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Pequeña fabula en torno a la definitiva erradicación del anarquismo

El magnifico y todopoderoso Emperador de Globalilandia — un vasto imperio que en los albores del siglo XXI ya había anexionado casi todos los países del planeta Tierra — estaba muy irritado por la presencia en sus dominios de una reducida pero incomoda fauna cuyos integrantes respondían al curioso nombre de “anarquistas”. Pese a que sus esbirros los perseguían periódicamente lo cierto es que nunca conseguían acabar con esa plaga, y cuando parecía que, por fin, los habían aniquilado, pronto volvían a renacer como lo suelen hacer las malas hierbas.

La verdad es que nada hacía presagiar que esos extraños seres pudiesen poner en jaque su poder, por lo menos de momento, sin embargo, su forma de vida, su discurso, sus practicas, y la agitación que sembraban entre sus súbditos, le incomodaban a tal punto que, un soleado día de primavera, tomó la decisión de erradicar definitivamente esa irritante fauna de la faz de la tierra.

Así que, al día siguiente mandó convocar a su imperial Consejo de Sabios y, como se trataba efectivamente de unos sabios muy sabios, estos sugirieron que antes de emprender cualquier acción era imprescindible averiguar cuales eran las causas de que existiesen anarquistas. De esa forma, bastaría con neutralizar las causas para conseguir eliminar sus efectos y acabar definitivamente con la molesta plaga.

Maravillado por tanto ingenio, el Emperador les instó a que pusieran inmediatamente manos a la obra, y así lo hicieron. Tras sesudas y prolongadas investigaciones descubrieron finalmente que la causa de que existieran anarquistas no era otra que la extensa presencia de un fenómeno que  impregnaba hasta las más diminutas fibras del Imperio y que los más doctos designaban con el termino “dominación”.

Sin que se pudiese saber con total exactitud por qué las personas humildes reaccionaban de forma tan dispar ante ese fenómeno, sí estaba claro que mientras algunas abrazaban con aparente docilidad la servidumbre voluntaria, otras no soportaban la más mínima obligación de obedecer y rechazaban de forma visceral los atropellos a su libertad. Esas personas sentían, a veces desde muy temprana edad, como se les retorcían las tripas y se les estremecía la piel ante las afrentas infligidas por los poderosos. La dominación les provocaba algo muy parecido a una reacción alérgica, y no podían evitar rebelarse espontáneamente cuando el poder intentaba doblegarlas. Esa reacción alérgica engendraba en su organismo algo similar a unos anticuerpos que los convertían poco a poco, y a veces repentinamente, en anarquistas, aun cuando desconocieran por completo el significado de ese termino. Era esa misma alergia frente a la dominación la responsable de que tampoco aceptasen ejercerla y adoptasen la insólita actitud de no querer ni mandar ni obedecer.

El Emperador celebró con un fastuoso derroche de banquetes y de festividades tan genial descubrimiento, alabando con encendidos elogios la labor de los sabios. Conocida la causa ya se podía aportar, por fin, un remedio definitivo a la dolencia, bastaba, como siglos de practicas científicas bien lo habían demostrado, con suprimir la causa para anular los efectos. Los servidores del Emperador se disponían a emprender esa tarea sin más demora, cuando de repente el más sabio de los sabios del Consejo de Sabios disparó todas las alarmas, deteniendo en seco la operación.

Ese sabio acababa de percatase de que el sublime Emperador estaba a punto de precipitarse en el circulo vicioso dibujado por una letal paradoja. En efecto, si para erradicar el anarquismo era preciso perseguir y eliminar cualquier atisbo de dominación lo que se conseguiría no era otra cosa que lo que propugnaba, precisamente, el anarquismo. Al emprender el combate contra la dominación los valerosos defensores del Imperio se iban a convertir como por arte de magia en aquello mismo que pretendían aniquilar, es decir, en anarquistas.

El gran Emperador no tuvo más remedio que resignarse. No había vuelta de hoja, no le quedaba otra alternativa que la de hacerse el harakiri, porque al acabar con la dominación daba la victoria a sus enemigos anarquistas, o bien, aceptar la dolorosa e insoportable evidencia de que nunca jamás conseguiría acabar con el anarquismo porque mientras existiese el Imperio también existiría el anarquismo.

Por su parte, la comunidad anarquista se percató repentinamente de que eran las propias características del Imperio las que la hacían brotar por doquier, y también supo, con absoluta certeza, que no importaba cuán larga iba a ser su lucha, porque esta nunca se extinguiría mientras no consiguiese su objetivo de acabar con la dominación.

Tomás Ibáñez

Publicado en Al Margen nº 100 (Noviembre 2016)

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