Desigualdades y crisis económica

En abril de 2015, Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, destacó el hecho de que la renta de Estados Unidos hubiera caído a niveles de 1975, mientras que las retribuciones a los CEO (consejeros delegados) y otros altos cargos, a cuarenta años de distancia, habían subido entre 30 y 300 veces con respecto a las del trabajador medio. Era más que transparente el intento de Stiglitz de establecer, si no una relación causal, por lo menos una correlación entre ambos fenómenos.
En 2015 la economía estadounidense llegó al sexto año consecutivo de recuperación tras la gran crisis económico-financiera iniciada en 2008, pero todavía no ha reparado todos los daños causados, en primer lugar los referentes al trabajo y a los niveles retributivos.
Evidentemente, lo dicho no es solamente válido para Estados Unidos, ya que en muchos otros países, en especial modo en Reino Unido e Italia, se observa una tendencia análoga e incluso más acentuada a la concentración y la transferencia de riqueza en su conjunto de quienes menos poseen a los más ricos, de los trabajadores a los directivos, y de las actividades productivas a las finanzas.

Otro motivo por el que no parece posible considerarse en tiempos por así decirlo «normales» es la política monetaria llevada por los principales bancos centrales del planeta, en primer lugar el más importante, es decir, la Reserva Federal (FED) estadounidense.
De hecho, durante seis años, la FED en la práctica ha aplicado la tasa cero, aparte de poner en circulación más de cuatro billones y medio de liquidez, creados a través del denominado «quantitative easing», es decir, la práctica de la acuñación acumulativa de papel moneda.
Ya en el siglo XIV, Nicola Oresme (1320-1382), obispo de Lisieux, en su Traicté de la première invention de monnoies -en el que anticipó muchas ideas sobre moneda, intereses y precios, destinadas a convertirse en patrimonio compartido de los economistas pocos siglos después- llegó a afirmar: «Existen a mi parecer tres modos de extraer beneficio de la moneda, aparte de su uso natural. El primero es el arte de cambiarla, acapararla o traficar con ella; el segundo es la usura, y el tercero es alterarla. El primero es indigno, el segundo cruel y el tercero es siempre el peor».

En el siglo XXI, las alteraciones monetarias ya no se hacen reduciendo fraudulentamente el contenido en metal precioso de la moneda acuñada, que ahora representa una parte de todo punto desdeñable en la circulación en su conjunto. Las alteraciones monetarias, por otra parte cada vez más complejas, se efectúan a través de la creación acumulada, material y virtual, de papel moneda, cosa desconocida en tiempos de Oresme. El resultado es el mismo: la sustracción fraudulenta de riqueza real a sus legítimos propietarios y su transferencia a cuantos se ven favorecidos por la creación de nuevos medios monetarios.
El objetivo de las autoridades monetarias más importantes del mundo ya no es la lucha por el aumento de precios y la reducción del poder adquisitivo de la moneda, sino alcanzar una determinada tasa de inflación, de modo que favorezca el aumento de los niveles de beneficio y las exportaciones.
Por otro lado, cada vez resulta más evidente que la recuperación económica, dónde y cuándo se ha dado, ha estado determinada por políticas económicas, en particular por maniobras monetarias, absolutamente anormales y del todo ajenas a las teorías y praxis ortodoxas. Por ello resulta superfluo subrayar que, en otros tiempos, estas iniciativas que pusieran en riesgo el favorecer el aumento de precios, sobre todo si se habían adoptado en defensa del poder adquisitivo de las retribuciones de los trabajadores por cuenta ajena, habrían sido acogidas como auténticas manifestaciones de horror y estupor.

Al contrario, con la nueva y en algunos aspectos inédita situación, hay un enorme temor a restablecer condiciones de normalidad, es decir, a retirar del circuito financiero una parte consistente de la liquidez adicional emitida, desde el momento en que el sistema financiero ha mostrado fragilidad notable y reacción a cualquier intento o preanuncio de maniobras restrictivas.
En general, antes, durante y después de la fase aguda de la crisis del bienio 2008-2009, tanto el aumento de la riqueza en su conjunto como la reducción o el estancamiento de la misma han comportado el aumento de las desigualdades y también una aceleración de la tendencia a la concentración de la riqueza en capas más restringidas de la población.
Por otra parte, por cuanto que es superfluo, en todo tiempo, aún en fase de expansión del producto bruto global, gran parte de la población mundial ha quedado excluida de cualquier aumento de la riqueza.
Nunca ha sido posible utilizar parte del incremento de la riqueza producida, no pocas veces enorme, para erradicar la pobreza, incluso cuando no habría hecho falta demasiada cantidad.

Pero la cosa más grave, incluso más que la desigualdad en sí, es el hecho de que quien se aprovecha de una distribución desequilibrada de la riqueza actuará siempre de manera que se mantenga permanentemente y se profundice tal diferencia.
La experiencia histórica, especialmente la reciente y última, demuestra que, más o menos directa y subrepticiamente, quien se encuentra en condiciones de privilegio condiciona las políticas fiscales para obtener desgravaciones e incentivos, y también el gasto público, a través de reducciones en las inversiones en sanidad, educación, medio ambiente, previsión y asistencia social.
Siempre de forma más o menos clara y directa, las clases privilegiadas y los súper ricos han obtenido ventajas considerables e injustificables de políticas de desregulación, privatización y procedimientos favorables en cualquier caso al beneficio, a las rentas y al gran capital financiero.

Es notorio que las clases emprendedoras y financieras tienen modos de influir y muy frecuentemente de entrar en la designación de las autoridades responsables de las políticas monetarias, de la gestión de la deuda pública, de las políticas de valores y, en general, de las políticas de balance y de las maniobras de las grandes macroeconomías.
En la medida en que tal situación se generaliza, se estabiliza y tienda a perpetuarse, solo puede hablarse de democracia teóricamente, si todavía es posible, mientras de hecho se está en una condición de dominio de las oligarquías financieras.
Y cada vez resulta más claro lo mucho que la evolución -o involución- que soportamos es incompatible con la mejora de los niveles de riqueza y de condiciones de vida de las comunidades en conjunto y con la mayor y más eficaz utilización de los recursos disponibles.

Francesco Mancini

Publicado en Tierra y libertad núm.341 (diciembre de 2016)

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