Con permiso de Antonio López Campillo y Juan Ignacio Ferreras, autores del libro con el mismo título, sintetizamos algunas ideas presentas en él con las que no podemos estar más de acuerdo.
Primera lección. La pregunta sobre si existe Dios, en el correr de la historia, supone la aparición del pensamiento crítico, la potenciación de la filosofía y de todas las ciencias. La respuesta del ateo no será un no tajante, ya que creer en no-creer invita a la reflexión, será un «no lo sé, pero creo que no». La reflexión consiste en considerar la imposibilidad de demostrar la inexistencia de algo; por el contrario, si algo puede ser demostrado que existe, la no existencia caería por su base. El gran problema para los creyentes es ese, la imposibilidad de demostrar la inexistencia, por lo que se han dedicado durante siglos a tratar de demostrar la existencia de dios. La propia existencia de tantas «pruebas» sobre la existencia de una divinidad supone, en verdad, que ninguna de las mismas ha sido definitiva. Esa falta de pruebas razonables dio lugar a que la cuestión perteneciera, para los deístas, al terreno de la fe y de la revelación. La revelación consiste, partiendo de ciertos textos (que no pueden ser discutidos), que dios se manifestó o reveló al hombre su propia existencia; se considera que el hombre, por su propia razón, sería incapaz de acceder a las «verdades reveladas». Aquí se produce ya una ruptura entre el hombre y su razón, su capacidad para el pensamiento crítico; en lugar de pensar, se le pide que crea, y la supuesta revelación cumple su función. Como existen tantas revelaciones como religiones, puede decirse que se dan tantas prohibiciones de pensar como religiones existen. Alguna suerte de clase mediadora (profetas, iluminados…) escriben los libros al dictado del dios de turno, mostrando así a la humanidad su existencia, y lo hombres deberán creer su existencia sin poder cuestionar los textos de la revelación. La existencia de la revelación demuestra que al hombre no le basta la fe, algo que comprendieron prontamente las religiones. Por lo tanto, la creencia en la existencia de un ser supremo no es que no se sustente en la razón, y ni siquiera puede basarse en la fe, necesita de más factores. A lo largo del tiempo, la razón demostró que las revelaciones eran obra humana, por lo que las religiones volvieron a recurrir a la fe, con la cual no se puede demostrar nada. La labor intelectual del ateo será la creencia en la no creencia, aunque siempre blinda contra el dogmatismo y contra los falsos razonamientos ese «no lo sé, pero creo que no»; entrar en el irracional juego de demostrar la inexistencia de algo es un error. Aunque la respuesta del ateo parece neutra y poco combativa, si se piensa es muy digna y racional; el ateo no es un impío ni un blasfemo, ya que no puede renegar de lo inexistente, es un hombre que desea pensar y hacerse preguntas.
Segunda lección. El ateo creerá en la existencia de todos los dioses. Nos referimos a la existencia histórica, temporal y cultural, a indagar en la necesidad del hombre para dotarse de divinidades. Esta es la base para una «Historia de las religiones». Las civilizaciones históricas necesitaron cosmogonías, explicaciones mitológicas, y crearon a los dioses según elementos importantes dentro de su cultura. Todas esas divinidades obedecían a alguna necesidad, desde los sumerios y egipcios, pasando por el cruel Jehová de los hebreos, por las grandes aspiraciones greco-romanas reflejadas en sus dioses inventados, o por el Dios capaz de sacrificar a su hijo para predicar el amor universal, hasta el Alá creado por Mahoma para unificar a todo un pueblo y también con aspiraciones político-universales. En Oriente, Buda creó un nirvana, al que supuestamente se accede por la meditación y la iluminación, para huir del inevitable dolor que produce la vida; los hindúes elaboraron todo un panteón de dioses, reflejo de las obligadas castas sociales, con objeto de clasificar las fuerzas humanas y universales; Lao Tsé inventó una sustancia eterna e inaprehensible, que engendró el universo y a los hombres, con numerososas virtudes como la de superar todas las contradicciones de la vida. En conclusión, allá donde «exista» un dios, habrá en su base (humana) una necesidad humana. Entender y admitir a todos esos dioses, es decir creer en su existencia histórica y social, es comprender la necesidades del hombre. No es solo el miedo el generador de los dioses, también existen intenciones nobles en esas necesidades, como es la explicación del universo y de su racionalización (la creación de una cosmogonía). A medida que aumentan los conocimientos del hombre, los dioses se vuelven más complejos, aunque su existencia va siempre asociada a la creación del universo y del hombre. La conclusión es que todos los dioses obedecen a una necesidad del hombre no es que sean necesarios, lo pudieron ser mientras se dio un conformismo con esa explicación, pero el conocimiento y desarrollo del hombre los hace innecesarios desde hace bastante tiempo. Esas necesidades históricas, detrás de las creencia en dioses, cosmogónicas, tranquilizadoras y explicadoras de los fenómenos naturales, son indisociables de las necesidades sociales y políticas, de ahí las guerras entre religiones que llegan hasta nuestros días (inherente, en mayor o en menor medida, a toda creencia es arrogarse la verdad y combatir otras creencias). En resumen, esa creencia en los dioses del ateo, supone comprender todas las necesidades del hombre a lo largo de la historia.
Tercera lección. Después de la creencia en un dios, y con alguna excepción, sigue la creación de una organización que podemos llamar «religión». Un dios no es nada sin un soporte organizativo, a través de templos, cultos y liturgias varias. Si a la creación de un dios por parte del hombre, sigue la creación de una religión es porque el «dios creado» se ocupa también de sus «criaturas». Frente a desprecios, como el de Voltaire y su «la religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbecil», un ateísmo humano y fortalecido cree en el hombre y en sus necesidades históricas. La Historia de las religiones forma parte de la Historia de la humanidad, con sus sublimaciones, esperanzas, aspiraciones o justificaciones; cada religión tiene su momento histórico, insertada en una determinada sociedad. Otra creación humana, son los Estados, surgiendo inmediatamente la pugna entre las instituciones políticas y religiosas. La historia está plagada de las guerras entre estos dos poderes, así como entre las religiones entre sí; en la historia, ha habido situaciones en que la institución religiosa no existe, como es el caso de la Antigua Grecia en la que el gobernante era también el sacerdote intermediario, o situaciones en que se han fusionado los dos poderes dando lugar a los Estados teocráticos. Naturalmente, la comparación entre esos modelos sociopolíticos no admite dudas, entre la cerrazón y exclusivismo de una sociedad teocrática y la pluralidad y amplitud de miras de una sociedad civil. Después de la creación de un dios y de una religión, nace necesariamente, y de forma instituida, el autoritarismo y el dogmatismo. Una clase mediadora, llámese cuerpo sacerdotal o como fuere, pone en contacto al dios creado con la realidad y el devenir histórico. La sociedad, necesariamente, cambia y evoluciona, pero la religión no puede al estar creada en un momento histórico y estar basada en «verdades inmutables». A pesar de los subterfugios e hipocresías que pueda emplear una institución religiosa para continuar sus privilegios, la realidad es que el devenir histórico destemporaliza la religión, creada en uno de esos momentos del devenir. La alienación es inherente a toda religión, ya que ninguna puede sobrevivir a lo largo de la historia (aunque, en algunos casos, se hayan mantenido durante miles de años). Los representantes de las religiones pueden ser conscientes de esa alienación, de esa existencia contingente y perdurabilidad histórica, y por eso se desarrollan los fundamentalismos (defensa irracional de una religión incapaz de sobrevivir ante el empuje de la historia). La consecuencia lógica de la religión son la institución, el dogma y el autoritarismo, creando también su propia historia (teología), y cuanto más perfecta pretenda ser más susceptible es a su desaparición. Dejando a un lado el poder que puedan tener todavía las religiones en la sociedad, su destino es necesariamente luchar por su supervivencia, aunque continúen produciéndose conflictos entre los diferentes modelos de Estado y la guerra entre religiones siga produciendo coletazos (con las formas que fuere, y con los aspectos sociales y políticos indisociables del conflicto).
Cuarta lección. Las religiones proclaman su moral a los hombres, la cual es siempre exclusivista y totalizante. Junto a una serie de normas que pueden considerarse benefactoras, hay otras que son todo lo contrario, aquellas que piden exclusividad, obediencia, conductas de favor hacia la clase mediadora, prohibición de otras creencias… De mejor o peor manera, la humanidad es capaz de comprender, sin necesidad de creer en reglas divinas, normas que mejoran las vida y facilitan el desarrollo. Desde las reglas más sencillas, como pueden ser las de la circulación, hasta el respeto y la solidaridad que implica una moral universal, nada de ello tiene su origen en una verdad revelada ni necesita de la religión. Muy al contrario, son las creencias religiosas (morales incluidas) las que han producido a lo largo de la historia tiranías, guerras, persecuciones y exterminios. En nombre de una verdad con mayúsculas, de la moral religiosa, se persigue y mata tantas veces a otros seres humanos; la moral laica o atea no posee razones para matar. La pena de muerte ha estado a la orden del día en la teocracias y en países de gran influencia religiosa como es Estados Unidos de América. El ateo considerará que una moral religiosa es siempre sospechosa, ya que detrás está la imposición y las peores aberraciones hacia los no creyentes. Los creyentes suelen pensar que no puede existir moral sin dios o que sin él todo está permitido. Contradiciendo esto, lo lógico es considerar que la humanidad, en los albores de su existencia, acabaría otorgando contenido a la moral y potenciaron los instintos constructivos, o de lo contrario no estaríamos aquí. La moral pertenece a un plano humano, son los hombres los que la dan contenido y, por lo tanto, es posible convertir en realidad las más altas aspiraciones humanas. En cuanto a la famosa frase de la novela de Dostoievski, Los hermanos Karamazov, es tan sencillo para un ateo como reflexionar que lo inexistente no puede fenecer, por lo que una moral sustentada artificiosamente en lo divino puede sobrevivir sin su apoyo, validando su adecuación al bienestar de la humanidad y facilitando la evolución y el desarrollo. La búsqueda de una ética con mayúsculas es un despropósito, un continuo cambio de un dios por otro, cuando la realidad es que la moral está fundamentada por los hombres. Lo paradójico e inaceptable para un ateo es que un ser de su misma especie se erija en mediador con una supuesta instancia sobrenatural y le diga lo que tiene que hacer o no hacer. El origen de la moral religiosa podría tener, en parte, buenas intenciones, pero pronto se convierte en instrumento de poder. Cuando una religión defiende su moral, está asegurando sus privilegios y su autoridad, su parcela de poder sobre sus fieles.
Quinta lección. El ateo, como se ha dicho, debe admitir la historia de todos los dioses e, igualmente, debe creer en su acción civilizadora a lo largo de la historia. La religión ha sido importante históricamente, e incluso el llamado paso del mito al logos, de la creencia mítica a la razón, no se produjo de la noche a la mañana, de tal manera que los seres humanos eran pobres crédulos y se despertaron un buen día convertidos en lúcidos ateos. Cuando se creó una divinidad, en determinado momento histórico, fue con intenciones de crear una síntesis, de explicar una realidad desconocida. También puede considerarse un primer grado de racionalización, ya que el hombre no se detiene ante lo desconocido e intenta captarlo y reconocerlo. Un siguiente paso es comunicarse con la síntesis creada, y de ahí la aparición de la institución religiosa que actúa como mediadora. La concepción del universo que tiene el hombre se muestra siempre dividida entre lo conocido y lo desconocido, por lo que la síntesis divina permite, solo en un primer momento y de manera efímera, unir lo que se entiende con lo que resulta incognoscible. Es por eso que no ha habido dios ni religión sin su correspondiente cosmogonía, sin una primera explicación sobre el origen del universo y del hombre. A medida que avanza la historia, y el conocimiento, esa necesidad religiosa ha ido desapareciendo gracias al conocimiento real de las cosas, aunque las limitaciones del hombre conlleve tantas veces el peligro de generar nuevas creencias (o viejas enmascaradas). En un determinado momento histórico, el hombre pudo prescindir de la razón religiosa, aunque hasta ese momento las sociedades se organizaron y avanzaron, de mejor o peor modo, apoyados en esa generación de dioses y religiones. Aquí López Campillo y Ferreras manifiestan esta opinión sobre la moral atea como una evolución de las creencias anteriores, que parece estar en desacuerdo con otras opiniones ateas que consideran la razón religiosa como una distorsión histórica. En cualquier caso, estaríamos de acuerdo en que la historia de la humanidad es una tensión permanente entre la fe y la razón, de tal manera que algunas personas tuvieron la personalidad y valentía suficientes para hacer valer sus convicciones personales, morales y/o científicas, frente a lo religioso instituido. Continuando con lo que se afirma en Curso acelerado de ateísmo, el mito, la leyenda, gran parte de la literatura y el arte, en general, fueron engendrados por esa necesidad primera de representar la síntesis divina. Del mismo modo, la creación de templos y estatuas nace también de ese deseo de manifestación religiosa y, consecuentemente, la ciencia va avanzando dentro de ese contexto cultural. Aunque no haya sido así siempre, ni por supuesto tenga que ser así, las civilizaciones del pasado fueron desarrollándose apoyadas en las ideas religiosas. No se dieron instituciones meramente económicas, porque el hombre respondía de una manera religiosa ante la necesidad material. El origen religioso de algunas artes y ciencias demuestra la necesidad del hombre de materializar, explicar y racionalizar lo sublime, lo incognoscible imposible de ser reducido a términos racionales. Se considera que las primeras religiones pudieron cumplir la función de motor histórico, pero el devenir histórico las fue poniendo fuera de juego, por lo que la posterior desacralización es igualmente necesaria para continuar el progreso. Esa desacralización es la modernidad, en la que el pensamiento para seguir avanzando ha se secularizarse (desprenderse de lo sagrado). Hay una reivindicación aquí de los postulados de la Modernidad, basados en la razón crítica, iniciada con los griegos, aparecida de nuevo con el Renacimiento y la Ilustración, y que necesita continuar su avance con un mayor horizonte. Se produce aquí una confianza en los nuevas conquistas y conocimientos de la ciencia, aunque debamos mostrarnos igualmente críticos con esa ciencia sucumbida ante los poderes políticos y económicos. Hablamos de ateísmo, por lo que la lucha en ese campo supone, como es lógico, recoger el legado de la razón crítica, pero comprendiendo que esa batalla es indisociable de cualquier dominación en cualquier ámbito humano. Las religiones instituidas solo pudieron replegarse en el fundamentalismo ante el avance de la modernidad, pero con la peculiaridad de una Iglesia Católica con diversas reformas, e incluso nuevas interpretaciones de los textos divinos, adaptadas a los tiempos para preservar sus privilegios. Las religiones debieran forma parte del pasado, en aras de potenciar la sociedad civil.
Sexta lección. La idea de dios no es ya necesaria, ya que fue la necesidad la que condujo a la creación de los primeros dioses y las primeras religiones. Esa necesidad pudo ser suficientemente satisfecha en ese primer momento. El devenir histórico, así como el desarrollo de la observación y del pensamiento, hacen que esas primeras respuestas no fueran suficientes. De alguna manera, y a pesar de su obsolescencia, las religiones han tratado de ponerse al día. Temiendo simplificar demasiado, toda obra humana tiende a nacer, desarrollarse y morir. La historia es una tensión constante entre la ciencia, que tiende a dar respuestas verificadas a los problemas que se le plantean al ser humano, y la religión, la cual ofrece respuestas que no puede verificar. Por otro lado, el pensamiento libre, racional y crítico, que forma parte igualmente de la historia humana, jamás se somete a le religión y tiende a usar la ciencia para ampliar cada vez más su horizonte. En la Antigua Grecia, pudieron desarrollarse las ciencias y el pensamiento racional, gracias a que la religión no dominaba la sociedad; en caso de un sistema en el que sí predomine la religión, gobierna la teología en detrimento del resto de ciencias. Si las religiones generaron sus propias cosmogonías, con el desarrollo científico dejaron de existir y la propia idea de dios no es ya necesaria para explicar el origen del universo. Los nuevos interrogantes no pueden a esta alturas acudir a las religiones «reveladas», necesitan de nuevas hipótesis científicas y de sus verificaciones correspondientes. Con la obsolescencia de la idea de Dios, no son necesarias tampoco las morales subordinadas a la religión, ya que existe una ética puramente humana, que puede exigir un mayor compromiso real (humano), basada en la convivencia, la fraternidad y la justicia social, y enemiga de todo dogmatismo. El desarrollo histórico también tiende a separar la ciencia de la religión, ya que con la fe solo es posible la creencia, aunque la derrota de la religión es obra también del pensamiento libre, crítico y racional. La idea de dios queda, de este modo, desterrada, desde los intentos de los antiguos sofistas griegos, pasando por la ilustración, hasta concluir en la Modernidad, recordando siempre los nuevos problemas que surgen en la posmodernidad en la que es necesario un mayor horizonte para la razón y para la crítica. Los fundamentalistas, del pelaje que fueren, advierten una y otra vez sobre la falta de valores que supone el ateísmo, cuando lo que mueren son antiguos valores y nuevos fortalecidos deben germinar. Los valores asociados a la religión, al igual que los vinculados a otras ideas alienantes como la de «patria», acaban cayendo por su propio peso para jóvenes bien oxigenados, a pesar de que continúen dando sus últimos coletazos. Primero la ciencia y el pensamiento racional debieron separarse de la religión para desarrollarse, luego tambien la moral debe hacerlo; el gran ejemplo del «amor al prójimo» no es ya un precepto divino, con escaso o nulo sentido en la práctica, debe ser un convencionalismo social. Con la caída de las religiones, debe potenciarse la sociedad civil y otorgarle un nuevo y real sentido al «socialismo», noción descargada de todo dogmatismo. Otorgar mayor campo a la racionalidad es señalar la irracionalidad, el fideísmo, el integrismo, o como se quiera llamar, de la resistencia religiosa. La idea de dios, pues, es innecesaria y un obstáculo para una mejor sociedad.
Séptima lección. Se observe como se quiera a la historia, con sus múlitples visiones en las más diversas disciplianas científicas y humanas, las ideas proclamadas y defendidas por las religiones no ofrecen ya respuestas útiles y transgreden el terreno de la ciencia y del pensamiento racional. No obstante, mientras existan misterios en la existencia humana, mientras se sea incapaz de reducir cierta realidad a la razón o a la ciencia, siempre habrá una tentación de encontrar explicaciones más allá de la ciencia y de la razón. Aunque se considere la idea de dios innecesaria, puede sobrevivir de una manera u otra en hombres que no acepten la racionalización de sus creencias. Por supuesto, la ciencia no es suficiente en según qué terrenos, ya que no puede responder a cuestiones falsas o irracionales. Este tipo de preguntas, a pesar de todo, existen y son reales. De igual modo, ninguna religión puede dar respuestas a esos misterios sobre los que especula el hombre, por lo que se convierte en un problema individual (no colectivo ni social). La persona que tenga la suficiente formación científica podrá, al menos, mostrar los límites entre lo racional colectivo y lo irracional individual. Los sistemas basados en la dominación política, los Estados, no terminan de admitir el agnosticismo ni el ateísmo, ya que cualquier religión resulta buena para el buen súbdito. Los Estados, aunque se consideren liberales, reconocen las libertades de culto, pero no así la libertad de los sin culto; no es una ayuda que se desee, pero hay que recordar a quiénes tutelan, jurídica y administrativamente, los gobiernos. Las sociedades confesionales son más manipulables, la ciencia no debe generar alienación como hace la religión. Aunque la ciencia no resulte suficiente, se mantiene el combate para no reducir lo desconocido a términos deístas, es una tensión permanente en aras de la liberación y del progreso.
Las religiones no solo se han apoyado en las manifestaciones del dios de turno, también lo hacían en un saber sobre el mundo más o menos razonable, permitidos por los conocimientos de la época, aunque también presuntamente surgidos de la «revelación», ya que la explicación del origen y desarrollo del cosmos era también una prueba validatoria de la religión. La cosmogonía, la explicación del origen del universo, se convirtió en un fundamento de las creencias religiosas. Toda interpretación cosmogónica que prescindiera de la divinidad rompía la coherencia de la visión religiosa, lo que suscitaba la consecuente reacción; las víctimas fueron grandes descubridores como Giordano Bruno, Vanini o Galileo.
No es que la ciencia pretendiera substituir a la religión, es que esta era la que había ocupado el terreno de aquélla desde los orígenes de la ciencia en la humanidad. El progreso del conocimiento fue convirtiendo en obsoleta la visión religiosa, ya que ésta planteaba más problemas de los que podía resolver. Si el «gran autor» daba una explicación del universo tan pobre, él mismo iba a ir resultando poco fiable. Los científicos, aunque fuera sin pretenderlo, iban erosionando la idea de la divinidad y generando dudas en las mentes más abiertas. Al menos en la función de explicar el mundo, la ciencia ha substituido a la religión; en otras cuestiones, en la actualidad algunas religiones al menos reconocen que ellas se ocupan de lo «esotérico» (como el alma humana). No obstante, el peligro del fundamentalismo se conserva en cualquier creencia religiosa, el doctrinarismo y/o la revelación no aceptan perder terreno en aras del conocimiento científico. Es esta gran diferencia marcada por los dogmas inmutables de la religión la que hace ver también que la ciencia no pude ocupar la función social de la creencia religiosa.
La religión puede considerarse un proceso casi natural en el pensar de los seres humanos, un consuelo frente a un mundo lleno de miserias, lo que Marx expresó como «el opio del pueblo». Esa función social de «consuelo»de la religión se diferencia del deseo de conocer el mundo, propio del saber científico. La falta de certeza es inherente a la existencia humana, fuente de angustia y de miedos, por lo que se buscan elementos de tranquilidad, entre los que está la tutela y protección de un ser poderoso y benéfico. Hay que agarrarse a algo en forma de creencia religiosa, la cual debe ser inmutable, segura y permanente, no debe generar preguntas en el creyente, ya que le haría caer en el abismo de la incertidumbre. «Fuera de la iglesia, no hay certeza ni salvación posible». El fundamentalismo, basado en una certeza y una verdad con mayúsculas, se presenta en las religiones de diferentes formas: el islamismo es perfecto en este asunto, ya que posee un libro revelado que es copia perfecta de otro que existe en el cielo, y de ahí que sus seguidores sean a veces tan peligrosos al considerarse portadores de la Auténtica Verdad Revelada; el judaísmo, con larga historia, ha pasado por diferentes etapas, con modificaciones y alteraciones de los textos sagrados; de igual manera, el cristianismo es una especie de secta judía, con cambios igualmente lentos.
La ciencia no puede ocupar, en ese sentido de tranquilidad, el lugar de la religión. El saber científico no puede basarse en certezas y dogmas, debe ser una forma extrema del pensamiento crítico, dudar constantemente incluso de lo que parece más evidente. López Campillo y Figueras concluyen su libro con las premisas que, a su juicio, debe tener un científico: existe un mundo externo diferente de nuestra percepción; el mundo es comprensible racionalmente; hay regularidades en la naturaleza; que el mundo puede estudiarse por partes, a nivel local, sin ocuparse de lo que ocurre en otros lugares; el mundo puede describirse gracias a las matemáticas, y que todos estos supuestos son universales.
Se trata de una reivindicación de la ciencia, a pesar de las especulaciones religiosas (y, todo hay que decirlo, algunas filosóficas nada deístas a las que también hay que escuchar a mi juicio). Es producto de una larga y dura experiencia que ha llevado a una comprensión del mundo muy aceptable, acerca de la situación de los humanos en la naturaleza y como parte de ella.