Arranca el nuevo año y muchos tenemos la sensación de que la sociedad española ha pasado página en relación a la pandemia. Seguimos observando —con cierta estupefacción, eso sí— las noticias sobre los rebrotes del virus en China, pero ya sin dramatismos, ya sin el miedo incorporado a nuestro día a día… Llegados a este punto, aún queda, claro está, la sensación compartida de que hemos atravesado una crisis social sin precedentes, de carácter mundial, que se ha llevado por delante la vida de miles de personas; una crisis, la provocada por el COVID-19, que ha puesto el foco en la fragilidad de un sistema cuyas costuras se han vuelto visibles, evidenciando de manera trágica las consecuencias de una gobernanza neoliberal que ha precarizado nuestra existencia, debilitando los sistemas de salud y deteriorando en grado sumo las condiciones de trabajo de la mayor parte de los trabajadores y trabajadoras.
Paradójicamente, si durante el confinamiento pudimos advertir la vastedad de los trabajos imprescindibles para el sostenimiento de la vida en común, valorando en su justo término el trabajo aportado por las limpiadoras, basureros, cajeras de supermercado, jornaleros, enfermeras, etcétera, pasada la tormenta no ha quedado ni el más mínimo rastro de las consecuencias positivas de ese desvelamiento puntual que nos permitió ponderar la importancia del quehacer diario de quienes alimentan nuestros cuerpos, limpian nuestras calles o cuidan de los más débiles, solo por citar tres ejemplos.
Por su parte, si echamos la vista atrás y revisamos la respuesta del movimiento libertario a la crisis del coronavirus, al menos en lo que respecta a España, observaremos que dicha respuesta fue bastante desigual: se estuvo donde se tenía que estar, desde luego, aunque no en todos los sitios donde se debió estar; algo que, pienso, tiene que ver con la debilidad del movimiento en su conjunto, pero también con nuestra escala de intereses, sin duda consecuente a nuestras líneas de actuación históricas y a la emergencia de algunos posicionamientos relacionados con las medidas puestas en marcha por el Estado para hacer frente a la crisis sanitaria.
En ese sentido, hay que valorar positivamente el hecho de que muchos militantes se volcaran en la creación y fortalecimiento de las redes de apoyo mutuo tejidas en los barrios, cubriendo huecos imposibles de atender por los servicios sociales dependientes de las distintas administraciones. En el ámbito laboral, tampoco podemos olvidar el gran despliegue de solidaridad puesto en marcha por los sindicatos de CNT, cuyos grupos de acción sindical se volcaron en atender miles de consultas, echando cables donde hacía falta y ayudando como se podía a todos los trabajadores y trabajadoras que llamaban a los sindicatos solicitando información. Finalmente, tampoco podemos olvidar el trabajo de comunicación de algunos colectivos que pusieron el foco en la crítica al securitismo y el refuerzo, por parte de los poderes del Estado, de los argumentarios criminalizadores de la protesta social.
Sin embargo, el mutismo de la militancia libertaria, de sus colectivos y organizaciones, ante el asesinato de miles de ancianos y ancianas desatendidos en las residencias, víctimas de los infames protocolos sanitarios y la estrategia gerontocida adoptada por las distintas administraciones para resolver la situación de estrés de recursos sanitarios, habla a las claras de cómo el edadismo ha permeado en nuestro sistema de creencias, retratando la insuficiencia de nuestro análisis social y evidenciando la estrechez, no solo de nuestra autonomía política, sino de nuestra capacidad de intervención en una situación de crisis multifactorial (algo que, como poco, debería hacernos repensar las estrategias esencialistas que conllevan el aislamiento de nuestro movimiento y sus integrantes).
Quede claro que lo anterior es una crítica asumida, para empezar, por el que esto escribe, y que podría hacerse extensiva al conjunto de las organizaciones políticas y sindicales de izquierda. Precisamente por ello, considero inopinable la exigencia de un debate en el seno de los movimientos sociales que aborde todas las cuestiones relacionadas con el proceso de envejecimiento, desbordando el legítimo interés por el sistema de pensiones y las residencias de mayores.
A partir de ahí, y por lo que respecta al movimiento libertario, sería interesante intervenir en este debate social, cuyas líneas maestras están siendo marcadas por los grupos de presión del capital privado (aseguradoras, bancos, empresas vinculadas a la sanidad privada…), para aportar una perspectiva revolucionaria, superadora, que señale la inanidad de algunas estrategias de mejora de la condición social de los ancianos que, por un lado, ignoran la cuestión de clase y, por otro, favorecen que las soluciones partan exclusivamente del ámbito especializado de la gerontología; una perspectiva, decimos, que interconecte las luchas contra el estado del malestar y acabe por situar la vida buena de la mayoría como aspiración prioritaria de nuestras sociedades.
Pero para ello necesitamos desencajar nuestra mirada de los debates de actualidad y retomar una agenda propia que, para el ámbito que nos ocupa, nos haga retomar la fecunda tradición de pensamiento demográfico vinculada al anarquismo, ampliando nuestro marco de intereses y apostando por la construcción de una estrategia de futuro que nos permita abrir caminos de esperanza. No podemos permitir —aquí tampoco— que nuestras condiciones de vida, también durante los últimos años de nuestra existencia, se vean determinadas por las consecuencias sociales de un sistema que valoriza a las personas en función de su capacidad de producción y consumo, orillando a las personas dependientes y despreciando la contribución social de sus cuidadoras.
Y es que, por mucho que se empeñen los propagandistas del fin de la historia en decirnos lo contrario, queda mucha tela que cortar en la batalla por el mundo que nos ha de suceder. Lo comprobamos a diario con la infinidad de luchas, silenciosas y olvidadas por los grandes medios, que sostienen por todo el planeta los grupos humanos que, contra todo pronóstico, han decidido no renunciar a construir su propio presente. Alimentar esas luchas, multiplicarlas si se puede, es responsabilidad de todos; como también lo es no abandonar en el camino a nadie.
Por Juan Cruz López, autor de Edades de tercera. Historia y presente de una vieja desigualdad (editorial Descontrol, Barcelona, 2022).