Debo decir que cuando se me propuso hablar sobre la educación social en el anarquismo, no tenía una idea muy clara de lo que se pretendía que expusiera en este congreso o debate(1). El tema es suficientemente amplio para que se pueda enfocar desde muy diferentes puntos de vista y con criterios ciertamente dispares. Por ello, y con el fin de tratar de unificar este asunto, me he decidido por hablar de la cultura anarquista, aunque con esta expresión no me voy a referir únicamente a las manifestaciones culturales del anarquismo. Más adelante explicaré detalladamente qué entiendo decir al emplear esta expresión y los motivos que me mueven a ello. Ahora citaré las opiniones de dos expertos en esta materia refiriéndose a los estudios sobre el anarquismo. El primero es un sociólogo argentino, Christián Ferrer, el cual, en un brillante ensayo sobre el movimiento ácrata afirma:
Y todavía está poco rastreada la influencia radial que el anarquismo tuvo sobre intelectuales y sobre otros grupos sociales, entre otros, sobre individualistas de toda suerte, liberales, anticlericales, sobre los bordes del marxismo, el elitismo estetizante, la bohemia, sobre los manifiestos estéticos de sectas vanguardistas, sobre la floración radicalizada de la izquierda de los años 60, y en el rock y el punk, sobre las tendencias libertarias en el movimiento de derechos humanos y en el de la disidencia en los países soviéticos, el pacifismo antimilitarista, el reclamo al uso placentero del propio cuerpo, el movimiento de liberación de los animales y el ecologismo radical de la actualidad. Se diría que el anarquismo construyó una porción importante del plancton que hasta el día de hoy consumen los cetáceos del movimiento social, incluso algunos que todavía tienen que madurar del todo. La historia cultural del anarquismo es un yacimiento que todavía puede ser explorado fructíferamente. ¿Cuál fue su modo de existencia específico? ¿Cuáles sus invenciones éticas? ¿Cuáles las relaciones entre sus prácticas modeladoras de la existencia y la imaginación política de su época?(2)
Aunque la cita es un poco extensa, valía la pena traerla a colación, porque nos va a servir como hilo conductor en nuestra propia exposición.
El segundo personaje que deseo que dé su opinión es el conocido historiador Álvarez Junco. Al hacer la reseña crítica de un libro sobre el anarquismo en la Segunda República, después de descargar todas sus baterías contra esta ideología, exponía a modo de conclusión:
Quizás este libro marque el momento de emprender otros caminos, o bien usando fuentes distintas o explotándolas de manera diferente: pasar de la ideología, las instituciones y las pugnas políticas a la sociabilidad (los lugares de reunión, las asambleas, los procesos informales de tomas de decisiones), la vida diaria (la conducta sexual, por ejemplo: ¿qué sabemos, de verdad, de lo que significaba para los anarquistas el “amor libre”?, ¿qué sabemos de las relaciones padres-hijos?), la alimentación (formas de abastecimiento durante la guerra), la cultura, el mundo mental… El libro de Julián Casanova es un excelente trampolín para dar ese salto.(3)
Estoy por completo de acuerdo con estas reflexiones, aunque matizándolas un tanto con mi opinión de lo que particularmente entiendo como cultura anarquista, que paso rápidamente a explicar sin más dilaciones.
La oposición de la ideología anarquista a toda forma de autoridad, obligaba indefectiblemente a sus seguidores a construir los espacios sociales y políticos necesarios para sustituir las tradicionales formas de representación jerárquica, como por ejemplo el Parlamento o cualquier otra institución autoritaria, de las cuales voluntariamente se apartaba.
Para ello, desarrolló lo que serían sus tres frentes de lucha principales: el frente revolucionario, el educativo y el cultural, con los cuales se intentaría crear ese sustrato imprescindible para poder modelar la sociedad que deseaban y poder desplegar ampliamente su estrategia al margen de las instituciones autoritarias. El desarrollo de estos tres frentes no sería homogéneo, ni desde luego tampoco lineal a lo largo de su evolución histórica, pero en cualquier caso estuvieron presentes en todo momento.
Uno de los problemas más acuciantes con los que se tropezarían los anarquistas al encarar el proceso revolucionario sería la cuestión de la organización. Si algo resulta sorprendente, es el despliegue de energía que los anarquistas realizaron en este campo. En ocasiones concibieron su estructura organizativa prefigurando lo que se pensaba que debería ser una sociedad sin explotación, más justa y solidaria. En otras, se inclinaron por un tipo de organización por grupos de afinidad con un alto grado de espontaneidad, pero, en cualquier caso, asociaciones que fueran eficaces, sin menoscabo de la libertad de los miembros que formaban parte de la misma.
Paralelamente desplegaron una intensa actividad propagandística, a fin de dar a conocer su ideario y proporcionar a los explotados una eficaz herramienta en su lucha contra el Capital. Creo que no vale la pena insistir en este prolífico despliegue de la propaganda; periódicos, revistas, libros y folletos se editaron con gran profusión -y continúan editándose-, ya que los anarquistas eran conscientes de que ésta era la mejor base de que disponían para la propagación de sus ideas. Esto explica que la represión contra el anarquismo se cebara principalmente en sus órganos de expresión, además de hacerlo con sus partidarios.
La prensa obrera -y por ende la anarquista- posee la característica de ser un medio directo y regular de transmisión de ideología, cualidad que comparte con el resto de la prensa tanto política como de información general. Pero a diferencia de ésta abrió surcos inexplorados en el campo de la información: por primera vez se dio preferencia en un periódico a la noticia de carácter obrero: huelgas, mítines, manifestaciones, comunicados, etc. Se abrió la posibilidad de un intercambio de ideas entre grupos que antes permanecían aislados; potenció la discusión y la polémica posibilitando el avance teórico; sirvió de base de sustentación a una intrincada -en algunos casos- red organizativa. Y por último -pero no por ello menos importante- sirvió para que el obrero tomase conciencia de sí como clase y valorase su fuerza dentro del conjunto social.
Lo más importante a destacar es, en todo caso, el carácter que se deseaba imprimir a la propaganda, ya que de ello se derivaría la composición de sus redactores y la idea que éstos se hacían de la utilización del periódico le daría a éste su disposición final, de la cual no eran ajenos, en absoluto, los lectores.
Efectivamente, la prensa anarquista no era un coto cerrado donde expresaban sus opiniones los redactores y la empresa propietaria decidía la línea a seguir. Si partimos del supuesto de que el nacimiento de un periódico anarquista se decidía por cuestiones de oportunidad y que generalmente iba ligado a una línea general de actuación del anarquismo en el sector del cual surgía, dependía para su supervivencia de que dicho sector apoyase sus iniciativas y de que el cuerpo de redacción lo interpretase correctamente.
Dentro de esta trayectoria el periódico se convertía en una plataforma de discusión en la cual podían intervenir cuantos lo deseasen, con las limitaciones impuestas por el escaso nivel cultural del proletariado que iría elevándose paulatinamente a lo largo del siglo XX.
Esta cualidad que hacía que teóricamente todos fueran potencialmente colaboradores imprimió a los periódicos anarquistas una frescura que se desprende constantemente de estas colaboraciones espontáneas. Poetas y narradores anónimos; cronistas y articulistas surgidos del taller y la fábrica llenaron las páginas de estos periódicos con sus escritos. Estos quizá carezcan, en general, de las virtudes y la calidad de una buena literatura, pero poseen, en cambio, la belleza de lo espontáneo.
Esta interrelación que hacía del periódico una propiedad colectiva tenía un efecto beneficioso para el mismo, ya que en momentos de apuro, podía contar siempre con la ayuda de quienes se sentían copartícipes de su trayectoria.
En resumen, el periódico contaba con un cuerpo de redacción más o menos estable y un número de colaboradores ilimitado. Al estar sus páginas abiertas a todos, daba la posibilidad de sentirse identificado con todos aquellos que a él se adscribían o a sus tendencias.
Por lo que respecta al plano educativo, el panorama sería igualmente sorprendente, si no tuviéramos en cuenta que una de las premisas básicas del anarquismo es poner al alcance de todos los instrumentos necesarios para su formación. Estos grandes esfuerzos que los anarquistas hicieron en favor de la enseñanza, tenía como motor principal la confianza que éstos tenían en que la revolución debía ir estrechamente ligada a la instrucción y a la difusión generalizada de las ideas. Hay que tener en cuenta que en aquellos años -estamos hablando del último tercio del siglo XIX y los primeros años del siglo XX- el índice de analfabetismo en España era muy alto y además éste afectaba principalmente a la clase trabajadora, pero sobre todo a los campesinos. En 1877 el 72 por 100 de la población era analfabeta. Treinta años más tarde, en 1910, la proporción todavía superaba el 50 o 59 por 100. Había además grandes diferencias regionales entre el norte industrializado y el sur agrícola(4). En el congreso comarcal de Andalucía del Este, celebrado en Granada en julio de 1883, el presidente cerró el acto con un discurso en el que entre otras cosas dijo: “que la instrucción es la base de la transformación social”(5). Opinión ampliamente compartida, como lo demuestran los numerosos artículos publicados en la prensa anarquista en aquellos años de los cuales entresacamos este párrafo: “la escuela y el periódico son para nosotros las poderosas palancas del progreso en todas sus múltiples manifestaciones, los potentes conductores de la luz (…) Suprimid la escuela y como dijo el poeta, suprimiréis al hombre; suprimid el periódico y apagaréis la luz.”(6)
En este sentido, el esfuerzo por alcanzar una educación adecuada a los fines revolucionarios estuvo presente desde los inicios de la Internacional en España. Pero tanto o más horror que la falta de escuelas causaba el que éstas estuvieran en manos del Estado. “A pesar de sus fracasos y de su falta de escrúpulos [del Estado], hay quien declarándose enemigo suyo pide escuelas o espera que las haga construir el ministro, cuando es preferible el estado de analfabetismo agudo a la escuela oficial, aunque se instale en un palacio. Ya dijo Guerra Junqueiro que la escuela oficial solo producirá luz cuando se queme”, afirmaba Felipe Alaiz(7).
De aquí la vinculación de los anarquistas con los proyectos de establecimientos de escuelas laicas que tendría concreción a partir de la década de los ochenta.
Muchas otras iniciativas se sucedieron hasta culminar en las experiencias de las escuelas racionalistas, cuyo primer precedente fue la Escuela Moderna de Ferrer y Guardia, fundada por éste a su regreso del exilio parisino en 1901.
Prácticamente todos los esfuerzos de los anarquistas y anarcosindicalistas en materia de educación a partir de entonces, se centraron en la creación de escuelas racionalistas y en la enseñanza racional como base necesaria para la formación de hombres libres y por lo tanto revolucionarios.
En cuanto a las manifestaciones culturales del anarquismo, tendríamos que hablar de un intento de reflexión en las posibilidades de emancipación que ofrecían los avances en el conocimiento humano. Porque no debemos olvidar que la filosofía social del anarquismo se basaba en una confianza casi ilimitada en el progreso científico y técnico y en la búsqueda incesante de un método para conseguir la adecuación intelectual del obrero para encarar el desafío que representaba este mismo progreso. En este sentido, desde la celebración de los dos certámenes socialistas en la década de los ochenta del siglo XIX, hasta la publicación de revistas con una calidad estimable, como Acracia, La Revista Blanca o Estudios, entre muchas otras, son una muestra evidente del interés del anarquismo español por extender el conocimiento a la mayor cantidad de gente posible. Por ello no sería ninguna exageración decir que el anarquismo estuvo en algunos períodos de su historia en este país -al igual que en otros- a la vanguardia de las iniciativas culturales y contribuyó en gran medida a la difusión de escritores de ideas avanzadas en materia social y política.
Este sería a grandes rasgos el panorama de la labor de educación social del anarquismo: un continuo despliegue ensayístico de sus propuestas; pero como es lógico, estos ensayos no estuvieron exentos de contradicciones y errores; aunque también hubo, necesario es reconocerlo, aciertos, si bien estos quedan generalmente oscurecidos por las brumas del tiempo de los indiferentes. Precisamente, la historia de estas contradicciones y errores, junto a los debates y controversias que generaron y sus consecuentes acciones, constituye la historia del anarquismo. Ahora bien, el concepto cultura se ha visto adulterado por una incesante explicación de su significado, hasta el punto de verse reducido, en algunos casos, a un mosaico de actitudes humanas en sus más diversas actividades. En el caso que me concierne y a fin de aclarar mi proposición diré que, en cualquier caso, la cultura ha servido siempre para configurar un imaginario social tendente a mantener las estructuras socio-económicas de explotación o bien a demolerlas. En el caso del anarquismo, este imaginario social se despliega hacia todas las áreas de interés humano, desde elevar la capacidad del individuo para afirmar su confianza en sí mismo, hasta derribar la sociedad capitalista, pasando por todas y cada una de las actitudes que tal empresa provoca. Lo que quiero decir con esto es que los anarquistas supieron crear una cultura que les era propia, utilizando para ello todos los materiales que la historia les proporcionaba y adecuándolos a sus presupuestos teórico-prácticos.
Esta es la razón principal que me mueve a llamar cultura al proyecto anarquista, en el cual las manifestaciones culturales son tan sólo un aspecto del mismo, soslayando expresiones como proyecto político-social o quizá propuesta revolucionaria, que en mi opinión limitaría el horizonte del análisis. Con ello pretendo avanzar la hipótesis, en mi opinión confirmada por la historiografía, que reducir la historia del anarquismo a su aspecto político conduce necesariamente a un callejón sin salida, ya que la conclusión más lógica desde ese punto de vista es su descalificación como alternativa al sistema de explotación capitalista y a la solución autoritaria de la organización social.
Como ya se ha avanzado, se trataría de analizar hasta qué punto este proyecto era y es revolucionario, es decir, en qué aspectos rompía con el estado de cosas presente y en qué otros mantenía esas estructuras. Para ello debemos contestar una serie de cuestiones que me parecen clave en la evolución del anarquismo, al menos en este país; pero en mi opinión, tampoco se trata de enfocar su estudio desde aspectos alternativos a su evolución política, aislándolos del conjunto. Esto reduciría al anarquismo a sus aspectos antropológicos y seguramente nos llevaría a considerarlo como un fenómeno exótico, un objeto digno de estudio tan sólo por su “excepción” histórica; es decir, se convertiría en un objeto de estudio puramente académico.
No cabe duda que sería muy interesante analizar por qué los neomalthusianos propugnaron la generación consciente y en ningún momento se plantearon la pregunta clave de por qué razones hay que reproducirse. Hoy, el sistema económico vigente ha llegado -por vías que están muy alejadas de la “consciencia”- a resultados muy parecidos a los que pretendían llegar aquellos en lo referente a la natalidad, sin que se hayan alcanzado los planteamientos que acompañaban a su propuesta.
Igualmente interesante sería el estudio de las relaciones interpersonales entre anarquistas -supuestamente no jerárquicas- entre las cuales el “amor libre” sólo sería un aspecto más; es decir, cómo se traducía en la práctica cotidiana la “camaradería amorosa” que propugnaba Émile Armand.
Muchos otros campos de investigación seguramente fructíferos podría ser propuestos; pero seguiría faltando el nexo de unión que nos permitiera resolver las paradojas de un movimiento tan controvertido históricamente como lo ha sido el anarquismo.
Me propongo ahora plantear algunos aspectos que me parecen cruciales en la evolución del anarquismo y aunque probablemente no serán ese nexo de unión del que antes hablaba, al menos representan un intento de análisis de la cultura anarquista en el sentido que antes le he dado.
Uno de ellos se refiere al problema de la violencia, otro a la organización y por último abordaré una interesante paradoja -una entre las muchas que existen en el pensamiento anarquista, ya hemos mencionado más arriba la señalada por Felipe Alaiz- referente a su carácter populista, lo que conlleva lógicamente un alto grado de irracionalidad.
La violencia va a representar una de las facetas más controvertidas de la historia del anarquismo, va a atravesar toda su historia y va a llegar a nuestros días con el mismo carácter que adoptó desde los inicios de este movimiento. Por consiguiente, este aspecto modelará tanto su trayectoria específica, como el tratamiento historiográfico otorgado a este movimiento. En el desarrollo de cualquier organización de resistencia al Capital, uno de los aspectos más importantes es el papel jugado por la represión, entendida ésta en su aspecto más general. Seguramente en la Internacional española se infiltraron espías policiales como sucedió en Francia con Oscar Testut o en Italia con Giovanni Domanico, pero no tenemos constancia. De lo que sí la tenemos es de la persecución que contra la misma se desató, hasta conseguir declararla fuera de la ley después de un violento debate en las Cortes. Y esto se producía en un momento en que la moderación de la organización internacional española era una de las actitudes más generalizadas. Pero el motivo era la repercusión que en toda Europa tuvieron los sucesos de la Comuna de París; como luego veremos, el fantasma de espectro rojo es un recurso abundantemente utilizado como justificación para desatar la represión contra los movimientos de oposición. Este aspecto de la psicosis de las clases dirigentes, agudizada en tiempos de crisis y de replanteamiento del “problema social”, ha sido ya lúcidamente analizado en alguna ocasión(8). Por lo que respecta a España, el Estado trató a la Internacional como una asociación de criminales. “La utopía filosofal del crimen”, en boca de Sagasta, definición que se aplicaría sistemáticamente a las organizaciones anarquistas. El montaje policial conocido como “La Mano Negra”, utilizado en los años ochenta del siglo XIX para combatir la poderosa organización internacionalista de inspiración anarquista, o el proceso de Montjuich, en el que fueron encartados cuatrocientos acusados, muchos de ellos sometidos a torturas y algunos fusilados, sin que ninguno de ellos tuviera nada que ver con los hechos que lo originaron, son un botón de muestra de esta incriminación del anarquismo. En la actualidad el fantasma del espectro rojo se ha convertido en el espectro del terrorismo, pero el objetivo que se persigue sigue siendo el mismo. Sería realmente ingenuo pensar que la persecución que se está efectuando en este país contra los movimientos de ocupación, los “okupas” -por poner un ejemplo-, se debe a la utilización social que este movimiento hace de propiedades abandonadas. En el ánimo de muchos está presente el hecho de que aquello que se persigue es su forma de organizarse -su carácter antiautoritario, asambleario, al margen de los partidos y las instituciones, etc.-, pero, sobre todo, su denuncia práctica de la especulación inmobiliaria, uno de los ejes sobre los que pivota el sistema de explotación capitalista.
Cuántas veces no habremos oído hablar de que la violencia genera violencia o de que en determinado momento se generó una espiral de violencia; pero demasiado a menudo se olvida que en esta espiral las espiras están formadas por los cadáveres de los oprimidos y el núcleo -casi siempre invisible para la historia- lo constituyen las instituciones represivas del Estado. La violencia en el anarquismo -como en cualquier otro grupo o en cualquier circunstancia- debe analizarse en el contexto social del momento, pero, sobre todo, en el talante represivo de la coyuntura. No sirven en absoluto las descalificaciones apriorísticas o las incriminaciones; apelar a la legalidad convierte a la historia social en un manual de derecho comparado y desde luego no resuelve los interrogantes que la propia violencia plantea.
No obstante, una parte importante de la historia social se ha deslizado insensiblemente por la vertiente de la incriminación apriorística de los movimientos sociales -especialmente el anarquismo- y para ello no se duda en utilizar una de las fuentes menos fiables para hacer la historia de este tipo de movimientos: las fuentes policiales. Una parte de la historiografía ha utilizado abundantemente este tipo de fuentes y para algunas épocas -como por ejemplo los primeros años del siglo XX- con el agravante de una policía muy corrupta, especialmente en Barcelona.
Sobre el tema de la organización ya apuntaba más arriba que el movimiento anarquista ensayó y puso en práctica todas las formas posibles de organización antiautoritaria, pero la historia se ha limitado a analizar las estructuras institucionales de las grandes formaciones anarquistas o anarcosindicalistas. Se ha dejado de lado precisamente la estructura básica de la organización anarquista: el grupo de afinidad. No obstante, como señalara acertadamente Dolors Marín, el grupo anarquista es “un grupo que piensa y conoce, al mismo tiempo que actúa de cara a la sociedad de acuerdo con los ámbitos políticos y sobreestructurales. El grupo encarna así la práctica cotidiana de ‘vivir en anarquía’ y luchar por el advenimiento de una sociedad libertaria”(9). Y es precisamente esta característica lo que confiere al grupo de afinidad anarquista una relevancia en la práctica cotidiana de la transformación social que por desgracia se ha soslayado en aras de estudios menos conflictivos.
Las razones de este desinterés no estriban sólo en las dificultades para su estudio, sino también porque para ello sería necesario un radical cambio de enfoque en la historia social. El conocido anarquista ruso Pedro Kropotkin, en su brillante estudio sobre la revolución francesa, caracterizaba a los “anarquistas” -término acuñado por Brissot- como “revolucionarios diseminados por toda la nación; hombres completamente dedicados a la Revolución, que comprendían su necesidad, que la amaban y trabajaban por ella”, pero el “día que se agotó el impulso revolucionario del pueblo volvieron a la oscuridad y únicamente quedan los iracundos escritos de sus adversarios para permitirnos reconocer la inmensa obra revolucionaria por ellos realizada”(10).
Podríamos decir con propiedad que tal es la situación de los grupos de afinidad anarquista. Los anarco-comunistas definieron sus características generales en la década de los ochenta del siglo XIX, pero hasta hace muy poco sólo contábamos con “los iracundos escritos de sus adversarios”; aunque conviene señalar que un estudio sistemático de los ataques, críticas y descalificaciones que ha recibido la ideología anarquista a través de su evolución histórica por parte de sus oponentes, a lo que habría que añadir también la evolución de la propia historiografía en este campo, o la opinión de los modernos historiadores del poder, nos depararía no pocas sorpresas. Además el material es, en este aspecto, particularmente abundante.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿qué se esconde tras determinadas opiniones referidas a los grupos anarquistas?
Oigamos las de Adolfo Bueso, un conocido cenetista con una trayectoria política un tanto tortuosa, que así nos los describe:
hombres que se llamaban de acción, que se reunían por grupos que ellos llamaban de “afinidad”, compuestos de media docena de hombres y mujeres, animados muchos de ellos por un espíritu de protesta ante las injusticias sociales, pero la mayoría sin cultura alguna, sin estudios serios del problema, todo lo más, mal alimentados espiritualmente por media docena de folletos y la lectura, a trompicones, del inevitable libro, La conquista del pan.11
Gustavo La Iglesia, un conocido intelectual de principios de siglo y además un plagiario de prestigio, también los analiza someramente, vertiendo de ellos una opinión poco halagüeña. Para este autor, “los fines prácticos que estos grupos realizan en todas partes es el socorro pecunario y el auxilio desinteresado a los compañeros presos en la localidad o que por ella transitan, conducidos por la fuerza pública o en calidad de propagandistas, emigrantes o huidos de su país natal.”(12)
No parece probable que se trate únicamente de apatía o desinterés por un problema que era realmente acuciante: la proliferación de los grupos que en determinados momentos se extendieron sorprendentemente por toda la geografía del país; porque lo que resulta evidente es que hubiera sido impensable un desarrollo tan extraordinario de la propaganda anarquista y de su difusión ideológica sin su concurso. También resulta sumamente interesante el que fueran capaces de construir una red tan vasta de relaciones sin el concurso de un centro directivo y con el apoyo casi exclusivo de la prensa anarquista. Y desagraciadamente, ésta es una de las principales fuentes -posiblemente la única- para adentrarnos en el conocimiento de un sector del movimiento poco estudiado y que sin embargo fue fundamental en su desarrollo. Constantemente los periódicos o revistas anarquistas nos comunican la constitución en este o en aquel lugar de un grupo, detallando sus características y los objetivos que perseguía, pero de todos modos su reconstrucción sería casi más bien una obra de arqueología que de historia. En cualquier caso, independientemente de que se lleve a cabo o no esa labor arqueológica, lo importante es constatar que este tipo de organización por grupos de afinidad sigue funcionando, a pesar de todas las dificultades que ha habido para su transmisión ideológica, lo cual nos plantea un interrogante histórico realmente sorprendente. ¿Se trata -como antes afirmé- de una forma de organización característica del anarquismo y en ese caso estos grupos de hoy serían anarquistas, aunque no se definan como tales? ¿Es posible otra definición ideológica con esa misma estructura organizativa? Y por último, ¿es posible una organización por grupos de afinidad sin que sea necesaria una definición ideológica precisa?
Quizá tuviera razón Kropotkin cuando afirmaba, refiriéndose a los revolucionarios franceses, que “a nosotros, descendientes de aquellos a quienes los contemporáneos llamaban los ‘anarquistas’, corresponde estudiar esa corriente popular, trazar al menos sus rasgos esenciales.”(13)
Pasemos ahora a la paradoja que supone que un movimiento racionalista, como sin duda lo es el anarquismo, se inclinara hacia un irracionalismo populista, es decir que pusiera un énfasis excesivo, en demasiadas ocasiones, en un culto desmedido al pueblo. “El pueblo posee la justicia, el pueblo la ha conservado mejor que sus señores”, “apoyar las organizaciones populares de toda clase es consecuencia lógica de nuestras ideas fundamentales” y muchas otras frases del género han suscitado críticas. Muchos historiadores se han dedicado al tema y han extrapolado de este hecho la caracterización del anarquismo como movimiento mesiánico, milenarista y muchas otras del género; sin embargo no ha sido sólo este movimiento el que ha utilizado tales abstracciones para apoyar sus propuestas. Sea el “pueblo”, la “ciudadanía” o cualquier otra expresión parecida, su contenido resulta siempre impreciso y sobre todo confuso.
No obstante conviene señalar que los propios anarquistas ya señalaron estos errores. El anarquista italiano Camillo Berneri, por poner sólo un ejemplo, así lo señalaba:
Nuestro movimiento, abandonado al revolucionarismo genérico y al mito populista, ha caído en un doble error: el de un extremismo verbal demasiado continuado para ser eficaz y para encontrar adecuadas respuestas a las situaciones, y el de confiar demasiado en las masas, hasta el punto de subordinar la iniciativa revolucionaria a la participación de aquellas, faltando así al cometido de abrirse camino con la audacia y el sacrificio de las minorías voluntarias.14
Su respuesta a este acuciante problema se basaba en la confianza que depositaba en la labor constructiva de los anarquistas conscientes, dispuestos a llevar su esfuerzo a sus últimas consecuencias.
Un anarquismo actualista, consciente de sus propias fuerzas combativas y constructivas y de las fuerzas adversas, romántico con el corazón y realista con el cerebro, lleno de entusiasmo y capaz de contemporizar, generoso y hábil en la concesión de su apoyo, capaz, en suma, de una economía de las propias fuerzas: este es mi sueño. Y espero no estar solo.(15)
Con todo no me refería a este aspecto del problema populista, sino a otro que en alguna medida podría ser considerado como su corolario. A mediados de los años veinte apareció en una singular revista anarquista de Barcelona, un par de artículos escritos por Margarita Pavitt, antropóloga al parecer, que denotaban un extraordinario interés por un problema crucial en el planteamiento revolucionario anarquista. Especialmente en uno de ellos la autora afirma:
La pregunta que debe hacerse toda persona que anhela una reforma radical de la sociedad en que vivimos, no es la ingenua de si será posible derrocar un régimen basado en una hipotética violencia, sino la de si será posible salvar al pueblo contra su voluntad. Porque a eso viene toda tentativa de revolución y reorganización. Las afirmaciones de que todo gobierno tuvo su origen en la violenta usurpación del poder y que persiste contra la voluntad del pueblo, merced al sistemático empleo de la fuerza; de que si el hombre no disfruta de libertad es porque se le ha privado de ella arbitrariamente; y de que la religión la han inventado las clases dominantes para atemorizar a la masa y hacerla más dócil al yugo, resultan completamente inadecuadas para explicar el secular dominio de una ínfima minoría sobre millones de sus semejantes.(16)
Creo que la autora lo expresa con meridiana claridad; para una ideología anti-autoritaria no resulta fácil soslayar este problema sin recurrir a métodos expeditivos. Malatesta lo abordó diciendo que habría que impulsar la revolución hasta sus últimas consecuencias, pero sin abandonar en ningún momento el carácter que los anarquistas desean imprimir a la misma.
Después de todo lo expuesto, parece lógico preguntarse qué es hoy el anarquismo, cuáles de sus propuestas son aún válidas; en resumen, en qué se ha convertido la cultura anarquista en la actualidad. Antes de contestar a esta pregunta me gustaría traer de nuevo a colación al sociólogo argentino que he citado al comienzo de mi exposición.
Christian Ferrer, en un tono no exento de ironía, afirma refiriéndose a los anarquistas:
¿Existieron? Todo indica que sí, que fueron el asombro de su época y, por un tiempo, la obsesión de la policía secreta de los Estados modernos. Pero su sorprendente aparición histórica ha sido tan improbable que tienta al historiador a hacerse la pregunta contrafáctica: ¿qué hubiera pasado de no haber existido anarquistas? ¿Hubiera aparecido otro grupo político equivalente en su lugar? La cuestión de la jerarquía y el poder autocrático, ¿hubieran quedado sin teorizar y sin impugnación? ¿O hubieran sido problemas presentados de forma más suave, en boca de pensadores liberales y de fugitivos de la doctrina marxista? ¿La historia de la disidencia sería distinta a como la rememoramos? ¿Toda la tensión política de la modernidad se hubiera condensado en un pulso entre liberalismo y socialismo? ¿Entre nacionalismo e imperialismo?(17)
Por fortuna los anarquistas existieron y todavía existen, aunque según las interpretaciones de ciertos analistas de hoy -desde luego reduccionistas y orientadas en un sentido muy concreto-, “el movimiento anarquista ‘clásico’, que entró en crisis en los años veinte y treinta, habría muerto en la práctica después del Mayo 68, incapaz de renovarse y dar respuesta a los cambios de la sociedad contemporánea. La coherencia del proyecto anarquista -siempre según su opinión- tal como se manifestó a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, reposaba en cuatro postulados principales que progresivamente se han vuelto obsoletos a los largo del siglo XX: la necesidad de la regeneración social por la revolución, exclusión de toda hipótesis gradualista, la solución comunista y el papel otorgado a la clase obrera y campesina. La emergencia de tal proyecto estaba estrechamente unida al contexto del desarrollo de la revolución industrial, pero las profundas transformaciones económicas y sociales que han experimentado las sociedades occidentales, lo han hecho inviable. Por ello, algunos teóricos postulan el abandono del proyecto ‘clásico’ de carácter socio-económico, en provecho de nuevas formas de intervención anarquista centradas en una reivindicación acentuada de las exigencias de libertad para los individuos. Exigencias que deberían conducir a los libertarios a hacerse los defensores de la autonomía individual y de la pluralidad de las formas de vida y de experimentación para todos.”(18)
Como bien afirma Gaetano Manfredonia, “lo que más llama la atención en este tipo de análisis, además de su falta de originalidad, es la ausencia de toda referencia a la existencia de clases sociales o a la lucha de clases, como si la autonomía del individuo no fuera social, como si sus expectativas de poder experimentar formas de vida alternativa no dependieran del desarrollo del capitalismo o como si la realización de tales reivindicaciones no comportara ninguna modificación en la estructura de la propiedad de los medios de producción (…) Significativamente, estos discursos se acompañan por lo general de una decidida voluntad de inscribir al anarquismo en el cuadro de pensamiento de una civilización liberal que ya se ha renunciado a destruir”(19).
Por otra parte, este discurso tiene mucho puntos en común con el libertarianismo, es decir, los modernos teóricos del contrato social, partidarios del Estado mínimo que desde hace algunos años se desarrollan en Norteamérica. Aunque no sólo son ellos los que consideran nefasta la acción del Estado; para algunos pensadores, el Estado capitalista ha fracasado en su gestión de la crisis económica y no puede tampoco echar mano de aquellos otros mecanismos que en épocas pasadas le permitieran sobrevivir, como las salidas fascistas o bolcheviques.
Llegados a este punto, resulta estimulante recordar ahora lo que afirmaba Proudhon en su estudio sobre la Idea general de la revolución en el siglo XIX: “Cuando el pueblo conozca su propio bien y resuelva, no ya una reforma del gobierno, sino una revolución de la sociedad”, entonces se realizará “la disolución del gobierno en el organismo económico”, de una manera que “ahora sólo nos es dado sospechar.” Solo que esta disolución no parece que vaya a realizarse a través de una sociedad mutualista, como preveía el anarquista francés, sino que la está llevando a cabo el propio sistema capitalista. Este hecho abre nuevas vías al debate y desde luego re-actualiza aún más el pensamiento anti-autoritario.
Tal como hemos visto antes, se podrán argumenta todas las razones que se quieran para una transformación radical de la estrategia y táctica del anarquismo, pero en este sentido creo que las afirmaciones del anarquista italiano Malatesta siguen hoy estando tan vigentes como cuando las escribió:
porque o el anarquismo resuelve anárquicamente el problema de la gestión directa del patrimonio social, tal como fue acumulado por el progreso y que se verá todavía más enriquecido por el futuro progreso y entonces la anarquía será la posible realidad del futuro; o bien, el anarquismo no resolverá anárquicamente este problema, se contentará con resolverlo mediante expedientes autoritarios y entonces, no solamente la anarquía será imposible en el porvenir; sino que el mismo anarquismo es hoy un pleonasmo absurdo que no sirve a otra cosa que a designar una de las tantas corrientes autoritarias del movimiento revolucionario.
Paco Madrid
Publicado en Germinal. Revista de Estudios Libertarios núm.4 (octubre de 2007)
Notas
1.- Congreso LXXV Aniversario de la FAI, Guadalajara 2002.
2.- “Átomos sueltos”, en Cabezas de Tormenta, ensayos sobre lo ingobernable (Pepitas de Calabaza, Logroño 2004) 15-16.
3.- Revista de Libros 16 (abril 1998) 5.
4.- María Dolores Samaniego, “El problema del analfabetismo en España (1900-1930)”: Hispania 124 (Madrid, mayo-agosto 1973) 375-400; Carolyn P. Boyd, “Els anarquistes i l’educació a Espanya (1868-1969)”, Recerques 7 (Barcelona, 1978) 62.
5.- El Estandarte 165 (Madrid, 20 julio 1883) 1.
6.- Rodolfo, “La escuela y el periódico”: Los Desheredados 62 (Sabadell, 1 septiembre 1883) 1.
7.- “Literatura y periodismo” VIII: La Revista Blanca 239 (Barcelona, 1 mayo 1933), 712.
8.- Por ejemplo el ensayo de José Alvarez Junco, “La literatura sobre la cuestión social y el anarquismo”, en Estudios sobre historia de España (Madrid 1981) 391-398.
9.- Dolors Marín Silvestre, De la llibertat per coneixer al coneixement de la llibertat. L’adquisició de cultura en la tradició llibertària catalana durant la dictadura de Primo de Rivera i la Segona República Espanyola (tesis doctoral inédita, Barcelona 1989-1990) 406-407.
10.- Piotr Kropotkin, La gran revolución francesa (Proyección, Buenos Aires 1976) 263.
11.- Adolfo Bueso, Recuerdos de un cenetista (Barcelona 1976) 148-149. Para una descripción del grupo Redención -con una fuerte carga de hostilidad y frustración- del que formó parte el autor, cfr. p.154-158.
12.- Gustavo La Iglesia, Caracteres del anarquismo en la actualidad (Barcelona 1907) 292ss. En p.293-295 (en nota) puede verse una lista bastante amplia de los grupos anarquistas de que el autor tenía conocimiento en diferentes ciudades españolas y también en el extranjero.
13.- Op. cit., 17
14.- “Risposta ad una consultazione sui compiti immediati e futuri dell’anarchismo”: La Revue Internationale Anarchiste (París, 15 enero 1925).
15.- “Per un programma d’azione comunalista” (manuscrito inédito, París 1926).
16.- “La psicopatología de la sumisión”: Revista Nueva (25 julio 1925).
17.- Op. cit., 14.
18.- Gaetano Manfredonia, Unité et diversité de l’anarchisme: un essai de bilan historique (Lyon 2001) 17-18.
19.- Ídem.