Dwight Macdonald, autor de "La raíz es el hombre"

El anarquista que enviaba
 zapatos a Orwell

 Los compañeros de la Editorial El Salmón acaban de publicar el libro La raíz es el hombre, del crítico libertario norteamericano Dwight Macdonald (1906-1982). Se trata de un ensayo escrito en 1946, en el que trataba de confrontar críticamente los puntos débiles del marxismo, explorando para ello vías en las que más tarde ahondaría la Nueva Izquierda de los años 60: la crítica de la burocracia, la tecnología o el totalitarismo. Hemos creído interesante reproducir su prólogo.

«Todo el mundo tiene derecho a ser estúpido», escribió Trotski en 1938, «pero el camarada Macdonald abusa de este privilegio». Era la respuesta a un artículo publicado en la prensa trotskista estadounidense en el que Dwight Macdonald criticaba duramente la represión del alzamiento de los marineros y obreros de Kronstadt en 1921 contra el gobierno bolchevique, así como el papel desempeñado en aquellos sucesos por el entonces líder del Ejército Rojo. «El hecho de comenzar mi andadura en el trotskismo», recordaba el autor varias décadas después, «con una polémica sobre un asunto tan delicado, y nada menos que contra el gran maestre de la Orden, puede que fuera cuestión de ética, arrogancia, ingenuidad, una simple chaladura, o una mezcla de todo ello. Pero fue sintomático». Y, en efecto, revelaba muy pronto el carácter herético e independiente de uno de los intelectuales estadounidenses más importantes del siglo XX.

Dwight Macdonald (1906-1982) llegó muy tarde a la política. Su mujer, Nancy Rodman, le introdujo en los círculos marxistas de Nueva York a mediados de 1930, pasando a profesar un trotskismo heterodoxo que lo llevó a militar fugazmente en dos partidos izquierdistas minúsculos, y a participar en The Partisan Review, revista que compaginaba el antiestalinismo político con el rechazo a la pacata cultura oficial soviética: en sus páginas podían leerse poemas, relatos y ensayos de T. S. Eliot, Franz Kafka, Rilke, W. H. Auden, Alberto Moravia, Robert Musil, John Dos Passos, George Orwell, Hannah Arendt, Arthur Koestler, Rubén Darío, etc.

En 1943 Macdonald abandonó The Partisan Review. La participación estadounidense en el conflicto bélico dividió a la izquierda norteamericana, y a diferencia de los editores de la revista, que respaldaban a su gobierno, Macdonald no dejó de denunciar la guerra desde su postura pacifista radical. Así, unos meses después fundaría su propio periódico: politics. Cuentan que Macdonald había pensado en el nombre Radical Review («Revista radical») para la nueva publicación, idea que su amigo y sociólogo Charles Wright Mills encontró desastrosa, como le hizo saber en una carta:

«Por el amor de Dios, no la llames Radical Review. Elige un nombre más inocuo. Tal vez no te des cuenta de la cantidad de gente a la que espantarías con ese título… El radicalismo es fruto del análisis, y no de nombres o eslóganes. Muchas personas perderían sus puestos de trabajo si colaboraran con un periódico con ese nombre. Las revistas que más perduran y con mayor influencia tienen títulos sencillos».

Mills propuso a su amigo el nombre Politics (Política), y Macdonald no sólo aceptó su sugerencia, sino que decidió utilizarlo con pe minúscula, politics. Durante sus seis años de vida, de 1944 a 1949, politics ejerció una extraordinaria influencia dentro y fuera de Estados Unidos. Pese a lo limitado de su tirada -nunca mayor de cinco mil ejemplares-, la independencia intelectual de sus colaboradores, así como el carácter pionero de muchos de los temas tratados, dio a sus páginas un carácter único en la historia periodística de ese país.

En politics comenzaron su andadura jóvenes escritores que más tarde alcanzarían renombre internacional, como el ya mentado C. W. Mills o Paul Goodman. Dio a conocer por vez primera al público norteamericano a Simone Weil, Albert Camus, Nicola Chiaromonte, Victor Serge, Max Weber o Wilhelm Reich, además de autores que ya eran conocidos en círculos izquierdistas como George Orwell (quien mantuvo una estrecha relación epistolar con Macdonald). Y, con todo, el hecho distintivo de politics radicaba en la actualidad de las problemáticas que abordó. En 1968, Hannah Arendt lo explicaba en el prólogo que escribió para una antología que reunía varios artículos de la revista:

«Las inquietudes y perplejidades de una pequeña revista con una difusión que nunca superó los cinco mil ejemplares se han convertido en el pan de cada día de periódicos y revistas con una difusión masiva (…). La quema de las cartillas militares, el black power (por aquel entonces llamado ‘negrismo’), la cultura de masas, la futilidad política y militar de la ‘masacre con bombardeos’ [de la Alemania nazi]; el complejo militar-industrial (…) la ruptura de los procesos democráticos en las democracias (…) la cuestión de la responsabilidad por el horror de los campos de concentración nazis, tema que salió a la palestra mucho más tarde, a finales de los años cincuenta (…) Y he escogido estos ejemplos sobre la asombrosa relevancia de la revista sobre cuestiones políticas contemporáneas casi al azar (…). [politics] parece haber sido escrita previendo acontecimientos universales que aún no habían ocurrido. (…) ¿Cómo no sorprenderse por el hecho de que el temperamento de un puñado de escritores marginales de la izquierda de hace veinte años se haya convertido hoy en el ánimo dominante de toda una generación? (…) El historial radical de politics es admirable; de hecho, estaba tan ligada al futuro que a menudo su empresa se asemeja al ensayo general de la obra (…). politics (…) era radical en el sentido de retroceder y hacer revivir muchas cosas que pertenecen a las raíces mismas de la tradición estadounidense, pero también a las raíces de la tradición radical universal: la tradición de decir ‘no’, la tradición de la independencia, de un ‘pesimismo’ jovial en contraste con la tentación de la realpolitik, de la confianza en uno mismo, el orgullo y la confianza en la opinión propia. Estas cualidades distinguen al radical, que siempre permanece fiel a la realidad para ir a la raíz del problema, del extremista, que sigue sin vacilar la lógica de cualquier ‘causa’ que pueda abrazar en ese momento».

Las páginas de politics acogieron desde su primer número (febrero de 1944) crónicas demoledoras desde el frente de guerra. Cartas de algunos de los más de seis mil objetores de conciencia norteamericanos que fueron encerrados en campos de trabajo por negarse a formar parte de la maquinaria militar. Una columna desde la que se denunciaban casos de discriminación racial contra la población negra. El primer estudio sobre el impacto psicológico sobre los internos de los campos de concentración nazis, «Comportamiento en situaciones límite», del psicólogo Bruno Bettelheim (publicado en una fecha tan temprana como agosto de 1944). Un año después, con el número de agosto de 1945 ya en imprenta, Macdonald publicaba un editorial de última hora denunciando el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Merece ser citado in extenso:

«A las 9:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, un avión estadounidense arrojó una bomba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Desatando una explosión con la fuerza de 20.000 toneladas de TNT, la Bomba destruyó en un abrir y cerrar de ojos dos terceras partes de la ciudad, incluyendo, probablemente, a la mayor parte de los 343.000 seres humanos que allí vivían. No hubo previo aviso. Esta atrocidad nos sitúa a ‘nosotros’, los defensores de la civilización, al mismo nivel moral que ‘ellos’, las bestias de Majdanek. Y ‘nosotros’, el pueblo norteamericano, somos tan responsables de este horror como ‘ellos’, el pueblo alemán.
Todo esto es obvio. Pero debe decirse algo más. Ya que la bomba atómica vuelve más grotesco todavía el final de la mayor guerra de la Historia.
1. Los conceptos de ‘guerra’ y de ‘progreso’ han quedado obsoletos. Ambos sugerían unas aspiraciones, emociones, metas y conciencia humanas. ‘El mayor logro de la ciencia organizada en la Historia’, dijo el presidente Truman después de la catástrofe de Hiroshima; y probablemente lo sea, así como el peor logro de la ciencia organizada.
2. La futilidad de la guerra moderna ahora debería haber quedado clara. ¿No deberíamos concluir, con Simone Weil, que el aspecto técnico de la guerra representa hoy día algo funesto, independientemente de factores políticos? ¿Resulta acaso concebible que la Bomba pueda ser utilizada alguna vez ‘por una buena causa’? ¿Semejantes medios no implicarían de forma instantánea, per se, la corrupción de cualquier causa?
3. La Bomba es el producto natural del tipo de sociedad que hemos creado. Es una expresión tan relajada, normal y espontánea del American Way of Life como lo son los frigoríficos, los Banana Split o los coches de transmisión automática. No soñamos un mundo en el que la fisión atómica será ‘utilizada con fines constructivos’. Esta nueva energía estará al servicio de los gobernantes; cambiará su fuerza, pero no sus objetivos. La población debería considerar esta nueva fuente de energía con sumo interés: el interés de las víctimas.
4. Quienes manejan semejante poder destructivo no pertenecen a la Humanidad. Tal vez sean dioses, tal vez animales, pero no son hombres.
5. Debemos ‘tomar’ el Estado antes de que el Estado nos ‘tome’ a nosotros. Todo individuo que desee salvar su humanidad -y, en verdad, su propio pelaje- haría bien en empezar a tener ‘ideas peligrosas’ sobre sabotaje, resistencia, rebelión y fraternidad con todos los seres humanos. Ese estado de ánimo conocido como ‘pesimismo’ es un buen comienzo».

Tras el final de la guerra, Macdonald y su círculo de colaboradores trataron de sentar las bases teóricas de un nuevo radicalismo, inspirado en una tradición premarxista y libertaria. La sección «Ancestros» de politics sirvió para reconstruir una especie de canon radical que ofreciera alternativas al totalitarismo comunista y a la realpolitik socialdemócrata, dedicando monográficos al pensamiento de William Godwin, Max Weber, Proudhon, Alexander Herzen o Tolstói. La sección «Nuevos caminos políticos», por su parte, tenía como fin «criticar la ideología dominante hoy en la izquierda, toda ella marxista en mayor o menor medida, a la luz de las últimas experiencias». La tarea de encontrar un nuevo vocabulario político, un camino que explorara la noción griega de límite y examinara la tiranía de la Historia con hache mayúscula, recayó principalmente en Macdonald y en dos pensadores italianos radicales cuya obra se ha sumido en el olvido: Andrea Caffi y de manera particular Nicola Chiaromonte, exiliado antifascista en Estados Unidos, íntimo amigo de Macdonald y alma de politics; en una carta fechada en 1947, este último le decía: «He aprendido muchísimo de ti, Nick, tú has cambiado toda mi perspectiva intelectual (tú y la bomba atómica)».

Ya hemos mencionado la difusión reducida que tuvo politics. No obstante, el fuerte sentimiento comunitario forjado entre sus lectores, dentro y fuera de Estados Unidos, era excepcional. Hannah Arendt, en el texto antes citado, explicaba que ese sentimiento de camaradería se fundaba en el hecho de que Macdonald consideraba a los lectores de politics como sus pares intelectuales; así lo demuestra la publicación de las cartas que enviaban -en ocasiones muy extensas- y que Macdonald se encargaba de contestar cuidadosamente.

El ambiente de solidaridad que rodeaba a politics quedó patente con una campaña de envío de paquetes a Europa auspiciada por el matrimonio Macdonald en la inmediata posguerra. Ya antes habían promovido recogida de fondos para republicanos españoles y exiliados antifascistas, como Victor Serge, a quien consiguieron pagar su viaje de Francia a México. Pero la campaña «Paquetes al Extranjero», iniciada en octubre de 1945, fue mucho más allá. La revista se encargó de proporcionar a sus lectores los nombres de activistas y escritores antifascistas -«algunos de ellos», explicaba Macdonald, «acaban de regresar tras pasar varios años en campos de concentración nazis, y todos ellos han sufrido y luchado por nuestra causa. Son socialistas, trotskistas, anarquistas e izquierdistas de todo tipo»- que necesitaban ayuda urgente. Los lectores de politics, de forma directa o a través de los Macdonald, enviaron más de veinte mil paquetes que contenían comida, ropa, libros, revistas, etc. Uno de los destinatarios de estos paquetes fue George Orwell, quien a finales de 1946 escribía a Macdonald tras saber que pronto podrían enviarle un par de zapatos:


»Querido Dwight: Te estoy infinitamente agradecido por los zapatos. Acabo de escribir a mi agente para ver cómo hacerte llegar el dinero. Supongo que sería mejor esperar a ver si el primer par de zapatos son de mi tamaño, aunque creo que los números americanos son los mismos. Probablemente no habrá ningún problema si los envías junto con ropa vieja, como propones. Pero me han dicho que sería buena idea enviar el par de zapatos en paquetes separados, de forma que nadie querrá agenciárselos, a menos que en el muelle esté trabajando algún cojo».

El último número de politics apareció en invierno de 1949. La sensación de apatía y derrota se apoderó de los círculos intelectuales radicales en la década de los cincuenta, y Macdonald no fue una excepción. La mezcla de desánimo y escepticismo, que impregna las páginas de los tres apéndices que añadió en 1953 a La raíz es el hombre, puede apreciarse en su apoyo -crítico y resignado- a la intervención norteamericana en Corea como único medio para frenar el expansionismo soviético, o en sus declaraciones durante un debate televisado con Norman Mailer en las que afirmaba que, si le obligaban a elegir entre EE UU y la URSS, escogía el primero, postura de la que renegaría más tarde. Eran los años más duros de la Guerra Fría, y Macdonald dejó a un lado la política y se centró en la crítica literaria y cultural, faceta por la que más se le recuerda en la actualidad, en gran medida por sus estudios sobre la cultura de masas y la acuñación del término midcult -a medio camino entre la high cult y la mass cult-, un tipo de cultura industrial masificada, con pretensiones esnob, que consumía la nueva clase media.

Las movilizaciones contra la guerra de Vietnam y el movimiento de los derechos civiles en los años sesenta sacaron a Macdonald de su letargo político. Participó en multitud de charlas y conferencias a lo largo del país, así como en protestas y manifestaciones, como la famosa marcha al Pentágono de 1967 que inmortalizaría su amigo y discípulo Norman Mailer en Los ejércitos de la noche; Mailer no dudaba en señalar a Macdonald como el «maestro» de toda esa generación. Las enseñanzas de Macdonald quedaron plasmadas en los innumerables artículos y ensayos que escribió durante su vida, y el libro que tienes entre las manos ocupa, sin duda, un lugar prominente entre ellos. 
Escrito en 1946, La raíz es el hombre anticipó muchos de los temas fundamentales de la Nueva Izquierda de los ’60: la crítica de la burocracia, la tecnología o el totalitarismo soviético. Frente a la fe depositada por los progresistas -socialdemócratas o marxistas- en el centralismo del Estado, el crecimiento económico y el exceso de confianza en el progreso científico, Macdonald apelaba a la creación de un radicalismo fundado en la responsabilidad moral de los individuos, haciendo hincapié en el concepto de límite y en la creación de pequeños grupos que resistieran al poder del Estado y la tiranía de la Ciencia.

Puede que el título de la primera parte de este ensayo, «El marxismo está obsoleto», hoy día mueva a risa. Pero la suya no era sólo una revisión del marxismo, al que, en 1946, casi nadie osaba plantar cara sin pasarse a las filas de la reacción. Aunque ya no exista ese marxismo ortodoxo, sí que existe, y tiene mucha fuerza, lo que Macdonald denominaba liblabs, los liberal-laboristas, esos que consideran que «sólo los progresistas tienen derecho a la libertad, es decir, quienes estén del lado del ‘pueblo’ y de los ‘trabajadores'», y que adoran al Estado «siempre que esté de su parte». ¿Cómo no reconocer a esos viejos liblabs en quienes ahora dicen representar la «nueva política»? ¿En ese marxismo-populismo de nuevo cuño que se presenta como única alternativa al neoliberalismo salvaje, y cuyos lemas «Pan. Trabajo. Industria. Patria», además de remitir a las corrientes políticas más ignominiosas del siglo veinte, supone la incapacidad de reconocer la naturaleza opresiva del Estado y del desarrollo tecnológico?

La lectura de La raíz es el hombre es uno de los mejores antídotos contra la creencia de que el mejor modo de combatir un modo de vida alienante e insostenible es reforzar el entramado económico-científico-militar, dando una vuelta de tuerca más al poder pantagruélico del Estado. Explorar la senda marcada por Dwight Macdonald es hoy más necesario que nunca.

Salvador Cobo

Publicado en Tierra y libertad núm.345 (abril de 2017)

Deja un comentario