En los últimos años, es curioso que desde los púlpitos políticos, se llame «nacionalistas», a cualquiera menos a uno mismo, así lleve encima una bandera de dos metros. Con total tranquilidad se puede denunciar que un medio de comunicación adoctrina, pero el tuyo no. En estado de ataraxia afirmar que la escuela lava el cerebro de los niños, menos la que sirve a tus intereses. Y desenfadadamente declarar, que esos políticos son totalitarios, justamente los que tú no votas. Es una pamplina tan evidente, que pienso que es imposible no verlo: Francisco Ferrer dijo que «la escuela es un artificio para domar»; Noam Chomsky que los medios de comunicación fabrican el consentimiento; y yo, que los políticos tienen mucha jeta, y por sus cosas matan, como esa actriz de la tele que estuvo con un torero. Eso es así. Así que a repasar conceptos.
Cuando se habla de identidad en términos nacionales, en Europa, ¿de qué estamos hablando? Pues de aquellas características y peculiaridades, que son comunes (y fundamentales) para identificar a una población. Estos rasgos, por un lado permiten reconocer a esa persona como «nacional», tanto por nosotros como por los otros que no somos nosotros.
Esto es algo que suele pasar desapercibido: la identidad nacional, siempre se crea, se construye, se edifica, enfrentada a las de los otros. Esto es universal en cualquier definición de Nación. España existe, porque existen Portugal y Francia. Franceses y portugueses nos reconocen como españoles porque nacimos en España y hablamos castellano con ese acento que parece que estemos siempre cabreados…, y dan gracias a Dios por no serlo ellos mismos. Porque el nosotros/ellos, siempre lleva una carga jerarquizada de mejor/peor. Con esas dos características comunes (idioma y lugar de nacimiento), toda la población es unificada a pesar de las diferencias que separan a un funcionario de Justicia de Zaragoza que por ligarse a una pava va a clases de jota en el aula de la Tercera Edad de su Distrito, de un pastor de cabras de Albarracín, que ni escuchó hablar en sueños de semejante abominación.
Otro concepto curioso es la palabra «Pueblo». Cuando se habla de «el pueblo», ese término engloba a todo el mundo: al empresario, al proletario, al payo y al gitano, al hombre y a la mujer. Usado así, de forma nacional, «pueblo» es un concepto que agrupa al rico y al pobre en un proyecto común, del que se dice que ambos saldrán beneficiados. El Pueblo es también un concepto positivo. No dirás nunca que un nota que le pega de hostias a su novia, o que degüella a un carnero a lo bestia, forma parte del pueblo. Son cosas del simbolismo.
Para sustituir al concepto Pueblo, últimamente se emplea el de ciudadanía. La ciudadanía la proporciona el tener la nacionalidad y estar sujeto a unas leyes, que dicen que te dan derechos y deberes. Derechos, por supuesto, frente a los que no son ciudadanos. Una persona con papeles, no tiene los mismos derechos que una sin papeles. Deberes, no hay que dudarlo. El principal deber de un ciudadano, es pagar impuestos.
Y pues nada, que en mi opinión, toda esa caterva de pelones que luchan por su país, su patria, su nación su tierra…, son carne de cañón del nacionalismo, que es un invento identitario de los poderosos, para que los pobres luchen para hacer a los ricos, más ricos de lo que ya son.
Lo curioso, querido Acrato, es que siendo eso tan evidente haya por ahí algunos pretendiendo defenderlo en nombre del anarquismo. Con la excusa de que «el anarquismo no es propiedad de nadie» y que, a partir de ahí, se puede defender en su nombre hasta el Estado.
Como puedes ver, Acrato, no solo los políticos tienen mucha jeta…