En un artículo anterior mencionaba que al haber sido invadida Ucrania por un ejército agresor, los ucranianos pensaban en buen número que están legitimados para defender su país y sus familias. Lo que pasa además –en mi opinión– es que el que se piense eso, no quiere decir que sea una buena idea.
Intento explicarme: esta guerra televisada no sé a qué viene. No conozco sus causas, porque no entiendo nada de política. Ni idea, salvo por lo que me cuentan mis amigos estalinistas del barrio. Y las explicaciones ofrecidas son cuentos de hadas de los que se sueltan a los niños para que se duerman y no molesten. Me hablan de cuestiones políticas, de los BRIC, de violaciones de derechos humanos, de ofensas seculares, de frontera segura… Lo mismo que dicen los otros que apoyan a Ucrania en la tele. Me da igual. Escucho, cabeceo, y me despido dando las gracias por la cerveza, sin atreverme a hacer la pregunta que yo le haría a un chaval al que convierten en un fusilero: «¿a ti qué te interesa?».
Alejandro Berkman, en su ABC del Comunismo Libertario, decía –hará cosa de un siglo–, que lo que le interesa a ese muchacho es lo que nos interesa a todos: vivir en paz, tener una casa, un trabajo útil y agradable, disponer de un servicio médico, insertarse en una sociedad libre, abrir el grifo y que salga agua, darle al interruptor y se haga luz…, abrir la nevera y encontrar de comer.
A ese muchacho, a ese patriota, no le interesa –para nada–, aprender a matar a chavales para defender una mierda de patria. Porque ya veis a dónde nos lleva esa locura nacionalista, de estados soberanos, integridad territorial e ideales de los Mundos de Yupi. Putin dijo que iba a liberar a los ucranianos, y Zelenski que jamás se rendiría. Resultado, decenas de miles de muertos, humeantes ruinas, amenazas de guerra atómica.
Esa gente que manda, se alimenta con dos estímulos principales. El primero es el odio: lo ingieren, lo degluten, les pone grasientos. El segundo es el miedo: lo trasmiten, lo difunden, lo expanden como una plaga. Todo ello a través del telediario, la prensa, y las redes sociales. Después, cada vez que matan o violan a algún desgraciado/a, tiemblan de placer: el odio se incrementa, lo almuerzan, y luego filosofan sobre cómo matar más gente y que parezca normal.
Personalmente yo preferiría vivir en un país que cultivase buenas relaciones con sus vecinos, y que no tuviese ejército. A la hora de la guerra, que no resistiese al invasor. Es mucho menos cansado, tal vez menos letal. Debería ser un país que recibiese al ejército enemigo con fiestas, con comida, con abrazos. Puestos a mandarles delegaciones, lo haría con viejos octogenarios (por si acaso les da por fusilarlos, que sea gente que ya ha vivido lo suyo). Les dejaríamos a los invasores gobernarnos, porque puestos a tener que aguantar un Gobierno, yo prefiero que sea extranjero cuando despliego la pancarta. Y luego esperaríamos un par de siglos a que los invasores se mezclasen en el país, adoptasen nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestro idioma, hasta que llegase un momento en que no se supiese quién era el invasor y quién el invadido.
Porque después de tanto guerrero, tanto gobernante, tanto santón de moral estricta y culo estrecho, deberíamos haber aprendido que a la gente del común, lo que más nos interesa, es comer primero algo sano. Luego, tal vez, ya pensaremos algo.