Lo del discurso del jefe de Estado, léase, claro, el rey, la noche del 24 de diciembre es algo que empieza a parecer un nuevo episodio de alguna ya reiterativa serie de muertos vivientes. El programa estelar se completa, un rato después, con la inevitable aparición en la misma televisión pública del cantante ultraconservador Raphael, aunque este al menos tiene buena voz. No es que me importe lo más mínimo lo que pueda decir el monarca, pero uno tiene que aguantar el chaparrón de caspa y patetismo si quiere rellenar estas líneas con algún análisis político. No obstante, quizá lo más penoso y deplorable sea escuchar a algunos críticos biempensantes lamentarse de que Felipe VI no condenara abiertamente los escándalos de su padre Juan Carlos y solo pasara de puntillas por el tema cuando aludió a unos supuestos «principios éticos» inherentes a la corona, «a pesar de las circunstancias». Sí, las palabras son indignantes, un insulto al común de los mortales que habita este indescriptible país llamado España. Pero, ¿alguien podía esperar otra cosa de una institución inicua y añeja? Es más, ¿ha soltado alguna vez un monarca un discurso, con esa voz de los borbones siempre meliflua y monocorde, que no sea mera retórica vacía?
El discursito del rey es, sencillamente, una parte hablada del circo nacional, especialmente penoso en este inenarrable país. Como no podía ser de otra manera, la cosa se centró en la terrible crisis sanitaria con unas palabras supuestamente esperanzadoras, agradecimiento incluido a los profesionales sanitarios, aunque nada hubiera en su discurso sobre exigir mayores recursos para la maltratada sanidad pública. Por supuesto, también hubo un recuerdo a los cuerpos policiales, que esos tienen los recursos suficientes para ejercer su labor. Palabras que, viniendo de quien vienen, no son más que una broma cruel, aunque insistiré en que no han dejado de serlo siempre en cualquier otra circunstancia menos dramática. El fulano es tan desvergonzado que ha llegado a hablar también de un «pacto entre españoles» tras un «largo periodo de divisiones y enfrentamientos», lo cual no es más que un nuevo deseo de apuntalar el régimen del 78 basado en un argumento solo digerible ya para mentes pueriles poco trabajadas. Llamar «enfrentamiento» al golpe de Estado que desencadenó una guerra, más social que civil, provocado por Franco y sus secuaces, junto a la cruenta dictadura posterior de cuatro décadas, debería ser también un delito de lesa humanidad.
Como no podía ser de otra manera, la repulsiva derecha política que sufrimos en este país ha hecho de palmeros del borbón con toda suerte de bobas alabanzas y abundando en esa vieja tradición fascista de la unión frente a los que tratan de dividir. Precisamente, hay quienes también ha echado de menos, ingenuos ellos, en el discurso de marras un rechazo a lo que denominan «auge del fascismo», especialmente reflejado en ciertos elementos de nuestro glorioso ejército, pero por lo que se ve muy presente también en la clase política. Desconozco, y me importa más bien poco, los cálculos que habrán hecho los asesores de la anacrónica institución para no mencionar este asunto tan vinculado, como la propia monarquía, a un franquismo que tuvo su continuidad en forma más o menos democrática. Y, ¿qué ocurre con la llamada izquierda parlamentaria? El socio principal en la coalición gubernamental de «progreso», ese inefable Partido Socialista, claro está, no ha tardado en apuntalar a la jefatura de Estado pidiendo su modernización, que no es más que otro lavado de cara a la monarquía. Los ‘radicales’ de Podemos, fieles a su papel, han abogado de nuevo por un «horizonte republicano» pidiendo que sean los ciudadanos los que elijan. No podemos nunca rechazar jamás el derecho de las personas a manifestarse, aunque me temo que el problema requiere medidas más severas. Lo impensable para nuestra clase política, cuestionar de entrada la misma noción de Estado, que es lo que mismo que hablar de dominación política con una u otra forma o pelaje. Veremos cómo continúa el interminable sainete político de este indecible país.