El Estado se presenta a sí mismo como un ente neutral, el soporte básico que ordena el desarrollo y las manifestaciones de la coexistencia social. Estos dos rasgos, neutralidad y omnipresencia, caracterizan el totalitarismo del Estado. Su neutralidad no puede ser rebatida y su omnipresencia no puede ser delimitada más que por otros Estados con sus propias peculiaridades, sus mitos fundacionales y nacionales formando, en conjunto un Estado continuo segmentado por clases dirigentes autóctonas. Todo el orbe está organizado de forma estatal y capitalista, luego el caos y la guerra es su expresión absoluta. El neoliberalismo es el Estado mínimo sólo en apariencia, pues lo que se entiende como libertad en él es exclusivamente la libertad de hacer negocios y la expansión impune de la propiedad privada lo que requiere un Estado fuertemente represor para contener a las masas desahuciadas y asegurar un marco legal que regule y reafirme la extensión tanto nacional como internacional de la imposición capitalista. Con este fin, existen instituciones económicas de todoas conocidas como el FMI, el Banco Mundial, la OMC y los acuerdos regionales de libre comercio. La izquierda, por su parte, pretende normativizar todos los aspectos de la existencia humana a cambio de engrandecer el asistencialismo del Estado, y no es extraño que desde sus filas haya surgido la idea de crear un dispositivo electrónico que unifique las funciones de teléfono, documento nacional de identidad, tarjeta de pago en comercios, número de la cartilla sanitaria y clave de la cuenta corriente. Con los avances tecnológicos, este futuro de control es cada día más cercano. China es el Estado que, conjugando gobierno de partido único, control social y economía de mercado sirve actualmente de referencia y ejemplo -con quinientos millones de cámaras escrutando calles y rostros- del porvenir que se nos depara.
Como ente neutral, el Estado es eximido de responsabilidad alguna. La persistencia histórico-social del Estado es la médula del nacionalismo. La política trata de la acción del gobierno y la crítica consiguiente, incluso de la mejor manera de salvaguardar las instituciones, pero la existencia del Estado está exenta de cuestionamiento. Los nacionalismos interiores divergentes discuten el Estado para proclamarse embriones de otro Estado. El nacionalismo discute la extensión y las atribuciones de un Estado en particular no del Estado en sí. Se le inculca a la gente el odio a un Estado, comprensible, para establecer otro Estado que a la vez reproduce las condiciones de dominación del primero. Combate al Estado para crear otro propio. La liberación nacional es así pervertida por la falacia estatal. La forma Estado es preservada pese a las escisiones y convulsiones y guerras a la que es sometida.
El Estado vampiriza la nación. Se atribuye los rasgos lingüísticos, culturales e históricos y los mitifica devaluándolos y convertidos en cultura oficial. Es como esos pueblos que viven del turismo, en los que el clima, el paisaje o las fiestas patronales son la piel muerta transformada en reclamo comercial: convierten su idiosincrasia en una mercancía.
El Estado-nación moderno nace con la Ilustración. Hasta entonces el pueblo, la nación y el Estado eran patrimonio particular de la monarquía absoluta y la aristocracia. La idea de Estado-nación se modernizó para convertir al súbdito en ciudadano. En su época, esta transfiguración liderada por la burguesía y sus intereses fue revolucionaria, pero a día de hoy somos nuevamente súbditos, esta vez de la democracia. El binomio Estado-Capital proclama una igualdad a todas luces falsa, una libertad limitada y vigilada – una no libertad – y una fraternidad inexistente. En esto consiste la retórica vacua y altisonante común desde las posiciones conservadoras al republicanismo de izquierdas. Ninguna de las promesas de la burguesía se han cumplido, porque su cumplimiento hubiera significado la desaparición de la misma burguesía. Estas contradicciones hicieron surgir el socialismo clásico. El Estado-Capital es antagonista de cualquier democracia auténtica, es decir, de la acracia (pues, como dijo el poeta Blas de Otero, la democracia es una contradicción de términos, ya que si gobierna el pueblo, no gobierna nadie y eso debe recibir el nombre más correcto de acracia. Blas de Otero, antes que comunista, era poeta). Las naciones sin Estado son colonias y las naciones con Estado están colonizadas por las instituciones autóctonas. Hay que denunciar y combatir estos dos extremos para construir una sociedad libre, en la que los individuos puedan decidir si pertenecen a tal o a cual nación, o a ninguna. El Estado universal ya existe: no hay ningún territorio en el mundo libre de Estado -¨ Ya no hay dónde huir ¨, clamaba la Polla Récords – todos practicando el terrorismo hacia sus propias poblaciones y hacia otras ajenas, con brutalidad abierta y descarada o con coacción democrática y refinada que, en última instancia, cuando la violencia cotidiana ejercida por el Estado-Capital provoca resistencias significativas, las fuerzas de seguridad y la judicatura son los mecanismos que permiten que todo vuelva a la ¨normalidad ¨. El asentamiento atávico de una nación en un territorio determinado no tiene por qué conllevar la construcción de un Estado. Puede convertirse, por ejemplo, en una federación de comunas libremente asociadas. ¿Es esto utópico? Luchar por la subsistencia cotidiana sin amarres de ningún tipo también es utópico. En todo caso, no luchamos por menos. Creemos en naciones sin nacionalismo, sin la lacra del racismo o el estúpido orgullo o exaltación nacionalista que hace que unos pueblos se crean superiores a otros por el mero hecho de pertenecer a una nación determinada. Esto es lo que yo llamo nazionanismo: el sentimiento nazionanista se nutre o sustituye la necesidad humana de pertenencia a una colectividad. Pero si esa necesidad se impusiera a la necesidad más perentoria aún de libertad individual, abajo la nación. (El nazionanista vocifera: yo quiero que me jodan los míos). Autocrítica: este artículo falla por su base. ¿A quién se le ocurre vincular algo tan execrable como lo nazi con algo tan placentero como el onanismo?
V.J. Rodríguez González
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