Existen todos los motivos éticos, en mi opinión, por apostar por el anarquismo. Sin embargo, no hay que perder de vista la realidad, y cuestionando en todo momento lo que se considera «factible», que siempre forma parte de las estructuras de lo establecido, es bueno seguir indagando y tratar de realizar propuestas concretas sobre lo que podría ser una sociedad libertaria.
Anarquismo es una palabra abierta a su continua formación, pero sin perder nunca de vista su horizonte antiautoritario, su búsqueda de mayores espacios de autonomía y su denuncia de los males de la jerarquización política, social y económica. Es por eso que me parece incluso un error hablar de un futuro, más o menos lejano, en el que tal vez la humanidad esté preparada para su emancipación. Por supuesto, creemos en la evolución, gracias a la educación y a la persuasión, pero consideramos también que los males de la civilización se encuentran en una serie de aprendizajes heredados. No estoy seguro de si la liberación resulta posible renunciando a esa rémora y abriendo la posibilidad de «ser diferentes», de lo que estoy seguro es de que esas tradiciones pesan como una losa y continúan abundando en la necedad y en la injusticia. También, sobra decirlo, es incluso más detestable ese juicio o prejuicio acerca de la naturaleza humana, la cual hace imposible un sociedad con mayores cotas de libertad y cooperación. Otro acierto de los anarquistas, de cara a una concepción de la libertad amplia, es su rechazo a una naturaleza previa a lo social, contexto en el que los seres humanos se realizan de verdad. Si de verdad somos anarquistas, parafraseando a Bakunin, creo que deberíamos recordar que es solamente en un contexto de libertad donde la inteligencia, dignidad y felicidad humanas pueden verdaderamente desarrollarse. Como hemos insistido ya otras veces, e insistiremos siempre en ello frente a cualquier idea filosófica o religiosa, la teoría sobre la libertad más profunda la ha realizado siempre el anarquismo.
La historia del anarquismo, creo que se entenderá lo que quiero expresar, es una historia de algunos éxitos y sonados fracasos. Pero fracasos motivados, en gran medida, por su propia condición intrínseca de adecuación de medios a fines, por una ética poderosa en la que no hay cabida para un supuesto logro al que se ha renunciado de antemano. Estamos hablando, por supuesto, de renuncia al poder (sobre otros), a la autoridad (coercitiva) y a la dominación, con todo el aparato de persuasión que ello conlleva (a veces con la porra, a veces de manera sutil «haciendo concesiones»). Para tratar de refutar a los que no estén de acuerdo conmigo, trataré de recordar que seguimos hablando de un contexto de dominación política y económica, existirán mejores o peores situaciones entre las que se puede elegir, pero siempre deberíamos tener en cuenta que es tomar opción por males de diverso grado.
El anarquismo lleva tal vez muchas décadas sin realizar unas propuestas auténticamente innovadoras, aunque siempre habrá que recordar en ese sentido su rechazo a la sistematización, pero su espíritu está presente en todos los frentes en los que se combate por la dignidad humana. Las propuestas clásicas, nacidas en las segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX, con toda la herencia moral que nos han legado y de la que nunca deberíamos desprendernos, piden a gritos nuevo oxígeno en una época compleja, que busca un amparo constante en la banalidad para ocultar la explotación económica. Un tiempo vulgarmente nihilista en la forma y con el constante peligro, por ello, de los viejos fanatismos políticos y religiosos. Hay quien habla de diversas generaciones dentro del anarquismo adecuadas a los diversos tiempos, es natural e incluso positivo que sea así; siempre teniendo en cuenta esa tensión entre el pasado y el nuevo análisis, una especie de vínculo o testigo a recoger por las nuevas generaciones, la tabla rasa y ausencia de memoria es otra de las bazas con la que juega lo instituido en esta época. El pasado en el caso del anarquismo es, en gran medida, un modelo de fortaleza vital y moral a tener en cuenta.
Tampoco creo decir nada nuevo cuando señaló la constante ampliación del enfoque antiautoritario (en aras de la solidaridad). El foco de dominación contra el que se lucha va más allá, como es obvio, del Estado; podemos hablar de cualquier contexto personal o cultural, de la ecología o de la sexualidad. La crítica a la autoridad abre un horizonte más extenso, enriquecedor y pluralista. Para ello, no es «práctico» rechazar la teorización, una se alimenta de la otra. Por otra parte, nadie a estas alturas puede obviar la permanente necesidad de la organización, de la reproducción a escala de la sociedad que nos gustaría. La existencia de proyectos libertarios en ese sentido resulta siempre una satisfacción que nos confirma nuestras ideas. La oxigenación del movimiento libertario pasa también, en mi opinión, por esa consciencia de que vivimos malos tiempos para la épica, para unos valores sólidos y para el desarrollo de la razón y del intelecto. Como siempre hemos creído, somos en gran medida un reflejo de las condiciones sociales, pero también poseemos la capacidad de activar constantemente la voluntad (otra seña de identidad del anarquismo), nuestra capacidad de crítica y de comunicación racional. El proyecto de emancipación que supuso la Ilustración, ¿está verdaderamente muerto? No lo creo, solo necesita un mayor campo de razón y de acción, herramientas más poderosas para la emancipación que no pierdan de vista el horizonte humano.
Si nos decimos anarquistas, es porque queremos dar sentido a palabras como plenitud y libertad para todos los integrantes de una sociedad, tal y como cada uno la entienda sin coerción de tipo alguno. Pensamos que el camino para lograrlo pasa por la autogestión, la autonomía, la libre asociación, la cooperación y el apoyo mutuo. No son simplemente bellas palabras ni ideales aspiraciones, son conceptos que pueden adquirir sentido en la práctica diaria y en nuestros diversos proyectos vitales. Existirán multitud de formas de contemplar una sociedad libertaria, pero creo que ninguna de ellas puede obviar ninguna de esas nociones. Si esperamos que la liberación llegué algún día, bien mediante alguna instancia externa a nosotros, por alguna suerte de abstracción (llámese Estado o llámese incluso Revolución), flaco favor le estaremos haciendo al anarquismo. La sociedad libertaria se empieza a construir aquí y ahora. No temo que me acusen de recurrir demasiado a los clásicos (ácratas, en este caso) si parafraseo de nuevo al viejo gigante ruso, no nos podemos limitar a lo que ahora aparece como posible en una sociedad que no es la que nos gustaría, debemos indagar constantemente en beneficio de lo que ahora se quiere presentar como utópico o imposible.
José María Fernández Paniagua