Me cuesta mucho reflexionar sobre un acontecimiento cuando estoy inmersa en él, soy lenta, tengo la negativa impresión de que me encuentro en una «pecera» y solo veo lo que hay dentro de ella perdiendo la dimensión del exterior.
Las mujeres acostumbramos a estar muy pegadas a la realidad cotidiana, no porque nuestra biología lo marque así, sino por las normas ancestrales (los hilos con los que hemos sido tejidas), impuestas por el patriarcado. Estas normas de control para que miremos corto, tienen una ventaja: difícilmente nos despegamos de tierra y cuando se produce alguna situación convulsa y desastrosa, acostumbramos a ver enseguida qué necesitamos para hacerle frente aunque sea con pocos recursos.
La Guerra Civil española nos proporcionó miles de testimonios de cómo las mujeres sostuvieron a las familias (incluida la familia de ideas) con sus «cuidados» y con sus trabajos precarios y, a la vez, participaron en la retaguardia y en la revolución con palabras y no con armas (entre otras cosas porque los hombres decidieron que la revolución no llegaba tan lejos como para cuestionar el monopolio masculino de las armas). Los campos y el exilio nos proporcionan muchos testimonios en la misma dirección.
Esta pandemia dicen que es una «guerra», lo dicen los líderes políticos (ya sabemos que hay pocas lideresas), lo dicen ufanos los militares (también hay pocas militaras), lo dicen los expertos y expertas. Una «guerra» especial, sin duda alguna, no vemos al «enemigo» y quizás por eso en lugar de movilizar a la población, como ha ocurrido en todas las guerras, nos desmovilizan, nos confinan y nos aíslan en casa.
El COVID.19, el temido «enemigo», ha desmantelado casi la separación en dos espacios en que se ha basado el discurso de la domesticidad impuesto por las revoluciones burguesas: el espacio público más masculino que femenino incluso hoy, el espacio privado (o doméstico) más femenino que masculino. De pronto, vemos con miedo y aprensión el espacio público, algo con lo que las mujeres estamos acostumbradas a vivir puesto que han tejido nuestros mimbres con la «cultura de la violación». Y en consecuencia el espacio seguro es el doméstico, no solo para las mujeres sino también para los hombres. Me parece que en ese espacio las mujeres nos movemos mejor que ellos (y no por esencialismos que me horrorizan, sino porque las normas de dominación impuestas a las mujeres nos han confinado históricamente en dicho espacio) porque los «cuidados» siguen estando mayoritariamente en nuestras manos. Dejo para otro día cómo es la convivencia en ese espacio, a veces muy pequeño, pero no puedo dejar de mencionar que ese espacio se ha convertido en una ratonera para las mujeres y otras personas que sufren maltrato.
El espacio público se ha reducido mucho pero en las calles se ha incrementado la presencia de las fuerzas de orden público (mayoritariamente masculinas), incluso fuerzas militares, que ahora sí, sin disimulo, nos vigilan y controlan. Y hemos descubierto que los «sectores esenciales» urbanos, en gran parte, están en manos de mujeres, la mayoría con sueldos y condiciones de trabajo precarias y con un componente relevante de mujeres racializadas, muchas veces sin papeles.
El predominio de las mujeres entre el personal sanitario es clamoroso, sobre todo en las categorías inferiores. Feminizado está también el sector de limpieza (qué espectacular ver a las mujeres que limpian las tribunas del Parlamento donde la mayoría de los que hablan son hombres). Mujeres son también las cajeras de supermercado, las reponedoras, las farmacéuticas y sus empleadas, muchas de las que están en los quioscos de prensa, las cuidadoras de ancianos y ancianas en las residencias, el servicio doméstico, la prostitución, etc. Otros sectores, en honor a la verdad, están en manos de hombres como es el caso del transporte y del sector primario.
¿Todo esto quiere decir que el patriarcado se derrumba? ¿Qué habrá un reconocimiento específico a estas mujeres mal pagadas y normalmente invisivilizadas, más allá de los aplausos de las 20 h.? No lo creo. Ojalá me equivoque.
La preeminencia universalmente reconocida a los hombres se afirma en la objetividad de las estructuras sociales y de las actividades productivas y reproductivas, esas estructuras de dominación son producto de un trabajo histórico de reproducción al que contribuyen unos agentes singulares (entre ellos los hombres, con unas armas como la violencia física y la violencia simbólica) y unas instituciones entre las que la familia y el Estado ocupan un lugar preeminente.
Para quien quiera (o pueda) ver, la división sexual del trabajo de producción y de reproducción, biológico y social, confiere al hombre la mejor parte y la pandemia lo visibiliza. Pero a la vez, las dominadas aplican a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el punto de vista de los dominadores, haciéndolas aparecer como «naturales». De esta manera nos volvemos a meter en la «pecera» y las dificultades para ver lo que tenemos delante, como decía Orwell, son enormes y desvelan los problemas con que cuenta la rebelión contra los dominadores.
¿Esto quiere decir que esta rebelión es imposible? No, pero no resulta nada fácil que las dominadas dejen de adoptar el punto de vista de los dominadores. Entre otras cuestiones hay que poner la mirada en desarticular el mantra de los dominadores de reconocer como universal su manera de ser particular. Las normas con que se valora a las mujeres no tienen nada de universales, avanzaremos en la medida en que no colaboremos en su aplicación. La pandemia nos da una oportunidad para «ver» lo que tenemos delante, asumir los riesgos de que nos acusen de que justificamos el orden establecido e intentar desvelar las propiedades por las cuales las dominadas y dominados (mujeres, clases trabajadoras, racializadas/os, ancianas/os etc.), tal y como la dominación los ha tejido, contribuyen a su propia dominación.
Para desmantelar esa contribución a la propia dominación, repaso algunos de los aspectos que veo delante de mí, a riesgo de dejarme otros muchos porque soy consciente de que reflexiono desde la «pecera» intentando ver más allá de sus paredes.
Me parece que como personas debemos prestar atención al nuevo totalitarismo que el COVID.19 está acelerando pero no ha creado, ya estaba en marcha. Y en esa línea, para resistir hay que enfrentarse a la tecnología que facilita llegar a la monitarización global. La tecnología puesta al servicio de las personas (si existe) ha de prestar un servicio previo de contrarrestar todos los pasos ya dados, y por llegar, en esa dirección.
Otro campo de acción está relacionado con cómo combatir el miedo y otras reacciones emocionales que van a agitar los gobiernos para la aceptación de la monitarización global o similar. El miedo apabulla, abruma y paraliza, es un buen método para el control. Nos han preparado para ver «enemigos» en otras naciones, en otras personas (migrantes, racializadas, etc.), en otras sexualidades, en las personas pobres, en las OTRAS en definitiva. Cuando el «enemigo» es un virus tendemos a reaccionar con esos mismos parámetros.
Tenemos que transformar el miedo en deseo de resistencia y para ello deberíamos encontrar y construir recursos de acción desde lo que tenemos a nuestro alrededor y contando con nuestras realidades cotidianas. Estos recursos de acción solo pueden ser expresión de un deseo vital para responder al desafío de esta época, algo que surja de los cuerpos, mejor diría de las vísceras.
Desde mi parecer no deberíamos centrarlo en un futuro hipotético, en un «mundo nuevo» en el que el neoliberalismo, el capitalismo o el patriarcado se derrumben, algo que me parece improbable. Me parece mejor opción partir de lo que tenemos, del presente y no de un supuesto futuro emancipatorio, desechar las máquinas de esperanza en el futuro que tantas distopias nos han proporcionado y centrarnos en responder desde los deseos vitales, desde los cuerpos a los desafíos actuales.
No parece una propuesta muy esperanzadora pero como feminista y anarquista es la que me resulta más atractiva para vincular mi compromiso a la lucha contra las sociedades de control, o «nuevo totalitarismo», que veo fuera de mi «pecera».
Laura Vicente