El anarquismo es una óptica: su ideario, más que un conjunto de teorías y prácticas de libertad que varían con el paso del tiempo, es una forma de ver y proyectar al ser humano y la sociedad en relación a su pasado, presente y porvenir. Las más grandes obras teóricas elaboradas por anarquistas constituyen extensos tratados que interpretan la vida humana desde una perspectiva sociológica, geográfica, biológica o histórica, siempre enfocándose a la relación con el medio y a las formas políticas de cada sociedad. Los seis tomos de la magna obra “El Hombre y la Tierra”, de Elíseo Reclus; la tríada kropotkiniana constituida por “El apoyo mutuo; un factor de la evolución”, “La moral anarquista” y “La conquista del pan”, y concluida por “Ética: origen y evolución de la moral”; y, por supuesto, “Nacionalismo y Cultura”, de Rudolf Rocker (imagen), obra que, por cierto, fue alabada por Thomas Mann, Albert Einstein y Octavio Paz.
Este amplio corpus teórico en ningún caso constituye una interpretación unívoca del hombre y el mundo. Más bien, el factor común que podemos encontrar en ellos es su enfoque para interpretar las grandes y pequeñas preguntas de la humanidad. A través de una postura crítica frente a la “ciencia” que colabora con el Poder, se sitúa desde lo humano mismo, para pensar desde allí sus proyecciones culturales y políticas dentro de las sociedades que cubren el globo. No se trata de otorgar validez histórica al anarquismo, sino más bien de descubrir y pensar la sustancia que lo hace posible.
En este sentido, las afirmaciones que realiza Rudolf Rocker en el quinto capítulo del segundo libro de “Nacionalismo y Cultura” sobre la vida política y cultural de la Grecia Antigua son de vital importancia para comprender la composición de las raíces anárquicas, pues no podemos omitir la influencia que ejercieron los griegos sobre Occidente, tanto en la Antigüedad como en el Renacimiento. En dicho capítulo, Rocker señala que:
(…) la grandeza espiritual de la cultura griega es indiscutible. Una cultura que pudo influir tanto tiempo, en los dominios más diversos, sobre la totalidad de los pueblos europeos, y cuya fuerza insuperable no se ha agotado todavía, aunque sus representantes han desaparecido de la historia hace ya dos mil años, puede, incluso, ser fácilmente sobreestimada, pero difícilmente negada.
La lectura de Rocker señala que no podemos negar el denominado “genio helénico”, ya que “apenas se encuentra otro período en la historia que pueda señalar una vida espiritual tan elevada y tan multiforme”.
Si bien la sociedad griega contenía grandes defectos –como fue el caso de la esclavitud, el rol femenino o la forma en que constituyó su democracia –, sería un error considerar que estas características eran aceptadas por toda la cultura griega como algo propio de la naturaleza. Nada más errado. Bastaría acercarse a los textos de Aristóteles para encontrar la diferencia entre aquellos que creían que la esclavitud era propia de la naturaleza y los que pensaban que la naturaleza había hecho libres a todos los hombres. Los ejemplos son varios: uno de ellos, quizás el más interesante, se expresa en el libro II de la “Política” de Aristóteles, donde el discípulo de Platón argumenta que “Mandar y obedecer no sólo son cosas necesarias, sino también convenientes, y ya desde el nacimiento algunos están destinados a obedecer y otros a mandar”. ¿Era esto una verdad para todos los griegos? Por ningún motivo. Gracias al mismo Aristóteles tenemos noticias de un olvidado filósofo llamado Alcídamas de Elea, retórico discípulo de Gorgias que habría definido la filosofía como una “una catapulta contra las leyes”. Alcidamas, a diferencia de Aristóteles, señaló que “Dios hizo libres a todos los hombres; a ninguno la naturaleza lo hizo esclavo”, demostrando con esto que las tradiciones sociales, aún sostenidas desde el “derecho natural”, pueden ser enjuiciadas, criticadas y abolidas. Así hubo varios casos, sobre todo en la línea más crítica al platonismo y al aristotelismo, como lo fue desde las escuelas cínicas, estoicas y, en parte, sofistas, entre el siglo V y III antes de nuestra era. Una anécdota, de hecho, que es muy interesante es la que narra el escritor grecolatino Dión de Prusa (o Dión Crisóstomo, siglo II D.C.), donde el filósofo cínico Diógenes voltea los argumentos a favor de la esclavitud basándose, entre otras cosas, en que el bien supremo es aquel que poseen los pájaros, a saber,“carecer de propiedad privada”, y que en este caso sería no poseer personas ni bienes innecesarios.
Desde esta óptica, el conocimiento de la cultura griega no puede plantearse desde la común historia que nos han inculcado, donde algunos pensadores y gobernantes parecieran ser los únicos protagonistas de una antigua y diversa cultura que se desarrolló en el Mediterráneo. Al contrario. Existió una amplitud inmensa en la península de los Balcanes y sus regiones aledañas, que reflejan aquella “fecundidad intelectual y espiritual” que tanto llamó la atención de Rudolf Rocker. Por ende, las condiciones que posibilitaron una vida elevada y multiforme es lo que debería ocuparnos al momento de estudiar a la Grecia Antigua, en cuanto la proyección del ideal ácrata consiste, claro está, en la reunión de formas múltiples. En este sentido, Pedro Kropotkin observa, en su libro “Ética: origen y evolución de la moral” que “toda la vida de la Grecia de entonces, formada por pequeñas repúblicas independientes, fue dominada por la sed de conocer la naturaleza y de estudiar el mundo merced a los viajes y a la colonización. Todo esto sirvió para fortalecer la negación del poder del uso y de la fe y para la emancipación del espíritu”. Es decir, la descentralización del Poder, mediante pequeñas repúblicas independientes, es un importante factor que ayudó al fecundo progreso griego: “Cuanto más ilimitado se extiende el poder del Estado en la vida del individuo, tanto más paraliza sus capacidades creadoras y debilita la energía de su voluntad personal”, interpreta por su parte Rudolf Rocker.
La multiformidad de la cultura helénica se puede comprender desde una perspectiva espacial (presente en la geografía anarquista), donde es posible que surjan, por ejemplo, los poetas “desarraigados”, como aquella Safo que cantó a las pasiones amorosas, o Alceo, cuya poesía era un grito violento contra la tiranía y, al mismo tiempo, una celebración al vino. Poetas, artesanos de la palabra, que sin duda nos hablan de la libertad y de la emancipación del espíritu.
Sin embargo, la cultura griega decayó ¿Por qué motivos? Por haber destruido aquella estructura política, social y cultural que persistía gracias a la descentralización del poder. Alejandro Magno, en ningún caso, fue el gran propagador de la cultura helénica. Al contrario, según el análisis de Rocker, “bajo su dominación y la de sus sucesores, se cegaron las fuentes de la vieja cultura griega”, porque, si bien se vivió un tiempo de la antigua vida griega, no se volvieron a desarrollar nuevos valores, ya que “la unidad político-nacional mató la fuerza creadora de la cultura helénica”.
La Antigua Grecia, en su nacimiento, apogeo y muerte, nos legó un conjunto de enseñanzas sobre el espíritu creador, la libertad del pensamiento y, sobre todo, de las formas en que la política, hecha técnica de dominación, atenta contra las capacidades que aguardan dentro de todas y todos nosotros.
Ulises Verbenas