No, no voy a insistir, ya que los ácratas nos ponemos en ocasiones muy pesados, sobre lo inútil y ridículo que es ir una y otra vez a votar para que las cosas sigan, más o menos, de la misma manera. Ahora que por el capricho y la conveniencia de la clase política, se pretende movilizar al personal una vez más para elegir a los que mandan, esta vez en la capital del reino; y ahora que, más que nunca, se hace una lectura de la filosofía política con nivel preescolar, merece la pena hacer unas reflexiones sobre la noción de democracia y su perversión a lo largo de la historia. Desgraciadamente, hace pocos meses desapareció, de forma temprana, el gran David Graeber; afortunadamente, nos ha dejado un puñado de libros, que ensanchan nuestra mente y oxigenan nuestra conciencia, de una serie de campos todos entrelazados en el quehacer humano: antropología, economía, política, moral, activismo… El bueno de Graeber nos insistía, por un lado, refiriéndose a lugar en que había nacido y que se suele tomar como ejemplo en la época moderna, que en ningún punto sobre la Declaración de Independencia ni en la Constitución se dice nada sobre que Estados Unidos sea una democracia.
Como es sabido, aunque para Graeber, conocedor de infinidad de culturas, esto también es cuestionable, lo que se conocía como democracia en la antigua Grecia era una suerte de autogobierno comunal mediante asambleas populares, uno de cuyos ejemplos era el famoso ágora. Es decir, la idea actual de democracia administrada por representantes parece algo ajeno a aquella tradición, que los padres fundadores tomaron de los británicos, que habían hecho su propia revolución un siglo antes. En otras palabras, se desprendía a la tradición democrática de la idea de que el pueblo decidiera sobre los asuntos de forma directa y su fusionaba con elementos, claramente, aristocráticos (que no significaba otra cosa que «el gobierno de los mejores»). No habría ya asambleas y, aunque formalmente la soberanía parecía pertenecer al pueblo, este solo podría ejercerla eligiendo a una serie de «hombres superiores» (de clase más alta y más sabios). Y con esa definición, que no dista demasiado de la Edad Media y el concepto de dar consentimiento a las órdenes venidas desde arriba, llegamos al día de hoy bien entrado el siglo XXI.
Al margen de la élite política, la idea de democracia para la clase instruida se remontaba a la Antigüedad, aunque Graeber sostiene que los estadounidenses corrientes solían relacionarla con ideas más avanzadas de libertad e igualdad. En cualquier caso, parece complicado trazar una línea histórica nítida sobre los mejores aspectos de la llamada «sensibilidad democrática». El otro asunto sobre el que nos advertía Graeber, como ficción construida a conveniencia, era sobre la relación unívoca entre democracia, relacionándola además de forma estricta con estructuras institucionales basadas en el voto, y eso que denominamos Occidente. Si ya es difícil dar un significado a lo que llaman «Occidente», término que se usa casi para cualquier cosa, se ha querido con ese concepto mostrar una y otra vez la supuesta superioridad de la «civilización occidental». Autores que se consideran primordiales para el sistema que todavía sufrimos a día de hoy, como Locke o Montesquieu, en un mundo que estaba en expansión, se fascinaron por multitud de elementos que encontraron en culturas asiáticas, africanas o americanas, que por supuesto recogieron a su conveniencia. De hecho, en la propia Norteamérica se descubrieron sociedades que parecían ser mucho más igualitarias y, señores liberales, más individualistas de lo que en Europa pudiera creerse. Seguiremos leyendo a Graeber y, por supuesto, seguiremos sin ir a votar en cada convocatoria para elegir a los que mandan.