¡No hay color! Es tal la distancia que media entre el populismo y el anarquismo que su total incompatibilidad queda fuera de toda duda. El anarquismo no solo es ajeno a cualquier tipo de populismo, sino que, a mi entender, debe considerarlo como un serio adversario político si es de izquierdas, y como un auténtico enemigo si es de derechas.
Dicho esto, la incompatibilidad no excluye que puedan existir ciertas consonancias entre algunos aspectos del populismo y del anarquismo, pero para ponerlas de manifiesto conviene desentrañar primero el embrollo al que que remite el término populismo, y acotar sus características, deshaciendo de paso algunos entuertos.
Entuertos tales como, por ejemplo, el de definir el populismo como el gobierno en nombre del pueblo, pero sin el pueblo, porque eso no diferencia específicamente a los gobiernos populistas, sino que caracteriza a todos los gobiernos, salvo, claro está, a los que surgen de un golpe militar. Todos basan la fuente de su legitimidad en la voluntad popular expresada por las urnas, aunque la ignoran sistemáticamente en cuanto llegan al poder.
Los populismos denuncian con vehemencia el secuestro de la voluntad del pueblo por el estamento político en el poder, y se proponen restituir al pueblo una voz que le ha sido arrebatada mediante una serie de artilugios, devolviéndole así una soberanía que ha sido usurpada. Por eso le instan a acudir masivamente a las urnas y llenarlas con las papeletas de sus formaciones políticas.
De paso ese llamamiento al voto popular deshace otro entuerto que consiste en afirmar que los populismos aborrecen las urnas y procuran acallarlas, cuando en realidad proceden a una sacralización de las urnas como expresión de la voluntad popular. Por eso se vuelcan en los procesos electorales a fin de alcanzar el poder, aunque, obviamente, cuando llegan al poder hacen lo mismo que todos los gobiernos, se olvidan del pueblo.
Al no poder trazar aquí la genealogía del actual concepto de populismo y del fenómeno político que representa, recordaré simplemente que, aunque tiene un lejano parentesco con el populismo ruso de finales del siglo XIX y con el breve populismo estadunidense de la misma época encarnado, entre otros, por el People’s Party, el termino populismo no emergió con una acepción cercana a la actual hasta los años sesenta para caracterizar ciertos fenómenos políticos de América Latina. Aun habría que esperar algunos años para que el populismo adquiriese fuerza en el continente europeo y conociera, ya en el siglo XXI, una expansión que lo sitúa hoy como la ideología ascendente en nuestras latitudes.
En Europa la mayor parte de los movimientos populistas se desarrollan inicialmente a partir de formaciones de extrema derecha y conservan ulteriormente fuertes componentes derechistas, mientras que unos pocos se ubican en la izquierda, como, por ejemplo, Podemos en España o la France Insoumise en Francia. Sin embargo, ocurre el fenómeno inverso en América Latina donde el populismo tiende a ser más bien de izquierdas, y esa diferencia se aprecia de forma aún más nítida si distinguimos los regímenes populistas, es decir, el populismo instalado en el poder, y los movimientos populistas, es decir, el populismo en marcha hacia el poder. En efecto, los regímenes populistas de izquierdas son los que predominan ampliamente en Latinoamérica, sobre todo tras la caída de Bolsonaro en Brasil.
Ciertamente, los regímenes populistas son autoritarios y represores, pero no constituyen propiamente sistemas dictatoriales, suelen conservar las apariencias de las democracias, y para caracterizarlos no me parece desacertado el neologismo democraturas, mezcla de democracia y dictadura.
Es obvio que hay diferencias muy sustanciales entre los populismos de derechas y de izquierdas, por ejemplo, la xenofobia, el racismo, el sexismo, el patriarcalismo, la homofobia, son propios del populismo de derechas mientras que son combatidos por el de izquierdas. Aun así, el hecho de diferenciar los populismos en términos de izquierdas y derechas al focalizar la mirada sobre esas dos ramas la desvía de lo que constituye su tronco común. Como es ese tronco el que me interesa para analizar el basamento común compartido por ambos populismos, prescindiré de esa diferencia y me referiré en adelante al populismo en singular.
Dirigiéndose más a los afectos y a las emociones que a la razón, bien sabemos que el populismo atiza el resentimiento de una parte de la población contra un sistema que ha perdido su confianza y considera injusto, a la vez que ahonda en la denominada crisis de la representación pugnando por capitalizar el malestar de buena parte de quienes se sienten mal, o nada, representados por una clase política que dice representarlos.
El populismo recurre sistemáticamente a un procedimiento de división binaria de la realidad social, al estilo de la diferencia teorizada por Carl Schmitt en términos de la oposición amigos/enemigos. Eso le lleva a simplificar a ultranza la realidad social separando en dos bloques internamente homogéneos y nítidamente contrapuestos una serie de elementos que se distribuyen de hecho sobre un continuo, véase los de arriba y los de abajo, los dominantes y los dominados, el 99% y el 1%, etc.
Sus dardos apuntan a la casta, a las oligarquías, a los poderes mediáticos comprados por los poderes facticos para intoxicar el pueblo, los poderes económicos que dictan sus medidas a los políticos y los corrompen. Su enemigo es todo lo que se sitúa por encima de la soberanía popular y la conculcan.
En conjunto se trata de una musiquilla que no suena nada mal a los oídos anarquistas y no hace falta recordar que el populismo ruso de finales del XIX tuvo cierta influencia sobre el propio Kropotkin para llegar a la conclusión de que algunos aspectos de los populismos lindan con lo libertario.
Por ejemplo, está claro que además de los aspectos que acabo de enumerar también encuentra eco en el anarquismo la exaltación populista del pueblo. Los discursos y escritos anarquistas hacen frecuentes referencias al pueblo y este resuena hasta en sus canciones más emblemáticas, recordemos, por ejemplo, el entrañable Hijo del pueblo te oprimen cadenas…
La resonancia en el anarquismo de otros aspectos del populismo es más dudosa. Por ejemplo, el populismo entroniza lideres carismáticos con los que se identifican sus seguidores. En teoría eso no puede pasar en un anarquismo que es ajeno por principio a cualquier culto a la personalidad, sin embargo, el movimiento anarquista también tiene cierta tendencia a mitificar algunos de sus militantes que merecen sin duda un respecto, pero sin ponerlos a salvo de toda crítica. Si alguien duda de esa tendencia mitificadora en nuestras filas que piense en Durruti o en la Federica, o más recientemente en alguien como Lucio Urtubia, por ejemplo.
Me parece claro que la batalla contra el populismo debe formar parte de los múltiples frentes de lucha del anarquismo, y eso implica no darle aire absteniéndonos, por ejemplo, de participar de sus mantras, tales como propagar tesis conspiracionistas y complotistas, o simplificar al extremo una realidad social que siempre es bastante más compleja que la caricatura que resulta de las particiones binarias.
Pero sobre todo se trata de evitar contribuir a dar alas a la sacralización del pueblo y a los conceptos de soberanía popular y de voluntad general. Porque el arma más decisiva de la que dispone el populismo es la que le proporciona la engañosa construcción que hace de una entidad denominada el pueblo.
Estoy convencido que luchar contra el populismo pasa, entre otras cosas, por la imprescindible critica al concepto de pueblo. El engaño que vehicula ese concepto empezó con aquel We the people (Nosotros el pueblo) que rubricaba la declaración de independencia de los Estados Unidos en 1776. Se creaba entonces una entidad ficticia el pueblo como un fenómeno unitario y homogéneo, y se le atribuía además el don de la palabra, ocultando el ejercicio de ventriloquía que siempre es necesario para poder hablar por su boca.
El pueblo no existe, es una simple categoría conceptual que remite a una entidad sumamente diversa, heterogénea, que el populismo, pero no solo él, transforma en un todo compacto, en un bloque homogéneo difuminando su diversidad constitutiva.
Tampoco la soberanía popular es un valor en sí mismo situado por encima de todo como lo pretende el populismo. No es cierto que el pueblo siempre tiene razón, no es el valor supremo, y ocurre que la denominada voluntad popular debe ser combatida a veces desde los valores anarquistas, porque, por ejemplo, un pueblo fascista es nuestro enemigo por muy pueblo que pueda ser.
Por eso no deja de ser sorprendente encontrar resonancias populistas en el discurso de algunos anarquistas con referencias positivas a cosas tales como el Poder popular, o la reivindicación de un Pueblo fuerte, o la voluntad de rescatar la voz del pueblo.
Tomás Ibáñez
Publicado en la revista Al Margen N.º 125 Primavera 2023
Pienso vestir Fred Perry…
Siempre lo he tenido claro: no hay democracia para tontos.