Esta semana, el medidor de vergüenza ajena en España ha subido considerablemente con la publicación de un manifiesto por parte de viejas glorias políticas en defensa del llamado rey emérito. El grupito de firmantes, con Alfonso Guerra a la cabeza, lo forma toda suerte, a diestra y siniestra, de exministros, expresidentes regionales, exdiplomáticos y otras gentes de mal vivir. Aseguran que los cuarenta años largos de «democracia» en este indescriptible país es «la etapa histórica más fructifera que ha conocido España», y creo que añaden «en la época contemporánea», tal vez debido a dejar a un lado por reaccionario respeto otros gloriosos tiempos. Como no podía ser de otra manera, dicho manifiesto vergonzante viene a ser una apología de la Transición y del llamado régimen de 1918 con loas a la modernidad del país y a los avances en materia política, económica y social, todo ello sustentado, dicen, en la libertad, la justicia y la solidaridad.
Cuando observo estas cosas, que vienen de gentes que sencillamente viven en otra dimensión vital y moral al haber acariciado cuotas de poder considerables, me ocurre lo mismo que con la curia romana: ¿creerán de verdad en esa fantasía que denominan Dios? Los firmantes juancarlistas, enrocados en su posición defensiva sobre las supuestas bondades de la llamada Transición, no escatiman en el uso de irritantes e insultantes tópicos. Así, insisten en hablar de esa etapa, principio y causa de este régimen democrático que padecemos, como de «reconciliación entre españoles» o de «gran acuerdo nacional». Los prestigiosos abajofirmantes insisten en la presunción de inocencia de Juan Carlos, pero obvian que la propia existencia de un monarca, amamantado además por un dictador, supone de facto que la justicia no es igual para todos. Además, muchos de los hechos imputados, que veremos si llegan finalmente a juicio, como es el caso de la evasión de impuestos, son probados y reconocidos por el propio protagonista.
Hay que tener muy poca vergüenza para salir en defensa de un fulano, erigido en Jefe de Estado nombrado por el genocida Franco, y afirmar además que ha sido el «baluarte de la democracia». Los últimos actos del emérito, con su huida a un régimen dictatorial como los Emiratos Árabes, sin respeto alguno por los derechos humanos, lo cual además de significativo, son propios de alguien cobarde y rastrero. Haya o no un procesamiento al Borbón, y dudo mucho que pueda llamarse justicia a lo que sufrimos, al menos va a tener el fin que merece a un nivel moral. Eso, claro está, para quien lo quiera ver sin falsedades vergonzantes en forma de manifiesto. Hay motivos para ser optimistas y pensar que el gran relato sobre la Transición democrática empieza a desmoronarse, y ello debe ser así a pesar de estos inefables firmantes, muchos de ellos precisamente ilustres protagonistas de esa etapa de fraudulenta transicción. De todos nosotros, a menudo olvidadizos e inconscientes ciudadanos de a pie, depende que todo esto no quede en un sonoro caso de corrupción económica más para que todo continúe más o menos igual.