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El comercio del cuerpo

Definir el fenómeno llamado «pornografía» no es tan fácil ni simple como parece, inmersos como estamos en un torbellino de imágenes que invaden nuestro mundo consciente e inconsciente. Antes que nada, incluso si podemos identificar como pornográficas acciones y objetos, históricamente se trata de imágenes, fijas o móviles, que tratan del cuerpo fuertemente sexualizado y de acciones que representan o realizan uniones sexuales generalmente no visibles en la vida cotidiana. La circulación en imágenes de estos comportamientos, pasando del ámbito privado al público o por lo menos ampliamente accesibles, es considerada negativa y por ello hasta hace pocas décadas era reprimida y condenada. La característica «pornográfica» de estas imágenes cambia según el grupo social y la cultura local, pero en cualquier caso se refiere al modo en que son percibidas, derivándose de esa forma diferencias más o menos grandes en su definición, tanto que en algunos casos el sentido negativo se atenúa, mientras en otros se acentúa, dependiendo de las imposiciones moralizantes de los discursos hegemónicos locales. Se plantea el problema de la universalidad del fenómeno.

En las regiones septentrionales de Perú se desarrolló, entre los siglos II y VII, la sociedad mochica, con una cultura muy desarrollada tanto arquitectónica como artísticamente, conocida hoy por el gran público por las vasijas, de uso espiritual y cotidiano, que representan escenas de sexo con muchas variantes de posturas y géneros. A su descubrimiento y difusión a mediados del siglo pasado, siguieron las acusaciones de pornografía, tanto a la sociedad mochica como a la difusión de las imágenes en el momento del descubrimiento. Al final, la censura ocultó las imágenes y las vasijas, sobre todo las de tema homosexual. Un caso similar, aunque mucho más sonado, sucede con la valoración que la Unesco ha dado a los templos indios Chandela, particularmente al de Khajuraho, erigido por una dinastía india en torno al año mil de nuestra era, junto a muchos otros, de los que sobreviven una veintena. El motivo del escándalo, más en el mundo occidental que en el indio, no es otro que la presencia de esculturas a lo largo y ancho de las diferentes paredes externas que representan escenas de acoplamiento sexual, con múltiples variaciones, constituyendo un kamasutra realista expuesto a la vista de todos visitantes, creyentes y transeúntes.

Parece evidente, sobre todo por la percepción cotidiana de las imágenes sexuales, que en las dos sociedades citadas la visión no producía escándalo, e incluso podía servir de ejemplo en que inspirarse. Algo similar sucede también en el pasado occidental, aunque no explícitamente sexual, de manera que la visión de los cuerpos desnudos no suscitaba tanto escándalo, reproduciéndose en templos e incluso en libros de rezos. Como esto sucede incluso en sociedades actuales no occidentales (por ejemplo, los yanomami de la selva amazónica no tienen problemas con el cuerpo desnudo), la conclusión a la que llego es que la visión del cuerpo censurado, y por ello convertido en objeto de misterio negativo, tiene que ver sobre todo con el Occidente moderno (el caso islámico merece otras interpretaciones) pudiéndose seguir el hilo conductor, que parte de la mujer/virgen del alto Medievo, virgen pura para mirar y no tocar, hasta la Reforma protestante y la Contrarreforma estratégicamente elaborada por el Concilio de Trento e impuesta a la cristiandad por la nueva Iglesia católica y por su Inquisición, del siglo XVI en adelante. Así, si este razonamiento vale algo, cualquier discurso sobre la «pornografía» está contextualizado dentro de la modernidad occidental, con el emerger de un nuevo sujeto masculino heterosexual dominante, y de su correspondiente subalterno, la mujer esposa y madre recluida en casa y en la iglesia, contrapuesta a la mujer pública, prostituta. De hecho, es de la reducción de la mujer a su solo cuerpo, para parir o dar placer al hombre, de donde toma fuerza e impulso el comercio de su imagen, sobre todo en el siglo XIX, con la subida al poder de la burguesía.

Dado que los procesos históricos y sociales no son nunca lineales, hay que considerar que a la transformación del cuerpo de la mujer en objeto pornográfico sigue y se desarrolla, de alguna forma en paralelo, una nueva sensibilidad hacia el placer y el erotismo, en parte ya teorizada desde el siglo XVI, pero con un desarrollo consistente en el Siglo de las Luces, parejo a las críticas de la Iglesia católica: del Decamerón de Boccaccio a las Fábulas libertinas de La Fontaine, pasando por las novelas eróticas iluministas, hasta Sade y, finalmente, la gran producción de literatura erótica que llevará dramáticamente a la Psychopathia sexualis de Richard von Krafft-Ebing, pero también a Sigmund Freud y a Wilhelm Reich. Por un lado, la sexualidad pecado se convierte en enfermedad y, por otro, el erotismo ilustrado se hace, en contrapunto, promesa de libertad. En este contexto, no hay que olvidar que si bien la circulación de imágenes para uso privado tiene casi como protagonista exclusivo a la mujer, durante la segunda mitad del siglo XIX comienzan a circular también fotografías de hombres para uso de un sector de la población, sobre todo masculina, coincidiendo este nuevo fenómeno con la organización de círculos uranistas de cariz homosexual, junto a la aparición de literatura más o menos de circulación pública destinada a ellos.

La referencia a la fotografía aquí es particularmente importante dado que, como diría Walter Benjamin, la representación de imágenes sobre un soporte material entraba en la época de la «reproductibilidad técnica», permitiendo la difusión de manera cada vez más amplia y a bajo coste, proceso que aumentará exponencialmente cuando sea posible reproducir incluso imágenes en movimiento. De aquí el paso a la creación de revistas de desnudos femeninos y de cine será fácil, hasta incluir internet y los sitios publicitados explícitamente como porno. Pero este paso no habría sido posible si, junto a la evolución técnica del medio de circulación de las imágenes, no se hubiese producido una ruptura de época en la forma occidental de ver el cuerpo: el 68 y la «revolución sexual», con sus ribetes de utopía, drogas y rocanrol… De golpe, todo el mundo se pone a hablar de sexo, menos quienes lo practicaban y, naturalmente, como se podía prever, el cuerpo femenino es finalmente «libre» para ser usado por la publicidad. Y ahora internet, que permite «vivir» en modo virtual cualquier fantasía sexual hasta desembocar en la realidad de la violencia sexual, real y no solo virtual, sobre las mujeres.

Contra estos procesos represivos han sido las mismas mujeres quienes han reaccionado de manera cada vez más fuerte, creando movimientos de mujeres y, en algunos casos, autoorganizándose frente al silencio, no digo de la derecha, que no tiene interés en cambiar la realidad de la opresión, sino de la autodenominada izquierda, histórica y no histórica; hasta la sospecha de que los movimientos libertarios mismos no se han tomado en serio el problema, puede que inconscientemente (esperemos) deslumbrados por la retórica comunistas de que cambiando las estructuras, ¡el resto vendrá solo!

Hemos de reflexionar sobre todo esto, y ojalá sea recuperando la idea subversiva del cuerpo liberado, erótico y no pornográfico, no solo de la mujer sino también del hombre, bloqueado este por siglos de superestructuras identitarias y de género que le impiden vivir en libertad el placer de su cuerpo y de los cuerpos de los demás, no importando finalmente su género.

Emanuele Amodio

Publicado en Tierra y libertad núm.343 (febrero de 2017)

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