Actitudes dogmáticas

Una de las características del ser humano es que, gran parte de nosotros, afortunadamente no todos ni siempre, cree estar en la razón más o menos absoluta; lo más paradójico de esta actitud es que el razonamiento de la persona categórica, por norma general, es que es «el otro» el verdadero dogmático.

Habitualmente, se escuchan afirmaciones tajantes en las que pretendemos demostrar nuestra independencia de criterio, nuestra falta de papanatismo o nuestra ausencia de dogmas, sin caer en que toda esta verborrea demuestra ya una considerable dosis de dogmatismo y una nada estimable ausencia de autocrítica. En mi opinión, resulta imposible una absoluta independencia de criterio, ya que los condicionantes son innumerables, por lo que solo dejar un margen para la duda, junto a una sana dosis de autocrítica, puede ayudarnos a no ir por la vida sentando cátedra ni afirmando verdades absolutas (que, como cualquier otra fantasía humana, no existe y el propia concepto de «ciencia exacta» ya es cuestionable, aunque eso ya es parte de un debate más especializado). Con muchos matices intermedios, podemos reducir el dogmatismo a dos actitudes: está el que apela a la sabiduría, y normalmente se considera varios grados por encima del resto de los mortales, y está el que sencillamente repite lo que dicen otros que a su vez considera los verdaderos sabios (por lo tanto, esta actitud resulta una suerte de papanatismo).

La primera actitud podría ser el caldo de cultivo para el autoritarismo, considerar que uno tiene derecho a decidir sobre los demás. La segunda, no menos peligrosa, sustenta las actitudes autoritarias de otros. Por supuesto, el dogmático no hará este análisis y, muy al contrario, es posible que afirme con una lógica blindada a la crítica: «yo no soy dogmático, ergo no soy autoritario ni papanatas». Llegamos entonces a una evidente paradoja. El dogmatismo solo puede identificarse con la rigidez y el inmovilismo, ya que «para qué va a cambiar alguien que ya ha llegado a la verdad»; lo peor no es alguien conservador con una actitud dogmática, porque seguramente es lo más lógico (su máxima podría ser «las cosas son así»), lo terrorífico es alguien que se considera progresista y en realidad no se mueve un ápice en sus opiniones (la afirmación tajante, en este caso, es tal vez «las cosas deben ser así»).

Por supuesto, uno de los factores para evitar el dogmatismo es atender a la realidad permanentemente. Nuestro pensamiento (creencias y valores) puede ser encomiable, pero si queremos adaptarlo sin más al desarrollo real de la cosas, caemos inevitablemente en el dogma (y en el delirio). Otro asunto, muy diferente, es pretender influir sobre las cosas y modificarlas a partir de alguna aspiración, huir del simple acomodo, pero para ello hay que atender lo diferentes procesos de la vida (expresado así, tal vez sea más aceptable que el rígido concepto de «realidad», cuya etimología parece ya conservadora). Por lo tanto, la verdadera actitud progresista no puede afirmar tajantemente nada, la duda es el verdadero motor para el cambio e incluso las verdades con cierta base científica están sujetan a la constante modificación.

Ser dogmático, al margen del grado de conocimiento que tenga uno sobre las cosas, es una necedad. Es, además, una necedad autoritaria y opuesta a todo progreso en la vida. La duda y el pensamiento crítico son valores muy estimables para escapar a toda actitud dogmática; pero, claro está, en ese escepticismo crítico debe caber también la propia autocrítica. Desgraciadamente, todos en mayor o en menor medida, tenemos este tipo de actitudes rígidas y absolutistas, y muchas veces apelando a los más nobles valores, que nada significan si no tienen un sentido «real» para las personas. Existen verdades en procesos muy concretos de la vida, pero para nada definitivas ni absolutas.

Capi Vidal

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