Un pensamiento como el anarquista contiene los diferentes regatos en los que se fragmenta el largo camino hacia la libertad. Se trata de recorridos que fluyen como los ríos en el mar de la libertad, fundidos y confundidos en una única liberación.
Por el mismo motivo por el que no puede haber un anarco-feminismo, sino que habría un feminismo anarquista, ya que no todas las corrientes son feministas, no podemos hablar de anarco-ecologismo sino de ecologismo anarquista, porque el ecologismo se conjuga de diferentes maneras, algunas de ellas claramente contrapuestas.
En pocas palabras: no hay anarquía sin ecología. En el pensamiento de algunos de los anarquistas más notables del siglo XIX encontramos elaboraciones profundamente claras sobre las relaciones entre liberación de los seres humanos y respeto, salvaguardia pero también liberación (de las amenazas de la civilización, del dominio y de la voracidad del Capital) respecto a los demás seres vivos y de la naturaleza (o medio ambiente). Henry David Thoreau en los Estados Unidos fue el paladín de un retorno a la naturaleza en el sentido más concreto, como rechazo a la alteradora vida moderna, y fusión del individuo con la naturaleza; Élisée Reclus conjugó la geografía en sentido libertario, como disciplina del descubrimiento y conocimiento de un mundo sin fronteras hecho de ambientes y pueblos diversos en armonía; Piotr Kropotkin no dejó jamás de poner en relación el apoyo mutuo entre los animales con la necesidad de que también entre los humanos prevaleciese la solidaridad como forma de resistencia y contraposición al dominio. Después de ellos, muchísimos pensadores y agitadores anarquistas han tenido en cuenta estos principios en sus elaboraciones y acciones para cambiar la socieda
d de la explotación del hombre sobre el hombre, y del hombre sobre la naturaleza, convencidos de que las dos cosas forman parte de la unidad. Uno de ellos –pero no el único– Murray Bookchin, ha profundizado en una ecología de la libertad, influyendo en el modo de pensar y de actuar de muchos militantes en el mundo entero.
Entre el 6 y el 17 de noviembre del pasado año, se celebró en Bonn la XXIII Conferencia sobre el Clima de Naciones Unidas, conocida como COP23. Una vez más, los Estados presentes, aparte de desgranar datos sobre las emisiones de gas en la atmósfera, sobre el calentamiento global y sobre el fracaso de los acuerdos de París (COP21) de 2015, han sido incapaces de encontrar una vía seria y eficaz para frenar el cada vez más irremediable envenenamiento por CO2 que atenaza al planeta a causa de las llamadas “actividades humanas”, es decir, de la constante acción del capitalismo y de los Estados que derrochan recursos, privan a la Tierra de sus defensas y emiten contaminación de todo tipo con tal de acumular el máximo beneficio.
Es una opinión muy extendida, incluso entre personalidades de las altas esferas de la política y de la economía un poquito más sensibles, que sin medidas radicales no se resolverá la enfermedad mortal que el capitalismo está infligiendo a la Tierra. Y estas medidas radicales no pueden proceder más que de un pensamiento radical, un pensamiento que vaya a la raíz del problema, que no se limite a identificar soluciones-tapón que, como mucho, intentan paliar los efectos, rascar la superficie; sino que, por el contrario, puedan incidir sobre las causas que generan el problema: la supervivencia de la vida sobre el planeta Tierra. Y este pensamiento es, sin ninguna duda, el anarquismo.
El capitalismo y los Estados, con su máximo triunfo en los últimos dos siglos, están en el origen de la gravísima enfermedad del planeta. Han llevado al extremo la explotación de la naturaleza, como consecuencia de la explotación humana que han teorizado y practicado. Han hecho del dominio la ideología preponderante, sacrificando cualquier cosa, personas, animales, medio ambiente, para satisfacer la voracidad de una minoría de ricos desatados. No hay que esperar ninguna solución de quien está en el origen del mal que aflige al mundo. Sus propuestas y sus acciones son solamente trampas mistificadoras: la “green economy”, la economía verde, que pone solo una máscara sonriente y tranquilizadora a los asesinos de la tierra y a los contables del mercado global. El desarrollo sostenible quisiera mostrar una posibilidad de continuar con la destrucción del medio ambiente y la explotación humana más aceptable. Se trata solo de un oxímoron, como oxímoron es decir biocapitalismo, ese gran monstruo que ciega la razón y, mientras por un lado encauza consumidores con la conciencia limpia de los supermercados globales donde se consume el espectáculo cotidiano de la mercantilización y la alienación, por otro esclaviza y somete a millones de personas, privándolas de los más elementales bienes necesarios, además de la libertad, con el fin de proseguir en su dominio, valiéndose de las fuerzas armadas, extorsiones económicas, corrupción y otros instrumentos de persuasión psicológica cada vez más sofisticados y ocultos.
El ecologismo clásico, ese que hemos conocido en los últimos treinta años, ese del “sol que ríe”, nacido antinuclear y finalizado socialdemócrata por su declarada compatibilidad con el sistema económico de tipo occidental, no tiene ninguna posibilidad de aportar cambios sustanciales; no por casualidad ha acabado por ser una muleta del sistema capitalista, obteniendo si acaso un lavado de cara.
Un pensamiento radical hoy puede ayudarnos a comprender los nexos entre la falta de soluciones al problema de los residuos y la organización autoritaria de los partidos, entre una estación con récord de calor y un sistema de explotación de los recursos sin precedentes en la historia humana y que se llama capitalismo; entre una hamburguesa, un agujero en la capa de ozono y las calamidades consideradas como fenómenos “naturales” que obligan a millones y millones de personas al éxodo de sus tierras. Un pensamiento radical puede hacer comprender lo semejante y entrelazada que está la explotación de hombres y mujeres en el ámbito laboral, con una agricultura intensiva; lo mucho que una sociedad autoritaria es la negación misma del medio ambiente siendo autorizada para la defensa con cualquier medio del derecho de pocos al saqueo para la acumulación de capitales en sus propias manos. Un pensamiento radical explica cómo el patriarcado, que somete a
la mujer, y el autoritarismo, que somete a toda especie viviente, tienen los mismos orígenes en el poder, en el ejercicio del dominio, y que no puede haber liberación de un solo elemento respecto a todos los demás, sino que todos los elementos deben apoyar mutuamente la liberación, que un recorrido de construcción de unas sociedad no puede excluir nada, no puede hacer excepciones, o fracasará.
Una sociedad igualitaria, es decir sin privilegios, sin Estados, sin poder, es una sociedad consciente de que el mundo es todo uno y debe ser respetado por todo lo que representa: árbol o río, montaña o lago, animal o persona; sin la armonía entre todos los elementos y en todos los elementos no puede haber liberación efectiva. Por supuesto que también los métodos que se adopten deben ser coherentes con estas finalidades, deben contenerlas, hacerlas propias, ser su expresión coherente.
Pippo Gurrieri
Publicado en Tierra y libertad núm.357 (abril de 2018)