Jean-Pierre Duteuil (Réfractions 54, otoño 2025)
En los últimos años, la acusación de «¡fascista!» (o facha) ha resurgido por doquier. Desde opositores al pase sanitario que blanden carteles de «Macron fascista» y exigen nada menos que un nuevo juicio de Núremberg para él, hasta Bruno Retailleau denunciando una «deriva fascista de activistas que explotan la tragedia sufrida por los palestinos”; desde la candidata Kamala Harris, quien acusó a Donald Trump de fascista, hasta John Kelly, quien afirmó que Trump «encaja en la definición general de fascismo» (a pesar de haber sido jefe de gabinete de Trump entre 2017 y 2019), o Dick Cheney, el exvicepresidente neoconservador de Estados Unidos entre 2002 y 2009 (famoso por sus mentiras sobre las armas de Sadam Husein), quien, tras haber apoyado a Trump, ahora cree que nunca ha existido una amenaza mayor para el país; desde ciertos activistas trans que etiquetan a cualquiera que cuestione y critique la gestación subrogada como partidario del fascismo, hasta un sector de sionistas que cree que el más mínimo apoyo a los sitiados en Gaza es una señal de antisemitismo, las invectivas vuelan por todos lados. La confusión está en su punto álgido, pero hay que reconocer que tiene raíces profundas.
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