Empecemos dejando clara una obviedad: la invasión de Ucrania a manos de Rusia es una agresión imperialista, infame e injustificada, como lo fue la invasión de Estados Unidos de Irak y Afganistán, como lo es la ocupación israelí de Palestina o la marroquí del Sáhara Occidental.
Ahora bien, el hecho de que esta guerra carezca de justificación, no quiere decir que la explicación de sus causas sea sencilla. Los medios occidentales se limitan a atribuirla a la maldad innata de Vladimir Putin, pero de sobra sabemos que estos análisis simplistas que rezuman a propaganda, lejos de acercarnos a la verdad, nos confunden y alejan de ella. Y es que, como siempre, la realidad es compleja, llena de matices y difícil de condensar.
Para entender lo que está sucediendo debemos tener en cuenta que Ucrania es un Estado que, además de albergar a la población ucraniana, también contiene a distintas minorías, siendo la más importante de la misma la rusa, con muchos ciudadanos que cultural y lingüisticamente se consideran rusos. A su vez, es importante conocer que tras el Holodomor o las hambrunas de 1932 –producidas después de que Stalin confiscara las cosechas ucranianas, matando de hambre a millones de personas y deportando a diversas minorías– existe un gran resentimiento entre la población ucraniana hacia Rusia. Esto desencadenó, durante la Segunda Guerra Mundial, un colaboracionismo entre grupos nacionalistas ucranianos con los ejércitos de la Alemania nazi para exterminar a millones de prorrusos. Finalizada la contienda, la población tártara de Crimea fue desplazada por colaborar con el nazismo y la zona fue repoblada por población rusa, que a día de hoy permanece allí, manteniendo intactas sus tradiciones. Unos años después, en 1954, Nikita Jrushchov decidió regalar de forma arbitraria Crimea a Ucrania, sin pensar que algún día la URSS podía colapsar y desintegrarse y que Ucrania se convertiría en una república independiente.
Sin embargo, para el nacionalismo ruso, el pueblo ucraniano y el ruso son el mismo. No en vano, el Estado ruso nació en Kiev en el siglo IX. Así lo explicó Putin en una disertación que publicó en el verano de 2021 y lo repitió en el discurso en el que anunció la invasión de Ucrania.
Tenemos, por tanto, dos corrientes nacionalistas – la ucraniana y la rusa – enfrentadas por el control de un territorio que ambas consideran que le pertenece. Y es en este contexto que la OTAN aprovecha las tensiones para extender su influencia en la región.
La expansión de la OTAN hacia el Este
Desde la caída de la URSS (y la fundación de las repúblicas independientes, entre ellas Ucrania), la obsesión de Estados Unidos siempre ha sido expandirse hacia el Este europeo. Una maniobra que, de acuerdo con la Doctrina Monroe, si ocurriera en su patio trasero, jamás la toleraría (prueba de ello es el embargo económico al que tiene sometido a Cuba). En esta línea, en 1999, la OTAN—contraviniendo las promesas realizadas tras el fin de la Guerra Fría—inició su propia “invasión”, expandiéndose a Polonia y la República Checa. Rusia, hundida económicamente, no pudo reaccionar. Esta debilidad propició que en 2004 los atlantistas vieran vía libre para asentarse en las repúblicas bálticas de Estonia, Lituania y Letonia (antiguas repúblicas soviéticas).
El hecho de que muchos de estos gobiernos no respetan los derechos humanos, han ilegalizado a sus Partidos Comunistas y prohibido enseñar el papel que sus Estados mantuvieron durante el Holocausto no parece importar a Occidente: en geopolítica, los valores no importan.
En abril de 2008 se celebró la Cumbre de Bucarest, en la cual la OTAN inició conversaciones para que Ucrania y Georgia formaran parte de la alianza en un futuro no muy lejano. Unos meses después, en agosto de 2008, un envalentonado Saakashvili, presidente nacionalista de Georgia, se lanzó a conquistar el enclave de Osetia del Sur, independiente de facto desde 1992, y a reclamarlo como propio. El senador estadounidense John McCain viajó hasta Georgia para apoyarle. La operación militar se tradujo en la muerte de unos 2.000 civiles y en el desplazamiento de 158.000 refugiados. El ejército ruso intervino y frenó el intento de invasión –matando a unos 3.000 militares georgianos y unos 180 civiles– entendiendo que se trataba de una maniobra de Occidente para aislar a su país y tomar control de una región estratégica rica en materias primas. Fue una demostración de Putin de que cualquier intento por desestabilizar el equilibro existente en las zonas fronterizas con su Estado serían reprimidas militarmente.
El Euromaidán (2013-2014)
De aquí damos un paso de gigante a los años 2013 y 2014, cuando se producen las protestas del Euromaidán –la denominada Revolución de la Dignidad–, impulsadas por Estados Unidos, la Unión Europea, el grupo ultra-nacionalista de ultraderecha Pravy Sektor, el partido fascista Svoboda y la Iglesia Ortodoxa Ucraniana. Dichas movilizaciones comenzaron en noviembre de 2013, en la Plaza del Maidán, después de que el presidente prorruso Yanukóvich suspendiera el Acuerdo de Libre Comercio con la UE. La diferencia en los apoyos brindados a los manifestantes nos muestra la profunda división de la sociedad ucraniana: en Kiev y el oeste de Ucrania más del 75% de la población estaba de acuerdo con integrarse con la UE, mientras que en el este y en Crimea las partidarias de esta idea no llegaban ni al 20%, pues preferían crear una unión aduanera con Rusia.
La intervención de EEUU es clara: en diciembre de 2013, de nuevo, el senador estadounidense John McCain viajó a la Plaza del Maidán para mostrar su apoyo a los manifestantes y pedirles que no cesaran en sus esfuerzos por aislar a Rusia y abrazar a Occidente. Y así lo hicieron, con protestas cada vez más violentas, tras una escalada de agresividad que comenzó en enero de 2014, que terminaron por saldarse con 82 manifestantes y 7 policías muertos (la mayoría en el mes de febrero) y unos 140 encarcelados. A finales de febrero, Yanukóvich y la oposición llegaron a un acuerdo, con la mediación de tres ministros de Exteriores de la UE para formar un gobierno de coalición, elecciones anticipadas y volver a la Constitución de 2004 para frenar la violencia. Sin embargo, Yanukóvich no ratificó los acuerdos y huyó del país.
El Euromaidán terminó por forzar la destitución de Yanukóvich, el establecimiento de un gobierno interino de extrema derecha y, tras la celebración de unas elecciones que fueron boicoteadas en las regiones prorrusas, comenzó la presidencia del millonario Poroshenko, quien dio pasos para acercarse a la UE y a EEUU –el entonces vicepresidente Joe Biden viajó a Kiev para apoyarle–. Según el periódico anarquista ucraniano Assembly, “el nuevo régimen no inició reformas anti-sociales, sino que profundizó en las que habían comenzado tiempo antes. Aumentó la desigualdad entre clases sociales y términos como “capitalismo”, “neoliberalismo” y “nacionalismo” han cobrado una nueva importancia en Ucrania”.
El cambio de gobierno, asimismo, conllevó la ilegalización del Partido Comunista de Ucrania y otras formaciones de izquierdas, así como la pérdida de la cooficialidad del idioma ruso, afectando a un 40% de rusoparlantes en el país, así como a las minorías húngaras y rumanas.
La anexión de Crimea y la Guerra del Donbás
Rusia no se quedó de brazos cruzados durante el Euromaidán, sobre todo teniendo en cuenta que la región oriental del Donbás (Lugansk y Donnetsk) y el sur de Ucrania, junto a Crimea, son de población mayoritaria rusa. Además, en Crimea, Rusia tiene en Sebastopol una base militar vital para los intereses de su armada desde donde tiene acceso del Mar Negro al Mediterráneo. Por ello, en marzo de 2014 Rusia decidió anexionarse Crimea (donde el 90% de la población es rusa), lo cual no requirió una invasión, sino únicamente bloquear las fronteras y establecer checkpoints.
Esta anexión supuso una violación del Memorándum de Budapest, en el que en 1994 el presidente ruso Yeltsin se comprometió a respetar la soberanía ucraniana a cambio de su desnuclearización. Pero se debe recordar que la OTAN hizo lo mismo en Kosovo y EEUU en Iraq. Por tanto, es de un enorme cinismo acusar a Rusia de violar la legalidad cuando EEUU lo ha hecho en innumerables ocasiones en el pasado.
Por su parte, en las regiones del Donbás, las manifestantes contra el nuevo gobierno fueron en aumento, con invasiones de edificios oficiales para retirar banderas ucranianas e izar la rusa. A principios de abril de 2014 se proclamaron las Repúblicas Populares de Donetsk y Járkov. El ejército ucraniano respondió mediante el uso de la fuerza y poco después estalló una guerra entre milicias prorrusas y el ejército regular ucraniano, del cual numerosas unidades se encuentran bajo el control de grupos fascistas y neonazis, como lo es el Batallón Azov.
Por tanto, la actual guerra que se está librando en Ucrania realmente se podría entender como una escalada en el conflicto que se inició hace más de 7 años y que llevaba un saldo de unos 10.000 muertos.
Los acercamientos de Ucrania a la OTAN
En el año 2017, Ucrania volvió a solicitar formalmente entrar en la OTAN. Y, después de que en 2019 ganara las elecciones el Volodimir Zelensky –de familia rusoparlante, pero ferviente nacionalista ucranio– sus esfuerzos por formar parte de la alianza han ido en aumento.
Pero esto, desde luego, no fue visto con buenos ojos por parte de Putin. Al fin y al cabo, no es lo mismo que las pequeñas repúblicas bálticas se unan a la OTAN, a que lo haga un país con el que comparte 2.300 kilómetros de frontera y en el que buena parte de sus habitantes son cultural e idiomáticamente rusos. A esto hay que añadir que, para el Kremlin, la Federación Rusa se encuentra rodeada de enemigos que trabajan con ahínco para conseguir desmembrar el país. Desde esta perspectiva, la oposición política no sería más que la prolongación de esos enemigos en el interior del territorio ruso: la quinta columna; el caballo de Troya “occidental”. Este criterio ha servido eficazmente al Kremlin para condenar, por ejemplo, a Pussy Riot, al opositor Alexéi Navalny, a grupos de jóvenes anarquistas o a organizaciones memorialistas y de derechos humanos como Memorial, así como a personas LGTBIQ: para el Kremlin son acciones orientadas a luchar contra la influencia externa (occidental), convertida así en la justificación de cualquier cosa que sirva para el objetivo político más evidente que parece tener el líder ruso: perpetuarse en el poder.
La reacción rusa: si vis pacem, para bellum
Como respuesta a los movimientos de Ucrania y la OTAN, Putin ordenó el despliegue de 100.000 soldados rusos a la frontera ucraniana. Una forma sutil de reclamar que no se amenacen sus fronteras. En una conferencia que dio el pasado mes de diciembre, recordó que “Occidente había roto desvergonzadamente la promesa que hizo en la década de los 90 de no expandirse hacia el Este”.
Y es con esta situación con la que, a comienzos de 2022, las potencias occidentales –principalmente Estados Unidos y Reino Unido– empiezan a alertar que las “provocaciones rusas” nos pueden conducir a una guerra. Un conflicto bélico que, en definitiva, viene provocado por la UE, que ha actuado con manifiesta mala fe, intentando que Ucrania se incorporara a su bloque económico; por el imperialismo de Estados Unidos, que deseaba su entrada en la OTAN; y por el imperialismo de Rusia, que no piensa abandonar unos territorios que considera por historia suyos y aspira a recuperar la gloria del régimen zarista.
Dice Carlos Taibo en un artículo titulado “La OTAN, Rusia y Ucrania: una glosa impertinente” que “fanfarria retórica aparte, lo que los países occidentales –sus empresarios– buscan en la Europa oriental no es otra cosa que una mano de obra barata que explotar, materias primas razonablemente golosas y mercados moderadamente prometedores. En ese designio, por cierto, a menudo se han dado la mano con los oligarcas rusos y ucranianos, procedentes estos últimos en su mayoría –no es un dato que convenga sortear- del oriente del país. En la trastienda, y obligado estoy a anotarlo, Estados Unidos se mueve como pez en el agua: muy alejado del escenario de conflicto, la crisis de estas horas le viene como anillo al dedo para agudizar –no perdamos de vista esto último- los problemas de una Rusia que arrastra desde tiempo atrás una economía exangüe y para dividir una vez más a la UE, en un escenario en el que los imaginables desencuentros de esta con Moscú en lo que hace al gas natural y al petróleo afectan de forma menor a Washington. Claro es que en todo ello a la UE le toca pagar los desastres que nacen de su opción principal, que no ha sido otra que la de andar a rebufo de las imposiciones norteamericanas”.
La invasión rusa de Ucrania: una agresión imperialista
Y es en este contexto en el que Rusia se lanza a invadir el país vecino el pasado 24 de febrero. Lo hizo después de Putin profiriera un duro discurso de una hora, arremetiendo contra Occidente, el comunismo y todo lo que rompe con su visión de lo que debe ser la Gran Rusia neozarista. También aprovechó para justificar su “operación militar especial” en que pretende “desnazificar Ucrania”, pasando convenientemente por alto que sus políticas – impulsadas por su ideólogo de cabecera, Alexander Dugin – son de extrema derecha y que goza de buenas relaciones con partidos fascistas de Europa.
Haríamos mal en olvidar que Putin es en buena medida el resultado de políticas occidentales caracterizadas por la prepotencia y la agresividad. Aunque, ciertamente, a la hora de dar cuenta de la condición del presidente ruso pesan también factores internos propios de su país e inercias históricas de largo aliento, a duras penas entenderíamos que buena parte de la conducta de la Rusia putiniana es un intento de respuesta a la ignominia occidental. Principalmente por las promesas rotas de no expansión al Este que ya hemos mencionado. Pero también por la colaboración con EEUU que despuntó en el primer lustro de la presidencia de Yeltsin, dispuesto como estaba este a reírle las gracias a los caprichos e imposiciones de Washington y de Bruselas. Por ejemplo, en 2001 Putin – preocupado por la cuenta de resultados de los gigantes rusos del petróleo – apoyó la intervención militar norteamericana en Afganistán y guardó un silencio connivente, de nuevo lamentable, ante la que dos años después adquirió carta de naturaleza en Iraq. ¿Y cuál fue la respuesta estadounidense ante la complacencia con que Rusia obsequió al espasmo imperial de Washington en los orientes próximo y medio? Consistió en esencia en mantener los programas vinculados con el escudo antimisiles, en propiciar una nueva ampliación de la OTAN y en estimular las llamadas revoluciones de colores que auparon a gobiernos hostiles a Moscú en Georgia, Ucrania y Kirguizistán, y, en suma, en negar a Rusia cualquier trato comercial de privilegio.
Por otro lado, debe tenerse en cuenta que, pese a las apariencias, el escenario empeoró para Moscú en 2013-2014 al calor de las sucesivas crisis –el Maidán, la defenestración de Yanukóvich, Crimea, el Donbás – ucranianas. Aunque, ciertamente, Rusia incorporó Crimea a su federación y pasó a controlar una parte pequeña de la Ucrania oriental, en los hechos perdió las riendas del grueso del territorio ucraniano, que basculó claramente hacia Occidente. Putin ha entendido que, o actúa ahora por la fuerza, o nunca más recuperará su esfera de influencia sobre dicho territorio que, en su avaricia imperialista, considera suyo.
En definitiva, no cabe plantear el conflicto –como así pretenden algunos comunistas autoritarios nostálgicos– como un enfrentamiento entre dos bloques enfrentados ideológicamente. Se trata de una guerra entre dos bloques capitalistas que pelean por el control de los recursos de un territorio. Y, desde luego, no guarda ninguna relación con la desnazificación de Ucrania, así que mal haríamos en otorgarle la bandera del antifascismo a cualquiera de los dos bandos. Si fascistas los hay, sin duda, en muchos de los estamentos del poder ucraniano, también se hacen valer en la Rusia putiniana. Si, por decirlo de otra manera, a Putin no le falta razón cuando repudia el olvido, en el mejor de los casos, con que una parte de la sociedad ucraniana parece obsequiar a lo ocurrido entre 1941 y 1945, quien piense que de su lado, o del de sus aliados en Donetsk y en Lugansk, hay un proyecto antifascista, se encuentra terriblemente equivocado. Como dice Carlos Taibo, “lo que ha ganado terreno en la Rusia putiniana es un revoltijo lamentable de rancio nacionalismo de Estado, valores tradicionales, ortodoxias religiosas, oligarcas inmorales, lacerantes desigualdades, militarización, represión y… sana economía de mercado. No sé qué es lo que todo lo anterior tendrá que ver con el antifascismo. Más bien me da que por detrás de todas estas miserias están los arrebatos imperiales de siempre, en Washington, en Bruselas y en Moscú. En esas guerras sucias, como en algunas de las limpias, pierden siempre los pueblos”.