todos los crímenes, y vuestra obra, al atacar la causa, sería más fecunda que vuestra justicia, que se reduce a castigar los efectos» (Ravachol).