El Estado, para la visión anarquista, supone la imposibilidad de que la sociedad se base en la cooperación entre iguales; se trata de una institución que trata siempre de someter a la sociedad bajo su tutela y arbitrio. Puede decirse que cuanto mayor poder tenga el Estado, menos tiene la sociedad y viceversa.
Kropotkin considera que el Estado supone la más peligrosa concentración de poder en la sociedad y el mayor enemigo de las clases oprimidas; como es sabido, el autor de El apoyo mutuo se esforzó en poner ciencia y teoría al servicio de la praxis revolucionaria, por lo que no pudo dejar de analizar la génesis y el desarrollo de la institución estatal. En una conferencia, pronunciada en 1897 y publicada dos años más tarde, como ampliación del prólogo realizado en 1892 para el folleto de Bakunin La Comuna y la noción de Estado, llamada El Estado. Su rol histórico, rechaza en primer lugar la identificación que tantos autores han realizado entre sociedad y Estado. Sin embargo, Kropotkin tampoco identifica necesariamente el Estado con el gobierno, ya que aquel supone, no solo la colocación de un poder por encima de la sociedad, también «una concentración territorial y una concentración de muchas funciones de la vida de las sociedades entre las manos de alguno (o hasta de todos)».
Comprendido esto, se explica por qué Kropotkin gusta de aquellos modelos históricos (la polis griega, la comuna medieval..) en los cuales no estaba eliminado el poder, sino diluido y minimizado gracias a la Asamblea Popular; la existencia de una red de vínculos horizontales, por una parte, en una unidad territorial y la concertación de lazos federativos, por la otra. El paradigma del Estado procede para Kropotkin de la antigua Roma, ya que de ella procedía todo: la vida económica, el ejército, las relaciones judiciales, los magistrados, los gobernadores, los dioses… Todo el imperio reproducía en cada región la centralización procedente del Senado y, posteriormente, el poder omnipotente del César.
Puede decirse que para la concepción histórica de Kropotkin, la historia de la humanidad se divide en dos opciones: la imperialista o romana y la federalista o libertaria. Sin embargo, para comprender la naturaleza y evolución del Estado, es preciso abordar en primer lugar el gran problema del origen de la sociedad humana. Kropotkin no dejaba de reconocer que la teoría del contrato social había servido como importante arma para acabar con la monarquía de derecho divino; a pesar de ello, rechazó todo idea contractualista. Frente a todo estado humano previo a la sociedad, Kropotkin recoge la herencia aristotélica al considerar al hombre un «animal social» y a la sociedad humana como una realidad primaria, no como un derivado de una asociación basada en una supuesta asociación libre.
El hombre, al igual que la mayoría de los animales, ha vivido siempre en sociedad, tal y como Kropotkin trata de demostrar en El apoyo mutuo; el desarrollo del intelecto se habría producido en las especies más sociables. El hombre no ha creado la sociedad, sino que nace ya en ella; el punto de partida de la sociedad sería el clan y la tribu en los primitivos, de los cuales se habría hecho un conveniente retrato de pueblos feroces y sanguinarios, pero el estudio de su vida comunitaria demuestra lo contrario. Kropotkin observa en aquellas sociedades primitivas una emergente moralidad tribal y una serie de instituciones; aunque existían directores y guías, tales como el hechicero o el experto en las tradiciones de la tribu, tales cargos eran solo temporales y no permanentes, ya que habrían sido creados para una tarea muy concreta. Tal y como recogerán antropógos posteriores a Kropotkin, así como los estudios contemporáneos de Pierre Clastres, en aquellas sociedades no existía alianza entre el hechicero y el jefe militar, por lo que no había entonces una forma de Estado.
Por ejemplo, Margaret Mead en Sexo y temperamento en las sociedades primitivas (1973) escribe lo siguiente:
«Cuando el trabajo es una amigable colaboración y las luchas guerreras cuentan con una organización tan insignificante, los únicos dirigentes que la comunidad necesita son para ceremonias de gran envergadura. Sin dirigentes, sin otras recompensas que el placer diario de un poco de comida y algunos cantos con compañeros, esta sociedad podría vivir muy tranquilamente, pero no tendría oportunidad de celebrar ceremonias. Y el problema de la dirección social los arapech lo conciben no como la necesidad de limitar la agresividad y refrenar el afán de posesión, sino como la necesidad de forzar a algunos de los hombres más capaces y dotados para que, en contra de su voluntad, tomen sobre sí la responsabilidad de organizar algunas ceremonias realmente entusiasmados que tendrán lugar lugar ocasionalmente, es decir, cada tres o cuatros años o incluso a intervalos más largos. Se da por descontado que nadie quiere ser el jefe, el ‘hombre importante’. Los hombres importantes tienen que que planificar, iniciar intercambio, tienen que farolear, fanfarronear y vocear, tienen que alardear de lo que han hecho y de lo que harán en el futuro. Los arapach consideran todo esto como un comportamiento antipático, difícil, como la clase de comportamiento en la que ningún hombre normal caería, si pudiese evitarlo. Es un papel que la sociedad impone a unos pocos hombres en ciertas ocasiones admitidas de antemano».
Los bárbaros que invadieron Europa, a comienzos de nuestra era, desde el norte y el este, mezclados a la vez entre sí, acababan de salir de esa fase primitiva que duró milenios. Aquellos pueblos que inundaron Europa, empujándose unos a otros y mezclándose recíprocamente, perdieron su conciencia como tribus primitivas y sus lazos antiguos para ver nacer nuevos vínculos basados en la posesión comunal de la tierra, dentro de un territorio sobre el cual una determinada aglomeración acabó por fijarse. Así, nace la comuna, en la que el cultivo se realiza en común, aunque el consumo se realizaba ya por familias; era un órgano soberano en el que la costumbre hacía las veces de ley y la asamblea suponía la única corte de justicia.
Para Kropotkin, por encima del derecho romano, las instituciones que ofrecen garantías a los derechos del individuo proceden de ese derecho consuetudinario de los bárbaros. Las comunas respondían a la mayor parte de las necesidades del ser social, por lo que surgieron dentro y fuera de ellas múltiples asociaciones de apoyo mutuo, las guildas, las cuales se confederaron de forma paralela a las propias comunas. Sin embargo, al asentarse y establecerse las tribus en el territorio del imperio romano, se constituyeron comunidades de agricultores y pastores, los cuales empezaron a delegar la defensa de sus tierras y de sus personas en ciertos individuos, a los cuales podemos llamar guerreros profesionales, rodeados de una pequeña banda de aventureros o bandoleros. Aquellos defensores comenzaron a acumular riqueza, ofrecieron regalos a los que quisieran seguirlos y se echaron así las bases de un poder militar.
Kropotkin denuncia que la mayor parte de la historiografía se empeña en hacer remontar a Roma todas las instituciones, ignorando o pasando por alto la revolución comunalista del siglo XII. Se produce así la negación de la vida social debido al derecho romano, basado en la centralización, en el patriarcado y en la propiedad privada; para Kropotkin, romanos y bizantinos son mucho más bárbaros que los que se ha considerado pueblos bárbaros, en los cuales se dio en gran medida un sistema basado en el apoyo mutuo, en el trabajo colectivo y en la propiedad común de la tierra. Tal y como se expresa en El apoyo mutuo, el municipio o ciudad medieval tiene su origen, por una parte, en una asociación de comunas rurales y, por otra, en una red de guildas y confraternidades. Las ciudades libres, entonces, estuvieron formados por vastas confederaciones de, a su vez, federaciones de comunas.
En ocasiones, este proceso federal y confederal se produce por un desarrollo natural de la vida, pero en otras es una auténtica revolución contra el señor feudal, el obispo o el reyezuelo; el movimiento se extenderá por Europa en el tiempo de un siglo. Aunque presentaron, como es lógico, rasgos diferentes según la zona, lo que las caracterizaba es una unidad basada en la libertad frente a todo imposición realizada desde arriba (en su versión moderna, sometimiento a ley o autoridad). Es curiosa esta visión de Kropotkin sobre el medievo, opuesta en gran medida a la de la Ilustración, aunque no negara la realidad del feudalismo y de la servidumbre; esas ciudades libres, formadas por federaciones de barrio y de gremio, y confederadas a su vez con otras, es la forma no estatal por antonomasia muy próxima al ideal del comunismo libertario que desarrollará Kropotkin. Aunque este autor confiará en el progreso, en la ciencia y en el desarrollo tecnológico, pondrá de relieve la creatividad del artesano medieval, la belleza y perfección de sus obras, así como el gozo estético que producen en el productor y en el consumidor, frente la mecanización alienante, la inmediatez y la precipitación que gobiernan el trabajo de los modernos obreros de la industria. Incluso, los conflictos que se produjeron en las ciudades medievales, al producirse entre iguales los interpreta Kropotkin como un esfuerzo de innovación y progreso frente a unas guerras entre Estados que tienen como objeto anular libertades, someter al individuo y acabar con la libre iniciativa.
Es en el siglo XVI, cuando los modernos bárbaros, los auténticos para Kropotkin, comienzan a destruir la civilización del medievo: sujetan al individuo eliminando sus libertades, le obligan a olvidar las uniones basadas en la libre iniciativa y en la libre inteligencia, y se ponen como objetivo nivelar la sociedad entera en una misma sumisión ante un dueño (Estado y/o Iglesia). Para Kropotkin, los modernos bárbaros son los que dan lugar al Estado: la triple alianza del jefe militar, el juez romano y el sacerdote. El inicio de la moderna nación/Estado está en la incapacidad de las ciudades libres para liberar a los campesinos del feudalismo, así como el fin de las polis griegas tiene su origen en la persistencia de la esclavitud. En el siglo XII, los futuros reyes no eran más que jefes de pequeños grupos de bandoleros y vagabundos, los cuales se acabarían imponiendo con habilidad y usando la fuerza y el dinero; recibieron el apoyo de una Iglesia, siempre amante del poder.
En el siglo XVI, y salvo algunas resistencias en las que Kropotkin sigue viendo la lucha de clases y el afán de una sociedad libre y comunista (el hussismo en Bohemia y el anabaptismo en Alemania), el europeo que unos siglos antes era libre, federalista y no buscaba remedios en la autoridad se convierte en todo lo contrario bajo la doble influencia del legista romano y del canonista. Así nace la institución estatal para Kropotkin, en oposición a la historiografía liberal y universitaria, la cual presenta el Estado moderno como una obra del espíritu unificadora de lo disperso y conciliadora de los antagonismos existentes en la sociedad medieval. Por el contrario, para Kropotkin, se acaba con una servidumbre para reconstituirla nuevamente bajo múltiples formas nuevas, así como se inaugura una igualdad que solo quiera la sumisión al Estado; en el siglo XVIII, al menos la mitad de las tierras comunales pasarán al clero y la nobleza para un siglo después consumarse la propiedad en manos privadas.
Como es sabido, Kropotkin y los anarquistas denunciarán que esta evolución estatista, así como la educación que preconiza, ha llevado a que incluso los que se denominan socialistas y revolucionarios vean en el proceso un progreso hacia la igualdad y la modernidad; todos los recursos de nuestra civilización, la ciencia y la psicología incluidas, se colocaron al lado de ese ideal centralizador y autoritario. Fiel a su criterio biológico y evolucionista, Kropotkin considera que el Estado se desarrolló gracias a la función que tuvo que desempeñar de aplastar toda comunidad de hombres libres e iguales, por lo que no puede esperarse nada diferente de él. En oposición a Marx, considera que el Estado no funciona mal porque esté gestionado por burgueses o capitalistas, sino que es lo que es por su génesis y desarrollo histórico, por lo que no puede ser nunca una palanca de emancipación social. Sobre las acusaciones de utopismo o ingenuidad que se hace a los anarquistas, no existe un juicio definitivo, ya que en este análisis del Estado han demostrado en gran medida estar en lo cierto. Kropotkin, y diríamos que el anarquismo en conjunto, no tiene una visión teleológica ni se arrodillan ante la historia, buscan modelos válidos en el pasado, sobre las bases de la libre iniciativa y la libre federación de intereses, y con el objetivo de una sociedad sin clases y sin un gobierno central, confiando igualmente en el futuro.
Capi Vidal