A las puertas de unas nuevas elecciones, donde todo, poco o nada cambiará para que todo siga igual, algunos políticos se llenan la boca de la palabra «socialdemocracia»; ¿sabemos verdaderamente qué significa el término de marras?, ¿tenemos una verdadera cultura política?, ¿alguien se lee, más allá de algún titular, los programas de las fuerzas políticas? (sí, ya sabemos que no los cumple ni el tato, pero ya que tantos insisten en participar en la farsa, que lo hagan a conciencia)
Para saber, con cierta profundidad, lo que significa la «socialdemocracia» hay que conocer la historia del socialismo. Sí, hablamos de la corriente más reformista y moderada dentro del socialismo, dicho de un modo muy general, aquella que considera que es la democracia parlamentaria el campo donde actuar para llevar a cabo ciertos cambios sociales y políticos. Diremos también, especialmente a estas alturas de la historia, que la socialdemocracia no pretende acabar con el capitalismo (de ahí, que la palabra «socialismo» se convierte en un simple residuo histórico), sino gestionarlo de forma más o menos eficaz (es decir, como cualquier otra fuerza política). Hay que matizar también que los socialdemócratas acabaron teniendo un contenido de fuerte oposición al comunismo soviético, aunque para ser justos hay que decir que en origen tuvieron mucho que ver con el marxismo al ser ambos partidarios de la participación parlamentaria. Dejemos por el momento a los anarquistas, corriente socialista que siempre negó la conquista del poder, incluso de modo democrático, para propugnar la autogestión por parte de los trabajadores; los libertarios denunciaron que aquello iba a acabar como finalmente lo hizo.
Como hemos dicho, y hasta el triunfo de la Revolución rusa en 1917, la socialdemocracia estaba impregnada de la teoría marxista tratando de armonizar las visiones más ortodoxas y economicistas (ya saben, el propio desarrollo histórico llevaría «de forma inexorable» hacia el socialismo) y una corriente reformista, que tampoco renunciaba en aquel momento al horizonte socialista, aunque constituyera una lucha lenta y tenaz. Es con el triunfo de los bolcheviques cuando se produce la ruptura definitiva entre los partidos socialdemócratas (aunque perviviera el término «socialista» en su nombre) y los partidarios del modelo leninista, que se escindieron de aquellos y acabaron fundando los partidos comunistas adheridos a un Tercera Internacional plenamente instrumentalizada por el régimen soviético. Curiosamente, y aunque en España se produce igualmente esa escisión, puede decirse que el Partido Socialista Obrero Español mantiene cierto contenido radical marxista en su programa, y de ahí seguramente que el Partido Comunista Español, antes de la Guerra Civil, no tuviera una gran militancia. En la segunda mitad del siglo XX, los partidos socialdemócratas europeos empiezan a renunciar al marxismo de forma evidente. En España, siempre con algo de retraso para según qué cosas, pero con fidelidad a la estrategia de «democratización» formal que supuso la Transición, será en 1979 cuando el PSOE renuncie a la ideología marxista y se consolide el liderazgo de Felipe González.
La cuestión es lo que significa hoy en día la «socialdemocracia», si es que significa algo muy diferente del liberalismo o de cualquier otra propuesta de un partido político denominado de otra forma con o sin el prefijo «social». De forma oportunista, y con calculada estrategia electoralista, hoy el líder de Podemos declara que ellos son la verdadera socialdemocracia. Curiosamente, lo hace aliado con otra fuerza política, que aunque en España se ha mantenido dentro de la táctica de participación parlamentaria y democrática, puede decirse que es fiel al modelo marxista-leninista. Ciudadanos es la otra fuerza política de nuevo cuño, también representativa de la farsa electoral (¿no defienden algo muy parecido a la defenestrada Unión, Progreso y Democracia?, ¿dónde están los votantes de este reducido partido político que hace pocos años era el garante del cambio?: lo dicho, caras nuevas para que todo siga igual); el líder de Ciudadanos, tal vez más listo que otros, no se define ideológicamente y se limita a presentarse como el verdadero garante del «cambio».
Todo esto analizado es, por supuesto, y al margen de los hechos históricos aludidos anteriormente, mera teoría política. Es decir, alguien puede ser más partidario de la protección estatal (socialdemocracia) o de una mayor iniciativa individual (liberalismo), pero en la práctica es solo una ligera cuestión de matices. Las diferencias entre el Partido Popular y el Partido Socialista, gobernando en España, han sido eso, una cuestión de matices y circunstancias. Es una alternancia de poder donde unos representan la cara menos amable y más fatalista (lo que subyace es que ningún cambio verdadero es posible, tenemos que lidiar con este sistema político y económico, el ser humano debe ser así de miserable), con privatización de servicios públicos y consolidación del régimen de explotación, y otros entregan alguna ley social de vez en cuando para tranquilidad de su electorado. Podemos llenarnos la boca de términos como democracia, socialdemocracia o liberalismo, de Estado de derecho o de plena separación de poderes (tenemos el ejemplo de plena actualidad de un gobernante que utiliza las instituciones para perseguir rivales políticos; algo que todos se echan en cara y que todos harán en el poder de forma más o menos evidente), pero ya vemos en la práctica que todo eso es una farsa para asegurar un régimen más o menos amable de saqueo, dominación y explotación.
Si gobernara Podemos, ni esto va a ser el Apocalipsis como se escucha de forma indignante en la calle (una nueva faz del «miedo al rojo» de toda la vida), ni va a haber un cambio social significativo. Ciudadanos representa al menos una derecha moderna (aunque no se define así, debe ser porque ya no hay izquierdas ni derechas, todos los partidos son de centro), alejada del fascismo de sacristía que se impuso en este país durante cuatro décadas; tal vez hubiera sido capaz de romper de una vez con el vínculo franquista, pero no ha tenido la valentía de hacerlo o sencillamente no ha querido al saber muy bien quién maneja los hilos. Si echamos un vistazo a los programas de las fuerzas electorales, y al igual que en una constitución democrática, todo son declaración de buenas intenciones: quién no va a querer libertad e igualdad para todo el mundo, trabajo, educación, felicidad… Hablando brevemente de corrupción, lo que se ha robado en España es indignante, y muy significativo es que no provoque una verdadera rebelión social. Tal vez los nuevos rostros en el Gobierno sí cambien algunas cosas, es posible que reduzcan considerablemente ese nivel de latrocinio al margen de la ley (el que está dentro ya es otra cosa) y que nos arrojen alguna que otra reforma popular cuyo calado se atenuará con el paso del tiempo. No obstante, para tranquilidad de los bienpensantes, el régimen estará asegurado. ¿Y qué hay del anarquismo? En la próxima entrada lo retomamos.
Capi Vidal