Los motivos por los que tantas personas se entregan a causas trascendentes (póngase aquí el término que se quiera, todos trasuntos de la vieja idea de Dios), ajenas en mi opinión a todo valor libertario, se nos antojan tan abstrusos como irritantes; por ello, tal vez el anarquismo necesite siempre de cierto nihilismo, la permanente reflexión crítica con los valores instituidos con el objeto de que germine un nuevo horizonte libertario.
Empecemos, una vez más, con que consideramos que el anarquismo no se reduce a ideología o doctrina alguna, y si así lo consideramos caemos en los viejos errores dogmáticos (autoritarios), quizá incluso de forma aún peor al adornarse con una retórica libertaria. Así, cada vez estoy más convencido de que las ideas libertarias necesitan de una buena dosis de nihilismo. Aunque haya quien, seguramente dogmáticos de diverso pelaje, insista en que los nihilistas son seres sin ningún principio moral, ni de tipo alguno, que pretenden seguramente la mera destrucción de la civilización, de nuevo nos encontramos con visiones reduccionistas, superficiales o, directamente, falaces. El nihilismo, tal y como lo veo y sin entrar en densas disquisiciones filosóficas, no es casualidad que a veces se la haya confundido con un escepticismo radical, ya que se trata en mi opinión de la negación de que haya una esencia en la realidad humana. Así, puede entenderse como el rechazo de principios absolutos, lo que consideramos uno de los grandes males que ha llevado al enfrentamiento de la humanidad, y todo se encuentra en movimiento, poco o nada permanece en ese cambio.
Entraríamos aquí en una (compleja, es cierto) discusión sobre los valores humanos, de la que ya nos hemos ocupado en otras ocasiones, entre el absolutismo de esos principios esenciales y un relativismo, al que a veces se defenestra con una visión vulgar según la cual se equiparan todos los valores. La negación del absolutismo, que encuentro en la misma línea del nihilismo que nos ocupa en este texto, y que es posible que nos haga tomar partido abiertamente por el relativismo, supone un mayor compromiso con la realidad al buscar los valores en la práctica humana y no en algún tipo de instancia trascendente. El anarquismo, debería resulta obvio, haya su razón de ser en esa práctica social y humana, en la permanente libre experimentación. De ahí que lo identifique, al menos en parte, con el nihilismo, con un constante movimiento que destruye valores en nombre de una nueva realidad. Comprender esto es, precisamente, no incidir en los viejos valores y vías (y, consecuentemente, en los viejos errores), algo que no siempre los anarquistas terminamos de comprender y parece que adoptamos principios absolutos, tendencia del ser humano con la que deberíamos mostrarnos extremadamente críticos al subordinarle a instancias trascendentes, aunque no las queramos llamar Dios o Estado.
Este compromiso dogmático con «causas trascendentes» es lo que seguro explica, incluso en algunos libertarios, el permanente despropósito de una humanidad reincidente en soluciones autoritarias. El anarquismo es, como enemigo del dogmatismo e impulsor de la permanente innovación, el mejor preparado para una época posmoderna en que la falta de asideros empuja a tantas personas a adoptar viejas soluciones dogmáticas. Precisamente, es esa falta de seguridad, de un suelo firme sobre nuestros pies, la que puede provocar la lucidez nihilista y libertaria, hacernos comprender que no hay que abrazar nuevas certezas y estrecheces y sí ensanchar nuestro horizonte y multiplicar nuestra existencia. El nihilismo, a pesar de que es cierto que pueda identificarse con una visión meramente negativa, conlleva también la creación de nuevos valores al destruir la pasividad y el conservadurismo de los viejos. El anarquismo, en cualquier caso, no posee esa connotación negativa al tener siempre preocupaciones sociales y ninguna lectura elitista de la realidad humana, pero como dije parece necesitar de cierto afán nihilista. Resulta significativo que los anarquistas clásicos insistieran en esa faceta creadora de la destrucción, ya que había que acabar con los viejos valores instituidos para que germinara algo nuevo. El nihilismo hay que identificarlo también con la rebeldía, con la capacidad para decir no a toda idea trascendente para, precisamente, trasladar esos valores a la realidad humana.
Por supuesto, cuando hablamos de idea trascendente, podemos referirnos a Dios, pero también a su trasunto político como es el Estado (o, mejor aún, al Estado-Nación). Por lo tanto, esas ideas trascendentes, «eternas» para los dogmáticos, adoptan diversas caras (Dios, Estado, Nación, Pueblo, Humanidad…) y propician la subordinación del individuo concreto; de esa manera, se impide el movimiento que propicia los nuevos valores trasladados a un ámbito y un compromiso humanos. Si de verdad creemos en la emancipación, deberíamos equilibrar nuestras convicciones con un nihilismo sobre el que emerja un contexto de nuevos valores, que suponga nuevos retos y compromisos. Es cierto que todos, en mayor o en menor medida, estamos impregnados de los viejos valores, somos en algunos aspectos «hijos de nuestros tiempo», algo que tal vez explique los errores que se cometen al insistir en vías que de forma pertinaz la historia demuestra que son erróneas. Por eso, parece imprescindible esa reflexión crítica, que parece cada vez más ausente en la sociedad actual, en forma de un cierto nihilismo que posibilite el movimiento hacia nuevas vías y mejores valores. Un nuevo contexto en el que, de manera más o menos obligada por las circunstancias, se nos empuje, en lugar de a abrazar causas abstractas que conllevan el dogma y la herejía para los otros, a razonar de manera amplia y a la convivencia con nuestros semejantes. Si, en lugar de ello, consciente o inconscientemente, estamos contribuyendo a la construcción de una nueva deidad sobre la que la humanidad debe también postrarse, aunque se adorne con cierta retórica «libertaria» y pretenda abanderar los valores más bellos, nos conducimos de nuevo hacia el abismo.
Mi Pueblo no cree en la autoridad, mi Pueblo no cree en los líderes, mi Pueblo no es Un Pueblo, mi Pueblo es una crítica.
Mis valores no son dogmas y me avocan a vivir el momento, mis valores no se pueden medir y Dios es, simplemente, algo a no que no suelo acudir y que no me impone su presencia.
Para mí, La Razón es conforme a lo irracional y lo irracional es conforme a La Razón.
Pienso… Existo… Las ilusiones… Hay Ilusiones todavía en mi vida. Quien no las tenga, le invito a luchar.
¿Pröùn revés anarchist mäìn tell töòl?
Has dado en la diana con este escrito pues los residuos de «moralina» que incluso las mejores ideas arrastran avocan al dogmatismo y crean censores autonombrados como tales entre los más simples e ignorantes impidiendo así lograr la auténtica libertad de pensamiento. Te felicito.
Me parece Capi que los anarquistas no creemos -ni de verdad ni de mentiras- en la emancipación; pues si creyéramos en ella la estaríamos transformando en una idea o una causa trascendente.
Los anarquisras deseamos emanciparnos de todas las tutelas para ser lo más libres, autónomos posible. Y en ese sentido, la emancipación, como la revolución, la anarquía o la acracia no son ideas o causas trascendentes sino ideas o causas activas que, según las circunstancias, como tú lo señalas, nos empujan a intentar ser consecuentes con nuestro deseo de libertad y autonomia en nuestro caminar en el mundo. De ahí esa necesidad, que tú reivindicas, de nihilismo, para mantener viva en todo momento la crítica que nos permita «razonar de manera amplia» nuestro aporte emancipador «a la convivencia con nuestros semejantes».
Salud.