Hoy, cuando apenas llevamos dos semanas del estado de alarma decretado por el Estado español, parece casi imposible hablar de otra cosa que no sea la invasión vírica. No hablaré más del origen de la epidemia o pandemia, ya que la información sigue sin ser clara al respecto, lo cual tal vez sea significativo. No es, tal vez, el momento idóneo para señalar que nuestra hoy depauperada sanidad pública, con seguridad, hace 15 o 20 años hubiera podido afrontar el problema de una forma más satisfactoria. Dejaré caer que, como síntoma inequívoco de la mezquindad y miserias de nuestro régimen político y económico, tal vez esta crisis sirva para en un futuro buscar salidas al horror neoliberal que padecemos. La sanidad no solo debe ser pública y universal, también gestionada por los propios trabajadores y profesionales, algo que se ha demostrado humano y eficaz, no por tecnócratas que priman el beneficio crematístico de inversores y promotores. No, no es ahora seguramente el momento más adecuado para insistir en esto, sino para arrimar el hombro para luchar contra el enémigo (casi) invisible.
Por supuesto, no se me ocurre mejor manera de hacerlo que ponernos al servicio integral y solidario de las personas más vulnerables, así como de los profesionales sanitarios, cuya protección es esencial para garantizar el triunfo final. Uf, lamento haber entrado, como tantos otros, en la terminología bélica. No obstante, pensándolo mejor, y recuperando un viejo dilema de antiguas luchas, la guerra resulta indisociable de la revolución. Suena añejo, pero uno sigue creyendo fervorosamente, de un modo u otro, en la transformación social. Esta crisis, como cualquier otra, exacerba actitudes humanas solo apenas vislumbradas en tiempos más plácidos. Así, ha habido quien simplemente ignora el problema, solo alarmado cuando parece cerca de su puerta, al igual que tantas veces ignoramos graves enfermedades y problemas que afectan a países lejanos. Otros, como si la civilización se acabara en breve, llevan ya tiempo desabasteciendo los habitualmente repletos supermercados del llamado mundo desarrollado. En todos estos comportamientos insolidarios, se ha insistido mucho, más que en otros, como si huyéramos de nuestro propio reflejo en el espejo señalando la mala actitud ajena.
Sin embargo, muchos otros, de forma encomiable y, atención, al margen de las autoridades, actúan de manera responsable y solidaria, prestándose a favor de los más vulnerables. Ese es el mundo en el que quiero vivir, que a pesar de lo que nos insistan los agoreros de la perversa condición humana está en este. Esa actitud local, algo impensable en un sistema globalizado guiado por la competencia y el beneficio, hay que extendera, y exigirla en estos momentos, a un nivel nacional e internacional. Ante las continúas llamadas de socorro, que escuchamos y leemos una y otra vez, por la escasez de material necesario para proteger a enfermos, sanitarios y trabajadores en general, toda la maquinaria productiva debe ponerse en marcha. ¿Cómo es posible que no se haga? Solo el edificio donde trabajo, ya que a día de hoy sigo yendo a trabajar con las debidas precauciones, hay trabajadoras de la limpieza sin una simple mascarilla. ¿Nadie piensa, como sujetos de riestos, en estos trabajadores que velan también por nuestra salud?. Estas mascarillas, las de verdad, no un mero trozo de tela, además, fabricadas como dicen fundamentalmente en Europa. ¿Cómo es que tienen que elegir los sanitarios con lagrimas en los ojos, ante la falta de material, poner respiradores a uno u otro enfermo? Esperemos que, si algo útil puede tener esta pandemia sanitaria, junto a la crisis económica de rigor que ya estamos vislumbrando, y que habitualmente fortalece a los más poderosos, sea para señalar el camino de un mundo más justo y solidario.