El movimiento libertario había superado con resignación y constancia las habituales críticas de nostálgicos del anarquismo decimonónico, guardianes de las esencias revolucionarias e incapaces de evolucionar ideológicamente hacia posturas más abiertas a la participación institucional. No quiere esto decir que los ataques en nombre del pragmatismo y la modernidad no hayan sido constantes y machacones, pero al menos se resistía de la mejor forma posible y seguíamos con nuestros debates, luchas y proyectos más o menos utópicos.
Pero ha sido saltar a los telediarios y tertulias el tema del proceso catalán y ahí ya han empezado a producirse reacciones y posicionamientos de los más diverso y sorprendente. No es que la llamada cuestión nacional no haya tenido presencia en nuestras discusiones intelectuales durante el último siglo y pico, lo que ocurre es que la militancia libertaria tenía un bagaje cultural e ideológico mucho más denso y firme que en la actualidad, por lo que se podía aplaudir -e incluso apoyar- determinadas luchas de liberación nacional por la posibilidad que tales procesos ofrecían de sumar aspiraciones revolucionarias a la mera demanda de independencia política respecto a las metrópolis imperialistas.
Lamentablemente las emergentes clases dirigentes de esas nuevas repúblicas han ido cayendo inevitablemente en la vieja política, repitiendo muchas de las corruptelas e injusticias propias de las potencias ocupantes y permitiendo la continuidad de la dependencia, ahora mediante la colonización y la explotación económicas. Lo que demostraría lo certero de las prevenciones y reservas del anarquismo respecto al nacionalismo.
Esa experiencia no impide que desde el anarquismo se esté contra la opresión o la ocupación militar de cualquier pueblo, ni que no se apoyen solidariamente con ilusión los actuales procesos revolucionarios en los que se dan componentes de autonomía, horizontalidad y democracia directa. Me estoy refiriendo a los casos de Chiapas, Rojava (el Kurdistán sirio), las comunidades mapuches y otros pueblos indígenas y, cómo no, a fórmulas de autogestión social y económica que se han dado recientemente en diversos ámbitos de Grecia o Latinoamérica.
Desde luego que, por mucho esfuerzo mental y propagandístico que se haga, el caso catalán no se encuentra en ninguno de los estadios a que me he referido con anterioridad. Por supuesto que se ha de respetar la capacidad de la sociedad catalana (y la de todas las demás) para decidir su destino; sin excluir la elección del estado en que se integran o si -afortunadamente – no quieren estructura estatal y exploran nuevas vías de convivencia.
Era preciso decir esto porque, de no hacerlo, automáticamente sería encuadrado en el otro bando; en el del nacionalismo español que se envuelve también en la bandera y no acepta otro argumento que el de una historia tan idealizada y manipulada como la de cualquier nacionalismo. Tampoco quiero situarme ni que me sitúen en ese denostado espacio de la equidistancia. Cierto que tengo distancias con ambos proyectos, pero en unas cosas soy más distante con los unos y en otras más cercano a los otros.
No estar en Catalunya me aleja del debate que allí se está produciendo y me aconseja abstenerme de dar propuestas sobre asuntos que no me implican directamente. De lo que no creo deba privarme es del respetuoso discrepar con otras opiniones que sobre el llamado Procés se están dando dentro del único movimiento social y político en el que he militado en mí ya larga vida.
Es cierto que ver las calles llenas de gente exigiendo cambios nos produce gran alegría a todo el mundo (excepto a los opresores de cualquier signo) pero ese sano placer no puede llevarnos a prescindirse de un análisis riguroso de todo lo que rodea dicho fenómeno. Sobre todo si vemos que, en ese mismo período y lugar, convocatorias en defensa de las pensiones, de la enseñanza pública, de sanidad universal, del derecho a una vivienda, etc. no han tenido tan masiva respuesta popular.
Los gobiernos de Madrid y Barcelona han contribuido lo suyo (cada uno en una dirección) a la repentina y creciente conversión al independentismo de gran parte de la sociedad catalana. No dudo que haya nacionalistas convencidos, que llevan toda la vida luchando por el proyecto en el que creen, a los cuales respeto sin compartir sus ideas. He visto ya nacer suficientes nuevos estados como para temer objetivamente que sigan envejeciendo al poco de echar a andar.
Pero bueno, lo normal en un nacionalista es que quiera tener un estado, digamos propio. Lo que no parece tan lógico es que gente situada en la órbita difusa y cambiante del anarquismo, se deje llevar por el entusiasmo y poco menos que vea en un estat catalá, apenas embrionario, la revolución que en nuestra casa vemos tan lejana como siempre, o incluso más.
Y es que por mucha emoción que se vea en las manifestaciones, a pesar de la movilización permanente que se vive en territorio catalán, lo cierto es que no había razones fundadas para pensar que un proceso independentista donde, a pesar de las CUP, la voz cantante la llevan partidos conservadores pudiera representar un cambio verdaderamente revolucionario. Los últimos acontecimientos, con la aceptación de las elecciones convocadas por el odioso gobierno español parce que así lo confirmarían.
No obstante, considero que fue ejemplar y coherente la implicación libertaria y anarcosindicalista en la movilización popular; especialmente en la huelga general del 3-0, que los líderes del Govern intentaron boicotear con el paro de país urdido en comunión con el sindicalismo reformista. Sin duda fue un esfuerzo arriesgado por incluir otras reivindicaciones, mucho más directas, en las exigencias de la calle. A pesar del derrotero que ha tomado la lucha, ese día se demostró la capacidad de respuesta ácrata y la posibilidad de que haya nuevos estallidos sociales en Catalunya que, como en el 15-M y otras gloriosas ocasiones, sepan esquivar el control de los partidos políticos.
Mientras tanto, a seguir trabajando y construyendo pueblo organizado. El tren de la historia seguirá pasando… y cuando lo tomemos que sea portando billete con destino Autogestión.
Antonio Pérez Collado
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