Como bien se ha dicho en multitud de ocasiones, «resulta difícil trazar los rasgos del anarquismo»; esta frase, escrita por Daniel Guérin en El anarquismo, cobra mayor sentido bien entrado el siglo XXI, cuando el contexto social es bien diferente y los anarquistas bien haríamos en tenerlo en cuenta para buscar mayores respuestas libertarias.
Debido a que hay muchas maneras de ser anarquista, aunque resumidas en una profunda aversión a la autoridad coercitiva, en una defensa acérrima del juicio individual y en la búsqueda continua de la solidaridad social, podemos decir también que uno de sus principales rasgos es el antidogmatismo. Es muy complicado concebir una sociedad en la que no exista alguna forma de coacción, aunque sea moral, por lo que los puntos de vista de los anarquistas suelen ser complejos y diversos. Desde que el anarquismo se fue configurando, como corriente antiautoritaria en el seno de la Primera Internacional, mucho es lo que ha cambiado el mundo autoritario y, consecuentemente, las repuestas libertarias han variado y el corpus ideológico se ha enriquecido (por acumulación, tal vez, pero necesariamente también por evolución). Si los anarquistas del pasado se negaron a trazar un pensamiento sistematizado, con un programa excesivamente definido de transformación social, difícilmente el movimiento actual puede seguir reivindicando, sin más, por ejemplo, el comunismo libertario. Sí, las ideas liberarías, como la sociedad por la que trabajamos, son diversas y heterogéneas.
Incluso, aunque dividamos el anarquismo de forma extrema entre individualistas y societarios, es complicado no buscar puntos y nexos en común observando ese rico corpus ideológico mencionado. Es decir, ni los partidarios de un individualismo, que halla su principal fuente filosófica en el pensamiento estirneriano, niegan la organización social, ni los socialistas libertarios dejan de defender de forma acérrima la libertad individual (por eso adoptan el apelativo «libertario» junto a un término que niega la explotación capitalista). Es cierto que posiciones extremas han llevado al enfrentamiento, pero ya hemos dicho que el dogmatismo no tiene que tener cabida en el anarquismo. Individualismo, mutualismo, colectivismo, comunismo…, son diversas las propuestas históricas del anarquismo. Todas ellas son susceptibles de crítica, contextualizadas en su tiempo, lo mismo que de todas puede aprenderse algo. Son, tal vez, prejuicios de uno u otro tipo, lo que nos impide a veces desempolvar el pensamiento y las experiencias del pasado, para dar respuestas al nuevo contexto, o muy al contrario seguir pensando que son sencillamente válidos en la actualidad de una manera rígida ajena al talante libertario.
También insistimos mucho los libertarios en el desprestigio de las ideas, originado en gran medida por la concepción negativa del término «anarquía», sinónimo de caos y desorden social. Recordemos, también, que ese aspecto peyorativo es muy anterior al nacimiento del anarquismo y que, incluso, el mismo Proudhon lo usaba todavía en los dos sentidos. Personalmente, me gusta el término «anarquista», precisamente por ser el más completo y complejo, aunque haya personas, que puedan tener unas ideas abiertamente libertarias, que lo rechacen por esa carga negativa que genera rechazo. En principio, no tiene mayor importancia, ya que lo importante es lo que se encuentra detrás de los proyectos sociales y políticos, no su denominación. Sin embargo, creo que ese rechazo conlleva problemas más graves. Si, por ejemplo, la mayor parte de los anarquistas decidieran emplear el nombre, también muy genérico, de «socialistas libertarios», es posible que los problemas fueran similares (o peores). «Socialismo» es una bella palabra, creo que la inmensa mayoría de los ácratas pueden concebirla, al menos en lo económico: la socialización de las economía para satisfacer al conjunto de la sociedad. No obstante, la carga negativa o distorsionadora del término no se hace tampoco esperar: los responsables son su desprestigio autoritario, hasta el punto de que se identifica con alguna forma totalitaria, o su confusión con la socialdemocracia, que se limita a regular el capitalismo manteniendo intactos los poderes político y económico.
Es decir, es la historia, junto a cierto desconocimiento generalizado y a una concepción de la política reduccionista, la que conduce a ese desprestigio de términos que pueden ser diversos y complejos. Es por eso que, quizá, es el término anarquismo, junto a su concepción social y política, el que debería estar mejor perjudicado en esa situación; aunque es cierto, como dijo también el clásico, que sobre sus espaldas se carga demasiado peso. La palabra anarquía parece negar en un principio, más que cualquier otra cosa, pero sabemos que es el movimiento anarquista el que la puede otorgar un gran sentido positivo, aprendiendo del pasado, con su rico bagaje ideológico, y sus experiencias, y buscando nuevas respuestas para el presente. El anarquismo nace, y se desarrolla con el paso del tiempo, como una compleja filosofía social y política, es algo que puede observarse con una visión exenta de prejuicios. No creo que haya que renunciar a los vocablos «anarquía», como una sociedad ideal, que es posible que nunca llegue de una forma pura, ni «anarquismo», como el movimiento que trabaja por ello, pero buscando la transformación libertaria aquí y ahora. Rudolf Rocker, cuya obra merece ser leída y estudiada una y otra vez, ya aludió al anarquismo como la gran síntesis de las dos principales corrientes políticas de la modernidad: socialismo y liberalismo. Creo que es por ahí por donde debemos trabajar de cara al futuro, para buscar respuestas en la sociedad actual (llamémosla, o no, posmoderna). Con toda la carga positiva que ello conlleva, libertaria y descentralizadora, no con su mera oposición a toda forma de poder o con la obcecación frustrante de convertirlo en otro movimiento de masas.