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Valores emancipadores y universalizables

A menudo, en el pensamiento y en nuestra vida cotidiana, y seguramente como consecuencia de la excesiva simplificación a la que a veces nos obliga la mediocridad, nos vemos empujados a elegir entre dos posturas antagónicas, o aparentemente antagónicas. Para colmo de males, la falta de asideros que supuestamente tienen estos tiempos de posmodernidad, con la tendencia aparente a la multiculturalidad y al cuestionamiento de valores clásicos, hace que esa polarización sea más acentuada. De esa manera, la cosa se sitúa tantas veces entre el absolutismo y el relativismo (cuando el primero es claramente rechazable y el segundo requiere de algún que otro matiz), o entre el etnocentrismo y la mencionada diversidad cultural.

Lo que yo me propongo tantas veces es cuestionar estos planteamientos, tantas veces simplistas y falaces, e insistir en los valores libertarios (perfectamente acoplables, por su intemporalidad, a la llamada posmodernidad, si es que existe). El concepto más amplio de libertad es la propuesta por el anarquismo, por los anarquistas, y la lucha histórica contra toda suerte de tiranía, política, economía o religiosa, ha sido lo suficientemente dura como para, al menos, cuestionar a los «sesudos» que sostengan ahora que estamos en otros tiempos en que ya todo es diferente y la cosa se hace mucho más difusa. Yo insisto en alguna ocasión en la importancia de un Foucault, con su discurso de que resulta imposible acabar con todo clase de poder por ser una manifestación humana poliédrica (y, seguramente, tiene mucha razón) o en su cuestionamiento sobre si la liberación llega al acabar con todo aquello que parece obstaculizar la libertad.

Bien, estas reflexiones son muy importantes, pero al igual que lo es, en mi opinión, seguir oponiéndose a todo tipo de dominación. El poder, político, económico o religioso (o, en definitiva, aquello que supone arrebatar a los seres humanos los medios para llevar una vida digna), sigue siendo una triste realidad, consecuencia de los mayores desastres que sufre la humanidad. Por eso, el compromiso político con estos valores, la movilización política, la potenciación de la sociedad civil, en definitiva, por mucho que oigamos un discurso que se desarrolla por otros derroteros, es siempre necesaria. Cada uno de nosotros ha heredado estas libertades conquistadas en el pasado y estamos obligados a mantenerlas y a ampliar su horizonte. La especulación filosófica, la importancia del pensamiento, nunca la negaré, pero no la concibo sin compromiso con valores humanos (y, desgraciadamente, he conocido a demasiados filósofos para los que esa falta de compromiso parece un valor en sí misma).

Dos grandes peligros, que concentran en gran medida muchos otros, son el fanatismo religioso (con sus verdades reveladas y la institucionalización que genera un nuevo tipo de clase dirigente) y el nacionalismo (otra forma de absolutismo, que encubre de forma más o menos sutil la hegemonía de alguna clase o grupo etnico). Muchos dirán, personas religiosas o que creen en la nación/Estado, que ellos se encuentran lejos de esos valores extremistas, pero pienso que el peligro se encuentra en esos dos puntos en mayor o en menor medida (cuántas veces no se señala al otro como el integrista o el auténtico nacionalista «excluyente», haciendo válido el pasaje bíblico de «la paja en el ojo ajeno»). El anarquismo es, indiscutiblemente, cosmopolita y posee la aspiración de desarrollar valores universalistas, pero debemos mostrarnos lúcidos, y auténticamente libertarios, para no caer en cierto etnocentrismo occidental. Me explico a continuación.

El anarquismo decimonónico nació dentro de una cultura occidental, fue hijo de los valores de la Ilustración y de la tradición filosófica racionalista; los valores libertarios (una libertad íntimamente vinculada a la igualdad) son dignos de tener la categoría de universales. Es por eso que deberíamos oponernos con fuerza a tener que enmarcarnos cerca, tal y como aparece tan a menudo, bien de un cierto relativismo cultural bien de su extremo opuesto, algún tipo de etnocentrismo con aspiraciones colonizadoras. Por supuesto, ningún anarquista clásico asumiría este postulado, y nada más lejos de mi intención señalar lo contrario, pero tal vez muchos de ellos sí tuvieron una excesiva confianza en ciertos métodos encuadrados en una tradición de pensamiento occidental (léase, «razón científica»).

Ninguna idea verdaderamente emancipadora puede decirle a los seres humanos qué deben hacer y siempre habría que mostrarse críticos con todo intención «objetivista» por muy liberadora que aparezca; es más, la premisa de la aceptación de la diversidad de la especie humana es fundamental en el anarquismo (las propuestas de libertad e igualdad son tan nítidas como enriquecedoras en cualquier ámbito). A pesar de todo, hay que aceptar que nuestro pensamiento y nuestras acciones son de tradición netamente occidentales, seguramente esa aspiración de valores universales, sin ninguna intención de trascendencia y sí confiando en la experiencia social y política, hunde su raíces en la sociedad griega y en los sofistas.

De igual manera, el relativismo cultural ha sido también una tensión importante de cara a enfrentarse a leyes rígidas e inamovibles e, incluso, un autor como Eduardo Colombo sostiene que la creación de «leyes no escritas» de aspiración universal, válidas para el conjunto de la especie humana, es producto de la imposibilidad entre la aceptación de un relativismo radical de los valores y la defensa o afirmación de un valor. Pero el mismo autor sostiene que un pensamiento clasista, mantenido hoy en día, ha sabido conjuntar lo arbitrario o relativo de la ley (del nomos griego) y la universalización de la desigualdad política (mantenimiento de una jerarquía). Lo que quiero decir es que nuestra oposición al absolutismo no puede hacernos caer en un relativismo cultural que ha sido instrumentalizado por un poder político, que también ha asumido el cosmopolitismo, hasta el punto de que toda propuesta de igualdad es estigmatizada como el mayor de los desastres. La del anarquismo no es una libertad mutilada impuesta desde arriba, como tampoco es la pobre igualdad de cuartel que permitía el socialismo estatista.

El poder político, que adopta la forma de Estado, y el grupo social jerarquizado son los únicos valores universalizables, y suficientes para toda aspiración dominadora, que pretenden que asumamos. Son malos tiempos para hablar de revolución social, máxime con intenciones definitivamente emancipadoras, pero lo que nunca podrán arrebatarnos es nuestro «deseo de revolución social». Los valores libertarios son, tal vez, los únicos que resulta imposible que asuma o instrumentalice el poder político. La potenciación de la sociedad civil, con intenciones cooperadoras en todos los ámbitos de la vida y tratando de dar predominancia al principio de solidaridad y a una ética que también debería ser incondicional (universal y sin ninguna garantía metafísica, con un fuerte compromiso humano), es fundamental para construir una sociedad libertaria.

La aceptación de la diversidad cultural no debe ser tampoco obstáculo para combatir tantas tradiciones locales que atentan contra los derechos humanos (tan mencionados también por el poder político de aspiraciones globalizadoras, y tan poco respetados en tantas partes del mundo), de raíz religiosa o en algún otro tipo de tradición autoritaria. Parece complicado dar soluciones a corto plazo, que no pasen por algún tipo de imposición en un mundo en el que el autoritarismo ha adoptando demasiados formas, pero mantener la lucidez libertaria requiere a veces sortear demasiados laberintos. De momento, me parece importante negarse a elegir entre dos polos inasumibles (absolutismo o relativismo, cuando ambos forman parte de las estructuras de poder), uno de los síntomas de los tiempos que vivimos.

Juan Cáspar

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