Dos de las grandes diferencias ente marxismo y anarquismo la establecen las diferencias en torno al sujeto revolucionario y a la vía de transformación social. Un interesante analista, Rudolf de Jong, desgraciadamente con escasa obra traducida al castellano, nos introduce en esas divergencias en función de las relaciones centro-periferia. Las calumnias, equívocos y distorsiones en torno al anarquismo, como insistimos muy a menudo, se remontan a los propios orígenes de la Primera Internacional; todavía hoy, por parte de personas con una (supuesta) cultura política, puede escucharse que el anarquismo es antiorganizativo, demasiado individualista y, en el mejor de los casos (y de manera significativa), demasiado amante de la libertad. Por más que haya transcurrido siglo y medio, con multitud de experiencias libertarias organizativas y de todo tipo, desde aquellas primeras injurias, es necesario aclarar una y otra vez lo lamentable de ciertas visiones sobre el anarquismo.
Como es obvio, la cuestión no es estar a favor o en contra de la organización, sino saber el para qué de la misma, qué forma ha de tener y cuál es su base y fundamento. Los anarquistas no solo han propiciado, por lo general, sus propias organizaciones específicas, sino que procuran que las personas se organicen para gestionar sus propios asuntos en todos los ámbitos de su vida. En un contexto estatal y capitalista, la organización se hace de arriba abajo, dirigidas las personas por propietarios, jefes, burócratas o políticos. Lo que se propicia desde el anarquismo, lo diremos una y mil veces, es que las personas se organicen por sí mismas; por ejemplo, en el ámbito laboral, que los trabajadores gestionen ellos mismos la producción, ese es lo que se llama la conquista de la libertad y la realización del socialismo. El anarquismo, por mucho que esté pleno de ideas y convicciones, recuerda siempre que la base organizativa es la realidad social; frente a otras concepciones, que priman la idea y los principios en el modelo organizativo, y que acaban por no ver más allá de la conquista del poder para poder realizar sus propuestas.
En cualquier caso, el anarquismo da por supuesto importancia a la forma organizativa, pero estableciendo siempre una estrecha relación con la base. Lo que se procura, algo que dota de una innegable actualidad a las propuestas libertarias, es que las formas organizativas no actúen de manera alienante con el individuo, que no afecte a la persona ni a circunstancias concretas: es por eso que se insiste en el pensamiento y la acción individuales, en la acción desde la base, en la autonomía, en la descentralización, el federalismo… Para obtener una coordinación óptima, y lograr acuerdos y afinidad, no se logra con mejores resultados desde la dirección y la coerción, sino desde la cooperación y la solidaridad práctica. Llegamos así a otro concepto anarquista, la acción directa, que no es más que aceptar la responsabilidad con todas sus consecuencias sin cargársela a un tercero; frente al infantilismo que supone en el ser humano la dejación de la responsabilidades, delegándolas en otros, se pide la madurez que supone el hacer y pensar por cuenta y riesgo propios. Acción directa es actuar por uno mismo, pero no de manera aislada, sino como participante consciente en la comunidad.
Por lo tanto, frente a las inacabables calumnias al respecto, ya hemos apuntado algunas propuestas organizativas anarquistas. Ejemplos existen a lo largo de la historia, organizaciones sin aparatos centrales ni burocracia. Otro asunto es que el marxismo, y creo que puede generalizarse, haya propiciado todo lo contrario; la toma del poder en base a una dirección, con la necesidad de la centralización y de la disciplina desde arriba, así como de una jerarquización organizativa. Lenin fue el que llevó esta fórmula organizativa hasta sus extremos y consecuencias, de tal manera que solo sobrevive finalmente la dirección suprema. Cierto folleto comunista de hace tiempo ilustra muy bien, no solo las diferentes concepciones organizativas entre anarquismo y marxismo, sino la imposibilidad de aceptar una tesis contraria a las propias por parte de ciertas visiones rígidas; el texto del folleto rezaba así: «Centralización: dirigir desde un punto (…); Descentralización: lo contrario de centralización, luego dirigir desde varios puntos». Vemos que algunos son incapaces de pensar, siquiera, en la posibilidad de que la descentralización suponga la gestión propia, la autoorganización.
No es difícil de entender que a los partidarios de la jerarquización organizativa les cueste entender y aceptar las propuestas anarquistas; lo que no es inaceptable es que se siga vinculando anarquismo con desorden e indisciplina. Los anarquistas poseen sus propios principios organizativos y luego es la realidad la que aparece cargada de matices, de confusión o de abandono a la improvisación y espontaneidad de las personas. Recordemos esos principios y convicciones anarquistas, ya que hablamos también de una ideología, aunque recordando la importancia de la realidad y de los hechos (de ahí, que tantos hayan hablado del anarquismo como «algo más» que una ideología).
En general, la forma libertaria contempla las relaciones de dominio desde el centro a la periferia. La teoría y la práctica anarquistas concibe la transformación social como la búsqueda del fin de las relaciones centro-periferia; así, se produce una reflexión crítica sobre el Estado, el partido, el ejército y sobre cualquier posición de dirección o de vanguardia. Es esta concepción lo que hace divergir a anarquistas y marxistas, al menos a la gran mayoría de estos últimos.
Veamos las palabras de Rudolf de Jong:
Los revolucionarios marxistas, los reformistas sociales y, en general, la mayoría de los militantes de izquierda quieren siempre utilizar el centro como un instrumento – y en la práctica como el instrumento – para la emancipación de la humanidad. Su modelo es siempre un centro: Estado, partido o ejército. Para ellos la revolución significa, en primer lugar, la toma del centro y de su estructura de poder, o la creación de un nuevo centro, para utilizarlo como un instrumento para la construcción de una nueva sociedad. Los anarquistas no desean tomar el centro; desean su destrucción inmediata. Es su opinión que, después de la revolución, difícilmente habrá lugar para un centro en la nueva sociedad. La lucha contra el centro es su modelo revolucionario y, en su estrategia, los anarquistas intentan evitar la creación de un nuevo centro.
Otra gran diferencia estriba en la discusión, que se remonta también a los tiempos de la Primera Internacional, sobre quién sería el sujeto revolucionario; aquel sector de la población encargado de llevar a cabo la transformación social. Marx, como es sabido, según su análisis histórico e identificación de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, colocaba su confianza en este último, una clase trabajadora industrial y urbana que proliferaba en las regiones más desarrolladas económicamente. El autor de El capital consideraba que, antes de la dictadura del proletariado y del socialismo, debía producirse la revolución burguesa; ésta, consolidaría el capitalismo de manera plena, desarrollaría las fuerzas productivas y daría lugar el proletariado industrial: sería el sujeto revolucionario, en la visión marxista, que llevaría a la clase trabajadora a su emancipación. Burguesía y proletariado, según esta concepción, serían elementos de progreso, mientras que otras clases son desechadas en el papel revolucionario e incluso tildadas de fuerzas conservadoras. Bakunin tenía una visión más amplia y generosa del llamado sujeto revolucionario; la revolución podían llevarla a cabo también los campesinos e incluso su papel resulta fundamental junto al del proletariado. Esta concepción revolucionaria de Bakunin es incluso ampliada por otros autores anarquistas, como es el caso de Rudolf de Jong, en base a esas relaciones ente el centro y la periferia; eso nos ayuda a entender unas relaciones de domino más amplias. Así, puede decirse que para el anarquismo el sujeto revolucionario son todas las víctimas de esas relaciones de domino sin olvidar el análisis de clase ni renunciar a tratar de comprender las diferentes categorías sociales.
Recapitulando, recordaremos que el modelo de transformación social anarquista renuncia a toda organización del centro a la periferia y promueve la movilización de amplios sectores de la población para, de abajo arriba, conducir a la revolución social y tratar de crear una sociedad socialista libertaria. El Estado es substituido por estructuras autosugestionadas y federadas; la vía para lograrlo pasa por la potenciación de los movimientos sociales, además de las organizaciones anarquistas específicas, según el modelo libertario (que, insistiremos, pasa porque sean las personas las que gestionen sus propios asuntos sin centro directivo potenciando la autonomía y la individualidad consciente en la unidad social).
Por último, insistiremos en otra gran diferencia entre marxistas, especialmente los leninistas, y anarquistas; aquellos, insisten en la separación entre lo político y lo social, de tal manera que justifican las relaciones jerarquizada y de dominio; esto es, la vanguardia del proletariado, el partido, que acaba en lo alto de la pirámide y se convierte en una centro cuya base o periferia son los movimientos sociales. Los anarquistas, aunque tengan sus organizaciones específicas y constituyan una minoría activa, están de acuerdo en el desarrollo de los movimientos sociales por la base y desean establecer una relación ética entre lo político y lo social; la transformación revolucionaria es realizada desde la periferia hacia el centro.
Capi Vidal