Hoy, 14 de abril, es un día señalado para aquellos que reivindican, en forma de bandera tricolor, un régimen republicano para este inefable país llamado, precisamente, Reino de España. A priori, no es precisamente mi caso, pero maticemos, maticemos. Diremos lo primero, banderitas de colores al margen, que si de lo que se trata meramente es de echar a esa panda de sinvergüenzas que son los borbones, yo soy el primero en firmar lo que sea menester o, incluso, ahora que nadie me lee, realizar eso que me produce un sarpullido, que es introducir un papelito en la urna. Por cierto, siempre he mantenido que el mejor final para esta gentuza de la clase alta sería ponerles a trabajar; bien es cierto que eso requiere cierto talante punitivo, que choca frontalmente con las ideas de uno, pero no llevemos tampoco los principios demasiado lejos. Dicho esto, no es posible negar la importancia histórica de lo que se conoce como República que, al menos en sus orígenes, estaba impregnada de progreso democrático; bien es cierto, y los anarquistas ya lo sostuvieron desde el principio, eso de que los ciudadanos participen en la gestión del Estado no deja de ser una falacia como una catedral. No obstante, sigamos con nuestros queridos ácratas y eso tan necesitado que es la memoria histórica en este bendito país; si nos situamos en el siglo XIX, bien es cierto que la militancia republicana y su condición indudablemente democrática y social despertó con seguridad cierta simpatía entre los libertarios.
Aquella Primera República, desgraciadamente, fue un fracaso hasta varias décadas después en el que surgió la Segunda, que es hoy la que muchos reivindican con fuerza; para entonces, los anarquistas, que solo aceptaban el nuevo sistema como un punto de partida para una mayor democratización y justicia, constituían ya el movimiento político y social más poderoso del país. La cosa acabó como se sabe, con un golpe de Estado, una guerra civil en la fueron derrotados los republicanos, incluidos unos libertarios que acabaron participando en las estructuras republicanas con el fin de acabar con el fascismo, y una cruenta dictadura de cuatro décadas; tras ello, la continuidad económica del régimen, con la máscara democrática, gracias a esa farsa llamada Transición. Un relato mítico construido en el que uno de sus mayores «héroes» sigue siendo ese monarca emérito, que lleva décadas entregado al latrocinio; no resulta extraño que algunos reivindicen la forma republicana y es posible que, al menos, sirva para destruir parte del mito, aunque esperemos que no para asentar otra forma dominación. Si en este indescriptible país, debido a ese triunfo de la reacción, tiene indudables connotaciones progresistas, en otros lares el concepto de república ha servido para encubrir toda suerte de sistemas autoritarios; incluso, en algunos ni siquiera era posible esa ilusión de elegir a los que mandan.
En otras palabras, creo yo, la palabra república en el siglo XXI no significa otra cosa que un sistema de Estado, pero no monárquico (al menos, nominalmente). Antes de que la progresía me eche los perros, diré en cuanto a la monarquía, que no debería ser necesario aclarar que resulta intolerable para cualquier persona con la mínima sensibilidad democrática. Hablamos de la forma más elevada de aristocracia familiar; un intolerable vestigio del pasado que, sin embargo, se muestra en la actualidad en algunas países como una mera clase parasitaria, si bien asumiendo la jefatura de Estado, que tolera una democracia formal. Hoy en día, insistiremos en ello, una u otra forma de Estado, monarquía o república, encubre una forma de dominación utilizando el subterfugio de la democracia representativa. Como ya hemos dicho, por mucho que nos asquee la existencia anacrónica de un rey, máxime con los vínculos familiares con la dictadura franquista, desde una postura transformadora, de verdadera profundización democrática y de búsqueda de la justicia social, no creo que suponga gran cosa transformar el Estado en una república. Insistiré, con esta pertinaz lucidez mía, si se trata solo de desterrar definitivamente a un monarca, y derribar al menos un poquito el mito de la Transición, cuenten conmigo. Si la cuestión es asentar otra forma, incluso puede que más efectiva, de dominación, ya es otra cosa. Valga la violenta metáfora intelectual, no se trata solo de quitar un elemento del trono, sino de destruirlo por completo para que nadie ni nada acabe sentándose. Y es que acabar con toda forma de absolutismo es una labor mucho más ardua que reivindicar un sistema político. ¡Nadie dijo que fuera fácil!
Juan C´áspar