¡Que ardan todas las patrias!

Se acaba de editar el libro Anarquismo frente a los nacionalismos. Es una recopilación de las opiniones expresadas al efecto por doce militantes del movimiento libertario. Algunos de ellos son colaboradores de este periódico (Tierra y libertad). Reproducimos algunos párrafos.

Hoy, como ayer, en todos los Estados nación las cadenas son para los trabajadores y por eso los anarquistas seguimos privilegiando la cuestión social a la nacional. Aunque eso no quiere decir que no aportemos nuestra solidaridad a cuantos se rebelan contra la opresión económica, religiosa, cultural, estatal, nacional o de género. Pero eso no nos impide ni nos impedirá advertir, como lo hacía Rocker, que “el aparato del Estado nacional y la idea abstracta de nación han crecido en el mismo tronco” y que oponer unos pueblos a otros solo fortalece la opresión política y social de los Estados y el capital.

Dadas las actuales condiciones políticas, sociales y culturales de las sociedades humanas, en las que el sistema de explotación y dominación capitalista es hoy en día hegemónico, resulta muy difícil de ver perspectivas reales emancipadoras a través de las alternativas tradicionales a ese sistema. No solo por la propia capacidad del capitalismo para mantenerse, renovarse y perpetuarse, sino también por la injustificable incapacidad de las fuerzas políticas y movimientos sociales –que han pretendido combatirlo– de unirse para constituir un frente común y proponer una verdadera y realista alternativa anticapitalista.

Es obvio que, para superar esa dificultad, debemos comenzar por asumir la importancia de esa incapacidad y la necesidad de denunciar sus causas; pues no solo se podrá evidenciar así su papel confusionario y divisor, sino también evitar que ellas sigan impidiendo en el futuro esa unidad de acción anticapitalista, tan primordial para abrir verdaderas perspectivas emancipadoras en el mundo actual. De ahí pues la necesidad y urgencia de hablar claramente para deslindar responsabilidades, comenzando los anarquistas por asumir las nuestras. Pues, aunque solo sea por nuestra insignificancia numérica, está claro que debemos asumir la responsabilidad de no poder contribuir masivamente a esa unidad y a esa acción conjunta de todas las fuerzas que se reclaman del anticapitalismo. Y, en consecuencia, la obligación de no erigirnos en donadores de lecciones.

No obstante, si nuestra responsabilidad es solo por lo reducido de nuestras fuerzas, sí que podemos afirmar que la de los movimientos nacionalistas es, en cambio, mayor y mucho más grave. Y no solo por movilizar masas enormes de ciudadanos sino también por su contribución a la expansión y fortalecimiento del capitalismo y al mantenimiento de la sociedad de clases en todo el mundo. Como también lo es la de las ideologías reformistas o revolucionarias que pretendían crear un mundo nuevo a través de la conquista del poder y tras instaurar la socialdemocracia o la dictadura del proletariado. Esos instrumentos transformadores del socialismo de Estado que, además de no crear ningún mundo nuevo, contribuyeron a la extensión y consolidación del capitalismo. Y no solo por probarlo la experiencia histórica sino también por concluirlo una reflexión objetiva sobre las bases teóricas de tales propuestas. Pues tanto la experiencia histórica como la reflexión teórica ponen en evidencia el carácter absolutamente utópico o falaz de pretender llegar a la libertad a través de la autoridad. Una evidencia, cada vez más obvia y reconocida hasta en el seno de los propios medios políticos y sociales marxistas, que les obliga a cuestionar el rol del poder y a integrar, en su búsqueda de nuevas propuestas emancipadoras, la preocupación por la gravedad del deterioro medioambiental en el mundo.

Claro que esto no es suficiente aún para superar los antagonismos ideológicos que impidieron la posibilidad de llegar en el pasado a ese frente común de acción o que frustraron las tentativas intentadas; pero sería una grave inconsciencia no reconocer esta coincidencia tan prometedora y las posibilidades de encuentro que ella abre: tanto para reflexionar en común con los anarquistas en las búsqueda de alternativas al capitalismo como para evitar el futuro ecocida al que éste nos lleva.
En todo caso, lo que si está fuera de toda duda es la necesidad y urgencia de no persistir en las alternativas que han fracasado, y de hacer todo lo posible por encontrar nuevas a partir de las enseñanzas del pasado.
Esas enseñanzas que han dejado bien probado el valor de la autonomía y la acción directa para combatir el poder instituido y de la autogestión para organizar la gestión de la convivencia humana en base a los principios de libertad, igualdad y solidaridad.

(Octavio Alberola)

El anarquismo no es una ideología dogmática ni una filosofía del absoluto, es un ideario que se ha ido construyendo a lo largo del tiempo; sin embargo, no por eso puede entenderse que el anarquismo es un cajón de sastre en el que caben todo tipo de propuestas. Desde mi punto de vista, las señas de identidad del anarquismo son: la defensa de la más amplia libertad para todos los individuos, entendiendo que mi libertad no se ve limitada sino necesariamente complementada por la libertad de los demás; la solidaridad y el apoyo mutuo como bases de las relaciones humanas, lo que contradice cualquier forma de dominación de género, hegemonía política y explotación económica; el federalismo como única forma de organización colectiva, desde el ámbito local al planetario; y la acción directa, es decir, la intervención explícita de los individuos en todas las cuestiones sociales que les afectan, lo que se contradice con cualquier forma de parlamentarismo (estatal, municipal, sindical…), pues la libertad ni se cede ni se delega.

El anarquismo es uno de los herederos del ideario filosófico de la Ilustración y de su concepto del derecho natural, es decir, del convencimiento de que todos los seres humanos, por el solo hecho de nacer, tienen unos derechos que son inalienables, tal y como se explicitaron por primera vez en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea revolucionaria francesa en el verano de 1789 que, como decía su propio título, no se limitaba únicamente a los franceses sino que su protección se extendía a toda la Humanidad.

Sobre esta filosofía individualista está cimentado el anarquismo. Las condiciones de vida y de trabajo de las clases populares no se transforman milagrosamente solo porque cambie el gobierno ni porque los trabajadores pasen a estar bajo la soberanía de otro Estado. La formación de nuevos Estados o el relevo en el gobierno de aquellos que ya existen, sobre todo en regímenes de democracia formal, solo son síntomas de cambios en el equilibrio de las fuerzas sociales que se enfrentan en su seno, porque a todo cambio político le antecede un cambio social.
Pretender que una simple modificación en la forma o en el tamaño del Estado impulsada por la burguesía se va a traducir, por arte de magia, en una transformación de los modos de dominación política y de explotación capitalista es confiar ciegamente en la buena voluntad de la burguesía.

En la Cataluña de hoy se repite un fenómeno que ya analizó Piotr Kropotkin, en su obra sobre la Revolución francesa: “al lado opuesto se ve al pueblo, con su empuje, su entusiasmo y su generosidad, dispuesto a hacerse matar por el triunfo de la libertad, pero al mismo tiempo pidiendo ser conducido, dejándose gobernar por los nuevos dueños instalados”.
Si la independencia pudiese suponer un avance significativo de las demandas populares, el PDeCAT y sus aliados renunciarían a ella, como ya hizo en 1917 la burguesía catalanista cuando vio amenazados sus privilegios por la combatividad de la CNT y se echó en brazos del general Martínez Anido o, por decirlo con las palabras de Gerald Brenan, “la unión de los nacionalistas catalanes con el ejército anticatalanista era una situación paradójica; demostración de que la Liga anteponía su preeminencia social de clase a la cuestión del catalanismo”.
No creo que esto haya cambiado.

(Juan Pablo Calero)

El anarquismo es una ideología con unas bases bastante sencillas de entender, con unas consecuencias lógicas derivadas de estas bases que no deberían generar demasiadas dudas y, posteriormente, con tantos matices que no en vano muchas veces se ha utilizado el plural, hablando de anarquismos.
Hay dos cosas que son de ineludible cumplimiento conjunto: Socialización de los bienes de producción aboliendo la propiedad privada. Esta es la parte “de familia” que, al menos en teoría, compartimos con socialistas y comunistas. No hay libertad posible si no hay justicia social repartiendo el producto del trabajo, siendo aceptada mayoritariamente la fórmula enunciada por Kropotkin “a cada uno según su necesidad y de cada uno según su capacidad”.

Libertad en ningún caso sometida a autoridad política alguna. La garantía económica de la vida, el suministro de las condiciones materiales para el desarrollo físico de la persona, no deja de ser esclavitud si no se eliminan las ataduras a su movilidad, expresión, decisión y pensamiento.
Dicho de otro modo, no hay igualdad posible si no es desarrollada en libertad. Esta reivindicación ha sido compartida en ocasiones por algunas ramas del liberalismo radical (en no pocos casos de forma hipócrita).
Cualquier asunción únicamente de una de las dos premisas por separado desemboca inevitablemente en dictadura o desigualdad criminal. No estaríamos hablando en ningún caso de anarquismo.
La identificación con las ideas anarquistas se complementa con un sentimiento de comunidad o cercanía con todos aquellos grupos o individuos que siguiendo estas premisas han luchado por su desarrollo y aplicación tanto desde el plano teórico como desde la más rabiosa práctica.
En muchos casos la represión sobrevenida al pensamiento y al desarrollo material del anarquismo ha generado héroes, villanos, épicas e historias dramáticas que han contribuido a calentar también los sentimientos tras una identificación racional con las ideas.

Evidentemente no son revolucionarias todas las movilizaciones. Como no lo son, y esto hay que repetirlo bien alto lamentablemente, todos los ataques a la policía, ni todos los manifestantes encapuchados, ni todos los lanzamientos de cócteles molotov. Es algo obvio que no debería ser necesario ejemplificar, pero por si acaso todos hemos visto miles de personas manifestándose contra el aborto o a favor de la familia tradicional, o si queremos mirar un poco más lejos podríamos acordarnos de las protestas en Ucrania que consiguen derribar al gobierno accediendo al mismo uno de los principales partidos que lideraba las protestas. El resultado fue un gobierno trufado de ultraderechistas y oligarcas, el país dividido, los sueldos por los suelos y los jóvenes saliendo disparados hacia otros países de Europa huyendo de la miseria. ¿Alguien se acuerda de la “revolución islámica” que derribó una monarquía en Irán y su desarrollo posterior? La guerra por la independencia irlandesa, una vez lograda, se llevó por delante una gran parte del poder adquisitivo de las pensiones, derechos de las mujeres como el aborto o el divorcio, y acabó dando muchísimo más poder a la Iglesia católica, que se tradujo por ejemplo en el envío de tropas a Franco para apoyar la Santa Cruzada contra los revolucionarios ateos.

Más que unos mínimos que debería cumplir toda movilización, para que cuente si no con el apelativo de revolucionaria sí con nuestra simpatía, habría que atender a los fines que persigue esa movilización y por supuesto a los medios. Ha habido multitud de protestas y movilizaciones surgidas desde fuera del movimiento libertario, y que lógicamente lo trascendían, que no hemos dudado un segundo en respaldar, como por ejemplo las protestas contra el bulevar en el barrio burgalés de Gamonal hace unos años, contra el muro ferroviario en Murcia, o la lucha de las camareras de hotel autodenominadas “las Kellys”. Todo aquello que contribuya a la consecución de una mejora material o a mayores cuotas de libertad debería contar con nuestro apoyo siempre y cuando no suponga un deterioro de las condiciones de vida de otros o se utilicen medios inaceptables para su obtención. Que los medios y los fines tienen que estar en consonancia es algo que ha exigido el anarquismo históricamente, incluso con las contradicciones que haya cometido.

El sujeto político, al menos en el anarquismo, debe ser el ciudadano o, si queremos evitar ese término en discusión, la persona. Si dotamos de derechos a la persona no podrá existir discriminación que no sea una evidente vulneración de los mismos, además del hecho de la realidad demostrable del sujeto “persona”. Si afirmamos la nación como sujeto político pueden perfectamente vulnerarse derechos individuales como estamos viendo todos los días. La nación es un concepto subjetivo y exige un grado de uniformidad mayor o menor pero que siempre acabará chocando con la libertad individual, por supuesto, incluso con libertades de grupos étnicos más pequeños. Lo hemos visto con la nación argentina respecto a los mapuches, y lo veríamos con toda seguridad con el valle de Arán en una Cataluña como nación independiente. ¿Y cuál es la solución del nacionalismo ante la gente que no se siente identificada por la nación que se pretende crear pero están dentro de su supuesto territorio? La imposición por la fuerza, no hay duda, y en casos extremos la limpieza étnica como hemos visto, por ejemplo, en los Balcanes no hace tantos años.

Dotar a la nación de derechos y reconocerla como sujeto político es una formulación extraña al anarquismo, o dicho de otro modo, es más bien familiar al poder que aspira a dirigir los destinos de las personas que integran esa nación. Es a ellos a quienes sirve esa forma de estructurar el pensamiento y la realidad territorial.
De todos modos, hay que tener claro que los derechos humanos solamente se garantizan en una sociedad libre y económicamente justa, algo que obviamente el capitalismo vulnera inevitablemente por su propia esencia.
El cosmopolitismo o internacionalismo es la reivindicación de la fraternidad humana por encima de las fronteras y por tanto la negación de las mismas como elemento diferenciador. El significado de un exabrupto como “independentismo sin fronteras” podríamos preguntárselo a su autora, pero fuera de su pretensión poética como oxímoron (me gusta mucho más la “ardiente oscuridad” de Buero Vallejo, o “el cadáver exquisito” de Bretón) es un sinsentido político.

Es más importante hoy que nunca recordar que la globalización hay que favorecerla, pero siempre desde un punto de vista libertario luchando contra el impulso identitario que es el caldo de cultivo perfecto para el neoliberalismo y la extrema derecha y que está creciendo considerablemente en muchos países (EE UU, Polonia, Austria…).
Creo sinceramente que la necesidad imperiosa ahora mismo es volver a centrar el discurso de nuevo en el conflicto de clase, los bajos salarios, las jornadas laborales eternas, el paro, la vivienda en medio de otra nueva burbuja, la vigente ley mordaza y los nuevos intentos de restringir la libertad de expresión en la red, el aumento de la edad de jubilación, el aumento del presupuesto militar, la reclusión de población migrante en CIE sin cometer ningún delito, etc., que además de ser los problemas reales de la mayor parte de la población catalana, son también los del resto del país como mínimo.

El hecho de que todo esto haya pasado a un segundo plano respecto al derecho a decidir, al derecho de autodeterminación, o peor aún, que se haya elaborado la falacia de que estas formulaciones resolverán aquellos problemas y no la lucha organizada e inmediata contra la clase social que los provoca o los impulsa (por muy catalana que sea), trae como consecuencia una progresiva derechización de los trabajadores como está ocurriendo en países como Polonia, Hungría, Austria, Alemania o Francia. El abandono de un discurso centrado en sus problemas reales o la traición histórica de la izquierda ya sea enfangada en la corrupción o por el incumplimiento sistemático de toda promesa, ha hecho que nos hayamos visto en la situación actual de recortes sociales y de reducción de las libertades

(Julio Reyero)

Publicado en Tierra y libertad núm.357 (abril de 2018)

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