Anarquismo individualista en España durante la Dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República.

Tierra de nadie o tierra de todos

Una vez más, tenemos que hablar del proceso independentista en Cataluña, que además de encubrir problemas sociales y económicos, tan graves hoy como ayer, y para gusto de las clases dominantes, supone una mistificación política fundada en universos míticos patrioteros de uno u otro pelaje.

El título de esta entrada alude a un texto de Laura Vicente, aparentemente desesperanzador, con el que no podemos más que empatizar y suscribir al máximo. El proceso de independencia en Cataluña ha seducido a movimientos que se dicen revolucionarios, incluida una parte del anarquismo. Acudimos también, honestidad obliga, a la primera de las perplejidades de Tomás Ibáñez sobre los cambios ocurridos en tierras catalanas: si en el año que se originó en 15-M, un movimiento transformador cuestionaba las instituciones, no mucho tiempo después gran parte de él parece apuntalarlas, directa o indirectamente, incluidas sus fuerzas de seguridad (los temibles mossos). Por supuesto, podemos entender perfectamente el hartazgo de muchos sobre el Estado español, que además de adoptar la forma de una anacrónica monarquía, es tan represor como cualquier otro, monopoliza la violencia (uno de los padres de la sociología, Max Weber, nada sospechoso de ácrata, dixit), recorta derechos sociales y, para postre, es eminentemente corrupto. Por supuesto, rasgos que caracterizan también al Guvern catalán. A pesar de ello, insistimos, podemos entender que haya personas que preferirían vivir en una república catalana, pensando tal vez que suponga cierta transformación social, en lugar de en un aparentemente vetusto reino español. Recordaremos, por supuesto, que ambas son formas de un Estado, sin un contenido ideológico social determinado alguno, y que se encuentran obligadas a adoptar la lógica del mundo en que vivimos, dividido en fronteras, basado en la organización política del Estado-nación. Estas formas políticas están muy subordinadas, o más bien fusionadas en muchos aspectos, al sistema económico globalizado: el capitalismo. No hay que aclarar que, como antiautoritarios, solo podemos oponernos a toda forma de autoridad coercitiva, política o económica.

Hay que hablar, en primer lugar, de cuestiones semánticas. Se menciona, una y otra vez, la supuesta ‘independencia’ de una región, algo que tal vez explique esa ilusión sobre un proyecto verdaderamente emancipador. Sin embargo, hay que insistir en el ‘nacionalismo’ que adopta la forma de un proceso independentista. Un nacionalismo, que no es que no tenga nada que ver con el anarquismo, sino que en nuestra opinión hay que considerar uno de sus antagonistas. No deja de ser un sentimiento, un anhelo de la gente, aunque bien alentado desde el poder con la máscara democrática del derecho a decidir y a autodeterminarse. Hay quien no vincula el nacionalismo al poder político, pero la teoría y la práctica nos dicen lo contrario, y ese derecho de autodeterminación no lo es más que para un región con una institución estatal. El Estado-nación, como dijimos, es el órgano sobre el que se articula la organización política globalizada y el proceso catalán aspira a construirlo en forma de república. Sabemos, también por experiencia, que el sentimiento nacionalista anula cualquier proyecto social emancipatorio, ya que las clases dirigentes y privilegiadas acuden a él entre los sometidos para compartir la misma lucha y acabar logrando sus objetivos, que no son otros que afianzarse en el poder. Nuestra postura no habla de equidistancia, valga la aclaración, y desde aquí denunciamos la represión que realiza permanentemente, en nombre de la ley jurídica, el Estado español. Sin embargo, hay que denunciar igualmente a los que aspiran a crear una nueva institución estatal, que sin dudarlo mañana serán los nuevos represores.

A pesar de estas reflexiones, no por repetidas menos necesarias en nuestra opinión, la realidad es que parte del movimiento libertario parece haber visto una oportunidad en el proceso catalán e incluso haber alentado la participación en el susodicho referéndum. De nuevo pensamos, y no lo hacemos en nombre de ninguna pureza libertaria, que nada tiene que ver un proyecto anarquista con la falacia de una consulta electoral. No veíamos en aquel referéndum, salvajemente reprimido por un Estado consolidado que ve peligrar su poder, más que otra oportunidad para ejercer la desobediencia en forma de no participación. No se trata de ver o no a verdaderos anarquistas, en base a su actitud y compromiso social y político (cada cual se responsabiliza con sus propias decisiones, y todos tenemos derecho a acertar o a equivocarnos), se trata de saber si una determinada vía nos conduce a objetivos auténticamente libertarios. Lo sentimos por aquellos que no piensan así, pero no observamos ninguna oportunidad en el proceso de Cataluña, más bien todo lo contrario. Tampoco pensamos, cuando la gente proclama su derecho a votar, que se trata como dijo el clásico ácrata del «derecho a decidir el material del que están hechas sus cadenas». La realidad, al menos en este caso, es un poquito más compleja que eso. Y, atendiendo a la realidad, el proceso nos ha conducido a la terrible situación que nos encontramos en el momento actual. No solo acerca de los problemas sociales y económicos, tan graves ayer como hoy, además del intolerable nivel de corrupción, todo ello bien tapado por un proceso político mistificador adornado con mitos patrioteros de uno u otro pelaje. Además de ello, que no es poco, la terrible confusión revolucionaria, quizá más grave hoy que ayer, por no hablar de las consecuencias en las psiques y subjetividades.

Si bien insistimos en las consecuencias sociales y políticas del nacionalismo, quizá igualmente terrible es la deriva psicológica de gran parte de la población (tal vez, debería decir «las masas», concepto que anula toda individualidad, por lo que detesto incluso mencionar). Cualquier racionalidad, y toda profundización en el estado de las cosas, se dejan a un lado para apelar a las emociones más básicas fundadas en eso tan aterrador que es la identidad colectiva. No decimos que los sentimientos no sean necesarios, lo son y mucho, pero debidamente equilibrados por una buena dosis de racionalidad y de justo análisis social y político, material del que deberían estar hechos el compromiso y las convicciones no dogmáticas. El nacionalismo, sea catalán, español o de cualquier otra parte, parece sustentarse exclusivamente en las emociones, en la pertenencia en base a esa identidad colectiva, que por propia naturaleza es excluyente al dividir y enfrentar a unas personas con otras. Lo más gracioso, pero igualmente terrible, es que este análisis se ha realizado desde posiciones españolistas e igualmente nacionalistas. Se trata del tiempo de fraude y confusión en que vivimos en el que un nacionalismo se refuerza con otro, como hemos podido observar en la reciente celebración del 12 octubre. Es esa deriva psicológica, evidentemente patológica, la que debe explicar que se señale una y otra vez al que piensa diferente, y se le etiquete como ‘fascista’ en el caso del nacionalismo catalán (este apelativo se emplea una y otra vez, de una manera tan gratuita como imbécil). Lo observamos hace no mucho con Isabel Coixet, en el diario El País, y como se trataba de un medio españolista (los titulares constitucionalistas y monárquicos bordean ya el ridículo), tal vez pensamos que se exageraba un poquito. Ahora vemos casos como el de la compañera anarquista Laura Vicente, que con tanta tristeza y lucidez expresa, y no podemos más que estremecernos. Pues bien, amiga Laura, esa ‘tierra de nadie’ en la que te encuentras está más poblada de lo que piensas, y algún día la convertiremos en una tierra solidaria para todos, en un mundo justo, libre, diverso y, por supuesto, sin fronteras.

Capi Vidal

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