Hace ya algún tiempo escribí que “no hay anarquismo más auténtico que el que es capaz de lanzar hacia sí mismo la más implacable de las miradas críticas”. Las actitudes dogmáticas son tan ajenas al pensamiento libertario que lejos de considerar sus formulaciones como verdades intocables, este manifiesta más bien una total apertura a la renovación. El único criterio al que debe obedecer su indispensable y permanente puesta al día es el de la solidez de los argumentos en favor de tal o cual actualización.
Por ejemplo, la expansiva y acelerada digitalización del mundo ofrece serios argumentos para considerar que el anarquismo debe actualizar sus concepciones acerca del Poder, así como sus planteamientos sobre la Libertad. Pero, aunque no fuese la era digital la que exigiese dichas actualizaciones, ahí están las aportaciones de pensadores tales como Michel Foucault para urgir a esas revisiones sin que nadie deba rasgarse las vestiduras. Sin embargo, esas reformulaciones, a veces drásticas, no implican en absoluto que el anarquismo deba renunciar a luchar contra el Poder, ni desistir de su combate por la libertad, porque dejaría ipso facto de ser anarquismo.
En esa misma línea, también existen fuertes argumentos para considerar que los cambios acaecidos en el ámbito económico, político y tecnológico están modificando las características y las funciones tradicionales del Estado. Lo cual obliga a adecuar, correlativamente, la comprensión que tenía el anarquismo clásico de dicha institución, y a tratar el Estado como un elemento resultante y no como un factor causal de los mecanismos y de los dispositivos de la gobernabilidad. Sin embargo, al igual que en el punto anterior, esa reformulación no significa, ni remotamente, que el anarquismo deba orillar su lucha contra el Estado.
También encontramos en el intenso conflicto político que se vive actualmente en Catalunya una serie de dilemas que parecen obligar al movimiento anarquista a repensar seriamente algunos de sus supuestos. Apartando, por absolutamente improcedentes, argumentos como los que se esgrimían en otros tiempos cuando se decía que si no apoyabas el régimen soviético, o incluso, si no te abstenías de criticarlo, estabas alineándote objetivamente con el bando imperialista, aún queda por valorar las razones aducidas para revisar determinados principios anarquistas que militan contra la implicación libertaria en las luchas por la independencia de Catalunya.
Tanto si quienes animan esas luchas se definen como nacionalistas, como si rechazan ese término y se califican de independentistas -analizaremos más adelante esa distinción- es obvio que el objeto que ambos desean independizar es exactamente el mismo, y no es otro que la nación catalana. Por lo tanto, lo primero que tenemos que examinar es si existen serios argumentos para considerar que tras los cambios experimentados por el concepto de nación, el anarquismo también debe actualizar los análisis que le llevaron tradicionalmente a cuestionar que la nación pudiera constituir la base sobre la cual construir una sociedad de libertad entre iguales.
Se dice que la nación ya no está lastrada por los componentes xenófobos, identitarios y patrioteros que le caracterizaban antaño, y ha pasado a ser una entidad abierta e inclusiva. Sin embargo, resulta que la variación respecto del antiguo concepto de nación es ínfima, porque salvo posturas de tipo nacionalsocialista y similares que defendían, y que siguen defendiendo, una concepción esencialista de la nación, basada en criterios genéticos, esta ha sido definida habitualmente a partir de la historia compartida, de la lengua propia, de la cultura común y, sobre todo, en base a la voluntad de pertenencia a una entidad colectiva que queda definida de esta forma como una nación, y que solo se mantiene como tal mientras existe dicha voluntad. Es incluso esa manifestación de voluntad de pertenencia a una misma comunidad la que se ha usado tradicionalmente como criterio último de la existencia de una nación.
Si el concepto de nación no ha cambiado sustancialmente es porque ya carecía en el pasado (salvo la excepción a la que me he referido) de connotaciones identitarias de tipo genético, para esas connotaciones ya existía, lamentablemente, el concepto de raza. De hecho la nación es una construcción social creada en el proceso de formación de los estados modernos, precisamente, para ayudar a ese menester. Resulta pues, que si no se ha modificado de forma sustancial el concepto de nación tampoco hay argumento para urgir a una modificación de la postura tomada al respecto por el anarquismo, tanto menos cuanto que el recurso al concepto de nación sigue teniendo, como siempre ha sido, la función de promover o de justificar la constitución de un Estado.
A diferencia de la idea de nación, el nacionalismo sí que ha estado asociado tradicionalmente a sentimientos identitarios y xenófobos, de manera que aunque no existan razones para modificar la postura anarquista respecto de la nación, quizás hayan aparecido nuevos argumentos sobre el nacionalismo que obliguen a reconsiderar su radical rechazo. Lo que ocurre es que en este caso ni siquiera hay causa porque, por razones obvias, nadie, por lo menos desde posiciones que no sean reaccionarias, cuestiona hoy la contundente crítica al nacionalismo.
Esa crítica está incluso tan ampliamente asumida que determinados sectores como, por ejemplo, la CUP, se declaran independentistas no nacionalistas, llegando a acuñar conceptos tan escabrosos como el de independentismo sin fronteras. Una fórmula a la que, siendo indulgentes, se le podría dar algún sentido diciendo que pretende transmitir la idea de crear un país con una mayor permeabilidad para acoger a inmigrantes, pero aun así se trataría de un territorio enmarcado en unas delimitaciones que, en román paladino, se denominan fronteras por muy permeables que estas puedan ser.
Ahora bien, si, exceptuando la derecha xenófoba, nadie cuestiona la necesidad de una férrea oposición al nacionalismo, cabe preguntarse si, más allá de las denegaciones retóricas, el independentismo se diferencia del nacionalismo hasta el punto de poder sustraerse a parecido rechazo. La cuestión no es menor porque el independentismo apela a dos principios que, formulados genéricamente, están en consonancia con lo que defiende el anarquismo: el derecho a decidir, y la libre autodeterminación de los individuos, los colectivos y las comunidades, transformada esta formulación en clave independentista en la autodeterminación de los pueblos.
Es obvio que desde el anarquismo no se puede poner trabas a quienes quieran independizarse de un colectivo mayor en el que están incluidos, otra cosa bien distinta es que se deba colaborar en tal empresa, o abstenerse de criticarla, según sea lo que se pretende independizar.
Formulado genéricamente el “derecho a decidir” forma parte de los principios anarquistas, aunque quizás sería bueno sustituir el concepto de “derecho a decidir” por el de “libertad de decidir”, ya que al hablar de “derechos” entramos necesariamente en el ámbito jurídico, y por consiguiente en un sistema reglado de sanciones para disuadir la transgresión de los derechos y para castigar su violación, lo cual se compagina mal con el proyecto anarquista.
En este caso el derecho a decidir remite muy precisamente al derecho que tiene la población catalana a permanecer o a separarse del resto de los componentes del Estado español apelando al principio de la libre autodeterminación de los pueblos. Si ese es el contexto preciso en el que se inserta el derecho a decidir, no es posible obviar el hecho de que históricamente las luchas por la autodeterminación de los pueblos (donde, por cierto, el término “pueblo” es en realidad sinónimo del término “nación”) han consistido en un enfrentamiento entre dos nacionalismos, el dominante y el sometido, que se caracterizan ambos por ser necesariamente interclasistas.
Si las insurrecciones populares nunca son transversales, y siempre encuentran a las clases dominantes formando piña en un mismo lado de las barricadas, resulta, por lo contrario, que en los procesos de autodeterminación el componente interclasista desdibuja la separación entre los dos lados de esas barricadas y siempre hermana a los explotados y a los explotadores en pos de un objetivo común que nunca consiste en abolir las desigualdades sociales. Por eso los procesos de autodeterminación de las naciones siempre acaban reproduciendo la sociedad de clases, volviendo a subyugar las clases populares después de que estas hayan proporcionado la principal carne de cañón en esas contiendas.
Por supuesto, eso no significa que no haya que luchar contra los nacionalismos dominantes y procurar destruirlos, está claro que debemos hacerlo, pero denunciando constantemente los nacionalismos que pretenden asentar y vallar su propio cortijo, en lugar de confluir con ellos. El independentismo tiene a fin de cuenta el mismo objetivo que el nacionalismo aunque justifique de forma distinta su lucha por sustraer una nación a la dominación de otra, pero eso no cambia la naturaleza de su propósito, y este nada tiene que ver con las luchas contra la dominación social y la explotación económica. El hecho de que además de ser independentista se profesen también posturas revolucionarias no afecta la naturaleza de lo primero, que es indefectiblemente nacionalista.
Si no hay buenas razones para involucrarse desde el anarquismo en la lucha independentista ni para abstenerse de criticar sus presupuestos, quizás podríamos ser sensibles a las ventajas que proporcionaría la fragmentación del Estado español y la creación de un Estado catalán de tamaño mucho más reducido. En efecto, puesto que el anarquismo es enemigo irreconciliable del Estado, cuanto más diminuto sea el enemigo más fácil debería resultar acabar posteriormente con él, y, en cualquier caso, menor será su potencial opresivo, sin contar que al ser más cercano a sus súbditos también será más controlable por estos.
Quienes justifican su participación en la creación de un nuevo Estado en base a este tipo de consideraciones parecen ignorar por completo que es precisamente esa mayor cercanía y menor tamaño de las instancias de gobierno lo que buscan los nuevos procedimientos estatales para conseguir un mejor y más férreo dominio sobre lo que se trata de gobernar.
Recurriendo a argumentos más prosaicos para justificar la implicación libertaria en el proceso independentista se argumenta que como no tenemos nada que perder, ni con la obtención de la independencia, ni con la proclamación de la república, no hay motivos, por lo tanto, para no ayudar a conseguir esos objetivos que servirían, como mínimo, para alterar el panorama habitual. Lo que ocurre es que es muy fácil darle la vuelta al planteamiento y preguntar si tenemos algo que ganar con ello, porque de no ser el caso entonces queda totalmente en entredicho la razón por la cual deberíamos ayudar en lugar de abstenernos, salvo si las razones para ayudar nada tuviesen que ver con el argumento según el cual nada tenemos que perder.
Está claro que la independencia no constituye, per se, ninguna aportación apreciable a la causa de la libertad entre iguales, como tampoco lo hace la república ya que la lucha anarquista no puede remitir a la forma juridicopolítica de la sociedad que pretendemos construir, sino al modelo social que propugnamos, anticapitalista, y beligerante contra cualquier forma de dominación.
Tomás Ibáñez
Publicado originalmente en la revista Al Margen # 105, Valencia (Esp.), primavera 2018. Número completo accesible en http://www.rojoynegro.info/publicacion/materiales-reflexion
Hola, me gustaría comentar brevemente esta entrada. Tengo la impresión, y es sólo una intuición, de que este artículo viene a contestar al emitido por Ruymán hace unas semanas ( «Catalunya y las anarquistas», por Ruyman Rodríguez, vocero de la FAGC). Si bien no lo hace explícitamente parece que alude a sus comentarios sobre el independentismo catalán y sus implicaciones con el nacionalismo y el anarquismo. Esta confrontación entre nacionalismo y anarquismo me plantea dudas que trataré de plantear. Si consideramos el nacionalismo como una fuerza social o grupal que se opone a otra o a injerencias externas hay un lugar para admitirlo, desde el momento en que reclama la autogestión frente a un poder superior opresor que la impide; si lo consideramos como una opción excluyente, que hace prevalecer los privilegios de una comunidad por un hecho diferencial frente a otra desde luego no.
En cuanto al concepto de nación creo que el poder cada vez mayor de transnacionales de la industria y el comercio en sectores estratégicos como el de la energía, la alimentación o la química-farmacéutica por citar tres ejemplos, es lo suficientemente importante como para obviarlo en la ecuación. Hoy día dichas empresas tiene más poder que muchos estados, que actúan en su caso como meras comparsas o títeres de sus intereses. Estas gigantes empresariales no tienen nación salvo el dinero, ni para la producción/explotación/extractivismo, ni para la fiscalidad, ni para la regulación jurídica. Basta ver el número creciente de tratados internacionales que, a espaldas del pueblo, se están negociando entre las naciones más poderosas al servicio del capitalismo global. Este creciente y ya no tan nuevo gobierno mundial maneja los intereses políticos de las falsas democracias capitalistas que, sin soberanía, se pliegan a los intereses de la clase política-financiera. La nueva burguesía global oprimirá -está oprimiendo- a todas las capas trabajadoras desfavorecidas, en Catalunya, en Canarias, en Madrid, y en la China o la India. Ya no digamos en África… Este imperialismo multiforme no puede dejarse al margen de las aspiraciones libertarias. Las naciones son aquí lo transversal, las fronteras se diluyen para el poder.
Como el ecologismo, el anarquismo debería pensar globalmente y actuar localmente. Las disputas entre nacionalidades son loables y la autodeterminación debe ser un derecho emancipatorio (si hablar de anarquía no permite hablar de derechos y deberes no me interesa esa anarquía); como debe ser un deber la autogestión en pequeñas comunidades sociales locales confederables. Rechazar y luchar contra las concentraciones de poder, estando este dominado por élites político económicas, debería ser el horizonte de lucha, desde lo local hacia lo global. La identidad cultural en sus rasgos locales, pongan la escala que quieran, debe también preservarse y cuidarse, pues un grupo social sin señas de identidad cohesionadoras es el caldo del individualismo, precisamente lo que quieren los de arriba.