Cultura clásica
 y pensamiento libertario

El pensamiento libertario se identifica con la visión de la vida que pone como central la cuestión de la libertad, en al menos dos significados elementales. Por un lado significa liberarse de cualquier forma de dominio y autoridad que se impongan sobre el individuo limitando e incluso sofocando su autonomía y su autodeterminación; por otro lado, libertad evoca la posibilidad, para los individuos y las comunidades a través de las que los individuos se organizan y relacionan, de poder expresar sin restricciones las propias potencialidades, las propias aspiraciones y los propios talentos.

Libertario puede leerse a veces como sinónimo de anarquista y viceversa, pero existen algunas diferencias de fondo que hay que tener presentes. Parafraseando una célebre afirmación de Errico Malatesta, podemos decir que todo anarquista es un libertario pero no todos los libertarios son anarquistas.
Incluso algunos liberales desprecian la etiqueta de libertario y, en el ambiente de la finanza de asalto y de los ejecutivos, no faltan quienes se definen como anarco-capitalistas. Sócrates decía que no basta con tener en la mano un tirso para poderse llamar seguidor de Dionisos, y se podría añadir que no basta con poner el adjetivo «libertario» o el prefijo «anarco» para poderse definir como libertario, al menos según la que es la versión y la «tradición» más auténtica del libertarismo.

Es necesario establecer algún punto de referencia, sobre todo decir que para la perspectiva libertaria más próxima a la anarquista, la libertad solo tiene un sentido pleno si (a partir de las dos acepciones enunciadas) se expresa en cada hombre y a través de todos los hombres, sin diferencias de «raza», de sexo, de orientación sexual y así sucesivamente. La igualdad que deriva de esta perspectiva no significa adhesión e identificación con un modelo ético o de comportamiento, sino la posibilidad de desarrollo de una persona en el respeto y con el apoyo de los demás individuos. Significa también que la sociedad (entendida esencialmente como sociedad de los individuos), que no se convierte en otra por las personas que la componen, se activa para ayudar y apoyar a los individuos en las diferentes fases de su vida (desde la educación a la asistencia sanitaria) para hacer de manera que el libre y fecundo desarrollo de la persona no sea solo un lema y no esté determinado esencialmente por las condiciones socioculturales de partida de los individuos o exclusivamente por las que determinan a través de los «patrimonios» y las «carreras» individuales.

Por otro lado, en este tipo de perspectiva libertaria, la libertad no empapa solo una dimensión de la vida, por ejemplo la económica o la privada, sino todas las esferas, sean públicas o privadas, en que se encuentra y expresa el individuo a lo largo de su existencia. Por consiguiente, también las organizaciones políticas y sociales deben ser expresión de la voluntad libre (y «educada» en sentido social y cooperativo), del consenso y de la activa participación de los individuos. En otras palabras, el dominio (es decir, la autoridad impuesta, no aceptada, no revocable) debe ser expulsada de todas las esferas de la vida. Bastan estas dos elementales caracterizaciones de libertario, en sentido igualitario y no reducido, para tumbar todas o casi todas las hipótesis de un libertarismo espúreo, es decir, no consecuente ni coherente.

¿Qué tiene que ver, por ejemplo, el denominado anarco-capitalismo con la perspectiva libertaria mencionada, si con esta expresión se quiere definir un capitalismo salvaje, con la pretensión de «autorregularse» a través de dinámicas que premian la agresividad y el menosprecio y crean desigualdad y explotación, utilizando situaciones de desigualdad social e internacional que acentúan y perpetúan?
Otra diferencia importante entre el pensamiento y la perspectiva libertaria y la más propiamente anarquista es de tipo histórico: teorías filosóficas y praxis políticas fundadas en el principio de la libertad las encontramos en muchas épocas, a partir de la antigüedad más remota y en los contextos geográficos y culturales más diversos. Cuando, en cambio, hablamos de «anarquía», «anarquismo», «movimiento anarquista», etc., nos referimos a un periodo histórico bien definido, el moderno, que ve su más completa afirmación en un arco de tiempo que va de la segunda mitad del siglo XVIII a la primera mitad del XX. Con alguna aproximación, podremos decir que una serie de teorías con trazos libertarios, si no específicamente anarquistas, se definen a partir de la Ilustración y de la Revolución francesa; basta con pensar en la influencia que tuvieron sobre personajes como William Godwin y Piotr Kropotkin, mientras el acto de nacimiento del movimiento anarquista en Europa se identifica con la creación de la Internacional de trabajadores (1864), estrechamente ligada tanto en el plano teórico como en el organizativo a la figura de Mijaíl Bakunin.

Por consiguiente, si la historia del pensamiento libertario (y de las praxis a las que ha influido), expresado con modalidades más o menos orgánicas, es casi tan antigua como el hombre, la de la anarquía (teoría) y la del anarquismo (movimiento) son por el contrario típicas de la modernidad. Entre los dos momentos, obviamente, no existe una cesura, en el sentido de que las teorías libertarias desarrolladas a través del tiempo han influido y a menudo han confluido en las modernas concepciones del anarquismo.
Esto resulta claro si consideramos que la misma idea de libertad entendida como liberación de toda forma de dominio del hombre sobre el hombre y la posibilidad concreta de afirmación individual, compartida por toda la comunidad política, han sido teorizadas de forma articulada y orgánica en el pensamiento griego (en el ámbito filosófico, político, médico, antropológico etc.) de los siglos V y IV antes de nuestra era, como una visión «escéptica» del poder, absolutamente crítica hacia tal forma de concentración, perpetuación, gestión personalista e incontrolada del poder.

La crítica al poder monocrático, jerárquico, exclusivo y excluyente simbolizado por la figura del tirano, pero no limitado a ella, ha sido desarrollada por el pensamiento griego en el ámbito filosófico (por ejemplo, por Jenofonte en Hierón, y por Platón en su República), en la perspectiva mitológica y psicológica a través de la tragedia, con la ironía y la paradoja de la comedia ática, casi con una serie de reglas de la democratía (literalmente autogobierno de la comunidad política). Tales reglas inhiben la concentración de poder, la posibilidad de que se perpetúe en manos de uno o de pocos, la posibilidad de sustraerse del control y de que sea compartido por toda la comunidad.
Desde este punto de vista, podremos decir que esa parte nada insignificante del pensamiento humano, de la cultura «clásica», que al correr de los tiempos se ha manifestado de manera más o menos explícita y directa a favor de una libertad extensa y compartida, puede considerarse por derecho propio patrimonio del pensamiento libertario moderno.

Aristóteles, en el Sexto Libro de la Política, escribe: «Base de la constitución democrática es la libertad (…) Una prueba de la libertad consiste en ser gobernado y gobernar por turnos (…) Otra es vivir cada uno como quiere, porque esto, dicen, es obra de la libertad, por cuanto es propio de quien es esclavo no vivir como quiere (…) de esto proviene la pretensión de preferiblemente no estar bajo ningún gobierno o, dicho de otro modo, gobernar y ser gobernado por turnos: por esta vía se contribuye a la libertad fundada sobre la igualdad».
Piotr Kropotkin, en la voz «anarquismo» de la Encyclopaedia Britannica de 1910, en la sección que se refiere a «El desarrollo histórico del anarquismo» evoca una serie de personajes, filosofías y movimientos políticos que a lo largo de la historia han expresado ideas y comportamientos caracterizados en sentido libertario, basados en la libertad individual, la libre asociación de los grupos y el rechazo de la violencia y el autoritarismo. Kropotkin incluye en esta lista a personajes como Lao-Tse, el presunto autor del Tao-Te-King, y a Zenón; a Rabelais y a Fénelon, pero también a un obispo de la Iglesia católica, Marco Gerolamo Vida. Se refiere después a movimientos como los husitas y los anabaptistas, y a algunas corrientes ideológicas y políticas de la Revolución francesa, a la que dedicó un amplio estudio.

Si el criterio para caracterizar como libertaria una visión de la vida o un movimiento social y político es el de la libertad individual, la igualdad entre todos los hombres en el sentido de la libertad común y de la paridad en la dignidad y, por consiguiente, la oposición y la revuelta contra toda forma de jerarquía y de opresión del hombre sobre el hombre, se comprende por qué en la nómina libertaria podemos encontrar los más diversos personajes, distantes entre sí por sensibilidad y por épocas históricas.
El ya mencionado Zenón de Citio, por ejemplo, fue alumno del cínico Crates y fundador de la escuela estoica, que retoma y reformula algunas doctrinas propias del cinismo, como el rechazo a toda norma ética y jurídica que se aleje de una vida simple y natural, proyectando un ideal igualitario y cosmopolita en oposición al modelo de la familia o del Estado. Hipatia es considerada una «mártir del libre pensamiento», la filósofa neoplatónica que vivió en Alejandría entre los siglos IV y V, y que enseñó «a quien quisiera escucharla» (y entre estos estaban también los cristianos) la filosofía griega, las matemáticas y la astronomía, pero también una actitud tolerante hacia la diversidad religiosa y política. Hipatia, entre otras cosas, se lanzó a defender a la comunidad judía de Alejandría de la vesania del fanático obispo Cirilo, «un asesino condenado como asesino por el tribunal de la Historia», como ha escrito Silvia Ronchey, el mismo que instigó a los asesinos de Hipatia, una masa de fanáticos cristianos guiados por monjes del desierto, los llamados parabolanos, verdadera guardia armada de Cirilo, nombrado Doctor de la Iglesia por León XIII a finales del siglo XIX, y recientemente recordado elogiosamente por Benedicto XVI.

También muchos rebeldes, irregulares e inconformistas se han apuntado a las filas del movimiento libertario por su rechazo de la autoridad, del poder, de las reglas y de las convenciones. Socialistas y anarquistas se han inspirado siempre en personajes como Espartaco, que lideró la revuelta antiesclavista contra Roma, y los libertarios han considerado siempre con simpatía a personajes como los piratas por su vida contra la ley y el poder, y su autodeterminación de tipo democrático, pero también a individuos al margen de la sociedad como las prostitutas y los delincuentes, considerados (con una indulgencia a veces demasiado generosa) víctimas de la sociedad y sobre todo del Estado.
La historia del pensamiento libertario es la historia de las reivindicaciones y de las batallas en nombre de la libertad y de la igualdad; una historia interna y paralela a la «oficial» de la que quedan trazas y testimonios antiquísimos, tanto que en algunos anarquistas como Bakunin, el rechazo de Adán a obedecer a la prohibición de comer del fruto del árbol de la ciencia, fue considerado como la primera afirmación consciente de la libertad humana. El discurso se haría más amplio y complejo si considerásemos las múltiples articulaciones del pensamiento libertario, como el rechazo de los dogmas, la relativización del concepto de verdad, el rechazo de las divisiones jerárquicas de tipo social, económico o étnico; la reivindicación de una igualdad que coloque la libertad y el libre desarrollo del individuo como criterios esenciales de valoración. Sobre uno o más puntos apenas recordados, los libertarios han tenido en el curso de los siglos muchos compañeros de viaje, que aunque no se han podido definir como libertarios en toda la acepción de la palabra, han proporcionado una importante contribución a la lucha, sin tiempo y sin fin, en nombre de la libertad y de la dignidad del hombre, de cualquier hombre.

Enrico Ferri

Publicado en Tierra y libertad núm.352 (diciembre de 2017)

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